miércoles, 18 de junio de 2008

Poetas apóstatas

Gabriel Bernal Granados
(Fragmento)

I. Un retrato fotográfico
Tiene la pinta de un sobreviviente. Y así nos mira, como si quisiera escapar de nuestra mirada, fijo e incomodado por la lente del fotógrafo que recorta su silueta contra un muro de Cards. No sabemos, porque la foto es en blanco y negro, de qué color es el muro y si el gabán que envuelve el cuerpo de Michon es enteramente negro. En sus grietas relamidas por el musgo, el muro seguramente es verde grisáceo, como lo son de hecho todas las piedras que se exponen a la dureza de un clima violento y reiterado. Así, mientras se encoje en los hombros inexistentes de su gabán, Michon nos mira como si quisiera marcharse cuanto antes, como si no quisiera que lo identificáramos con lo que probablemente sea: un escritor con los méritos suficientes para aparecer en un retrato que será reproducido en los cintillos de sus libros, delgados volúmenes de no más de cien, ciento veinte páginas, vendidos por millares y traducidos a todos los idiomas europeos.
Pero Michon parece resignado a ser ese escritor y a incomodarnos con su estilo, vertiginoso y cruento; un estilo que se filtra como la humedad en las paredes de nuestra propia prosa; un estilo trabajado con manos ásperas y garbosas, las de un preso acostumbrado a picar la piedra de una cantera interminable y sin sentido.
Ara su prosa como se ara la tierra, a solas, bajo el silencio estival de una lámpara; golpea, glosa la piedra o camina en el desierto, deteniéndose de cuando en cuando a mirarse las ampollas que la sal y los rayos han sembrado en las plantas de sus pies desnudos. Las palmas de sus manos y las plantas de sus pies deben ser lo mismo, transparentes y entrecortadas, como las hileras de agua que la lluvia simula en el cristal de una ventana o como los sollozos de un niño. Más allá de la ventana está eso que llamamos el mundo; más allá de los sollozos del niño no quedan más que vestigios —los paisajes arruinados, yermos, de una vecindad para siempre postergada.
Entre el muro agrietado contra el que se recorta su figura y el rostro insidioso de Michon apenas hay diferencia. Uno y otro son caras de la misma moneda. De un lado el silencio y del otro la elocuencia. O el énfasis, como él lo llama con cierto desprecio. O con el desparpajo de un virtuoso que comenzó a escribir y publicar sus obras después de los treinta y tantos años. Ha perdido el pelo por completo y nos mira con las canicas negras de sus ojos diminutos. La mueca de sus labios desdibuja el monograma de la cólera y el asco. Ha visto y ha sentido el hedor de la belleza. “Todo tiene un precio”, parece decir con sus labios mudos. “Y el precio debe ser muy alto.” Michon lo reconoce: es un sobreviviente que ha superado la ausencia de la letra. Ha pasado por las primeras etapas de una vida estéril y ha escrito, para rendir cuenta de ello, sus Vidas minúsculas.
Ocho vidas contadas al azar de una cronología; ocho facetas de una realidad angustiada. Ocho pequeñas biografías que, en suma, constituyen el árbol genealógico de un escritor furtivo. Un escritor punible, Pierre Michon, nacido en Cards el 28 de marzo de 1945, en los meses finales de la Segunda Guerra Mundial. Nacido sin esperanza después de la Guerra es equivalente a, en el caso de una inteligencia visceral como la de Michon, haber nacido sin esperanza después de Victor Hugo, Baudelaire y sobre todo Rimbaud. La sombra devastadora de este último campea de una manera o de otra en los escritos del primer Michon; que es también el último.
Huérfano de veleidades aristocráticas, Michon crece a la sombra de un árbol que se seca bajo los rayos solares de una lengua condenada. La Lengua, escribe con mayúscula, poseído del mismo énfasis con que escribe la palabra Hijo, a lo largo de los años y los libros; o con que encubre, después de Vidas minúsculas, el dolor metafísico que le provoca la orfandad del padre y de la madre. Porque el dolor debe ser revelado. Y los caminos de la revelación son azarosos. No digo que sea fácil escribir como él, aunque pueda entender ahora mismo el enclave en que tomó la decisión de escribir lo que escribió: una autobiografía novelada como única salida, como única forma de escapar a la condenación del abismo; una autobiografía de proporciones seculares, mínima. No es casual que a los 37 años la prosa se resuelva en ritmo, de la misma forma en que no es casual que pasados los treinta, en las orillas de los cuarenta, cuando todo para mucho está ya decidido, la salvación provenga de la única realidad legible o modificable por mediación del estilo: la pesadilla de la propia vida. La pesadilla hecha materia plástica, flexible; pero dura e inexorable a la vez. Michon juega con la fatalidad de saberse transitorio y nimio al mismo tiempo que se mira a los ojos y se deconstruye. Pierde el pelo a la par que pierde los ánimos: se sosiega en la escritura, que es otra forma que adopta la furia, otra forma de aniquilación del mundo.
Antes de la aparición triunfal de Vidas minúsculas (el libro se publicó en Gallimard en 1984, e inmediatamente después se hizo acreedor al premio France-Culture), Michon era algo peor que un “escritor sin obra”: era un hombre sin vida y sin porvenir, que deambulaba a expensas de una quimera falsa y desastrosa: la promesa de que algún día escribiría. Entre la obra y el silencio Michon tendió el puente de su propia vida, disfrazada de las vidas de quienes merodearon el árbol familiar de su infancia y su vida cruenta de adulto. Un niño huérfano, André Dufourneau, dueño de un porvenir nulo, que se embarca al continente africano en busca de nombre y fortuna (“Volveré de ahí rico o moriré”, dice, haciéndose eco de un Rimbaud que extiende su sombra de oro sobre este primer relato y a lo largo de todo el libro) y un cura de pueblo licencioso, Georges Bandy, que seduce a las feligresas más guapas de su parroquia antes de morir, varios años después, en un accidente de motocicleta. A la grandilocuencia, que acompañaba al gesto caótico de su vida real, Michon le opuso el vértigo contenido e incisivo de la biografía ínfima, el cuento razonado con el menor número de elementos posible. Vidas minúsculas guarda un ligero parecido con la Historia universal de la infamia (1935) de Borges, que sirvió de antifaz a los empeños de una imaginación que nunca quiso desmarcarse del todo de los ambages de la crónica y el ensayo. La diferencia entre el libro de Borges y el libro de Michon es que en sus Vidas minúsculas éste se asume como el eje en torno al cual gravita, en su engañosa quietud, la arquitectura de ocho relatos que se ensamblan como si fuesen las partes arquetípicas de un rompecabezas: el del propio retrato. Al hablar de ellos, hablo de mí, dice, en las páginas iniciales de sus Vidas minúsculas. A mayor o menor distancia del espejo y de los adminículos necesarios para llevar a cabo tan riesgosa empresa, Michon se retrata a sí mismo como lo hubiera hecho un artista italiano o flamenco del siglo XV, atento a la importancia que adquiere la construcción de la propia imagen para el levantamiento y la legitimación de una obra. Periodo concluido, furia extinta —tal es el sentido de la obra en el vocabulario de Michon.
Si los modelos literarios de Borges para su Historia universal de la infamia fueron la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters y las Vidas imaginarias de Schowb, el modelo para las Vidas minúsculas de Michon fue el Flaubert de “Un corazón sencillo”. En la elección de un escenario, el clima desteñido de la Creuse, y en la elección de sus personajes, la vida callada y aglutinante de su propia parentela, Michon sigue la lección de su maestro. Porque también Flaubert habla de nadie, y al hacerlo, habla de sí mismo. La “modernidad” de Michon se aparece entonces bajo la forma definitiva que adopta la voluntad de su estilo: contar lo mínimo, lo insignificante, lo nimio, con lo mínimo; es decir, con el menor número posible de énfasis. Optar por una literatura menor no significa optar por una literatura mediocre o desfasada. Ejercer esta opción es una forma de cuestionar la economía abultada de lo preexistente y agregar una nota tangencial al paisaje; la nota de la propia errancia. Subvertir los cánones para encontrar acomodo en el mundo, sin hacer demasiado ruido, sin desviar la atención de los reflectores que están puestos todo el tiempo sobre la parte frontal del escenario. Pasar, merced a una discreción enfermiza, casi inadvertido.
La erudición es otro rasgo compartido con Flaubert. A lo largo de las páginas de las Vidas minúsculas desfilan los nombres de Melville, Conrad, Faulkner, Chateaubriand y el mismo Flaubert en persona. Si Michon le rinde homenaje a la literatura, por un lado, y a una brevedad salobre y jugosa por el otro, es porque en todos sentidos su prosa se descentraliza. Se vuelve mínima y rugosa. Se vuelve menor por rigor y disciplina. Uno requiere de montañas de libros para escribir la opereta de una sola página; pero se requiere de una vida acribillada y confusa para inyectar pasión a esas mismas líneas. El esqueleto sin la carne no puede constituir una proyección de lo humano hacia el infinito incierto y promisorio de una obra hecha esencialmente de palabras. Y de lo que está más allá de las palabras. De ahí los énfasis de Michon en los paisajes, exteriores e interiores, que van dando forma a su afición al alcohol, las mujeres y las drogas; una golpiza afuera de un bar le desfigura el rostro a los 27 años; acto seguido su mujer lo abandona y la soledad le da la bienvenida a una lucidez lacerante y ocho veces más aterradora que la realidad de un miserable huérfano de obra: “Me estaba hundiendo; [...] acusaba con grandilocuencia al mundo entero de haberme despojado, y perfeccionaba su obra; quemaba mis naves, me ahogaba en olas de alcohol que envenenaba, diluyendo en ellas montones de farmacopeas embriagantes; me moría, estaba vivo.” Mundo lapidario y telegráfico, zanjado por el uso y el abuso de las comas y los puntos y coma. Pero mundo diferido, al fin y al cabo, en el escenario de una prosa redimida en la existencia de esa misma prosa. Michon escribe Vidas minúsculas para salvar el pellejo; era este libro o nada, la sepultura en seguida del cadalso. ¿Acaso existe otro tipo de razón por la cual se deba escribir un libro?

3 comentarios:

DobleNegación dijo...

Hola. Soy Rafael G. Vargas Pasaye, colaborador de Crítica, quien además de saludarlos desea en medida de lo posible generar un vínculo con mi blog http://doblenegacion.blogspot.com, así como solicito autorización para en ese blig generar nu enlace para el de la revista. Minetras tanto saludos, felicitaciones y deseos de larga vida y buenos proyectos.

Critica dijo...

Hola Rafael.
Ya incluimos el vínculo con tu blog en el de Crítica. Y por supuesto que puedes colocar el enlace correspondiente.
Gracias por los buenos deseos.
Suerte

Mónica Sánchez Escuer dijo...

Un gran hallazgo encontrar Crítica en blog!
Desde ahora seré una de sus asiduas lectoras.
Si me lo permiten, también pondré un enlace de ustedes en mi página.

Saludos y flicitaciones.