lunes, 23 de marzo de 2009

Para qué sirve la literatura

Juan Leyva

Enseñanza y revelación, abismo o tarda droga… La obra literaria se despliega en un rayo a un tiempo didáctico y desquiciante no exento de placer
Y sin embargo, el hecho de que hoy más que nunca tengamos que hablar de la importancia de leer subraya —como nada— la anemia escolar en que sobrevivimos. Leer y escribir se practican de manera precaria o incipiente, y quienes lo hacen ya de tiempo muestran debilidades incluso en el empleo de los géneros expresivos que más necesitan. Se infiere una enorme falta de reflexividad en ambas prácticas, la ausencia de una lectura de calidad que despliegue las llaves de la escritura (y del pensamiento).
Autor, iglesias, príncipes, estados conocen los valores inductivos del texto, que no ha dejado nunca de ser un área de disputa por los saberes. Paulatinamente, los maestros se afanan por una iniciación escolar que parta de las vivencias del lector para ingresar al mundo de la obra, y no por imponerla como baúl de verdades y bellezas inobjetables. Leer y escribir, escuchar y hablar a partir del descubrimiento de su importancia en la vida se convierten en núcleo de esta enseñanza.
Hoy día, sin embargo, el Estado posee muchos canales para inducir los saberes básicos del funcionamiento social; de ahí su falta de interés en enseñar o promover cualquier lectura (la educación en serio parece preocuparle aún menos). Una sociedad, no sólo el Estado, se interesa en modular información para sus miembros, pero sabe o debe saber que sólo puede hacerlo de manera limitada, porque cada uno es dueño de un potencial que lo lanza, tarde o temprano, a sus búsquedas personales. Nuestro problema es que ni siquiera nos dotamos del mínimo instrumental para la ruta.
Leer y escribir forman parte de un instrumental que jamás —como en cualquier oficio— está del todo completo ni dura para siempre, sino que cambia, se atrofia y se renueva (leer es un continuo aprendizaje). Es una tarea sobre la cual —al igual que muchas en México— no hemos acabado de tomar rumbo… Nada urge… No faltará a quién culpar de las consecuencias… ni a quién pedirle fiado para afrontarlas…, pero están ahí y estarán, aunque a veces ni aun los más urgidos de la lecto-escritura parezcan dispuestos a aceptarlo. El texto, en tanto modo de plantear conductas y situaciones, sigue esperándonos; mas, hoy por hoy, leer no es chic ni es guau, y aun corre el temidísimo peligro de ser intenso.
Hace poco, en una de esas reuniones decembrinas, un amigo del mundo gerencial me preguntó cómo era posible ganarse la vida dedicado a escribir, investigar o enseñar literatura. En su lógica de productos y rendimientos, le extrañaba que alguien pudiera dedicarse a las letras. Le dije que el mercado era magro porque en México se lee poco y se enseña poco la literatura. Me dijo que el problema del escaso mercado para los literatos era que no traducíamos los valores de la literatura a los económicos, o sea, no explicábamos los costos en dinero de no leer o no saber leer (parece que la ocde lo está logrando). La conversación terminó por diluirse entre las opiniones de los demás y el hecho mismo de que estábamos ahí para encontrarnos, y no para una charla monotemática. Estuve de acuerdo en la importancia de explicar a los tomadores de decisiones el costo económico de no guardar contacto con la literatura (mi duda es si realmente no lo entienden, como veremos). Por lo demás, hay avances en esa línea entre quienes se dedican a evaluar la lecto-escritura en las aulas. Y si tal no es mi enfoque, afirmo que leer literatura es allegarse el máximo logro que produce el oficio de hacer textos.
Semanas después, en plática con el director del más importante centro de enseñanza de literatura de México, le recordé mi invitación a un diálogo sobre las preguntas clave: qué enseñar (qué obras); para qué (objetivos prácticos —las llamadas competencias y habilidades que pueden adquirirse para la vida profesional estudiando literatura—, además de los de orden político, ético y cultural), y con qué instrumentos (técnicas, metodologías, teorías). En su opinión, es grave no entender lo que se lee y no lograr comunicarse por escrito, y es la literatura el medio más eficaz para contrarrestar estos problemas (que en el fondo son relacionales y repercuten en la vida toda).
Hacía tiempo que había enviado las mismas preguntas a cinco o seis colegas. Y aunque a todos les pareció un tema importantísimo y mi solicitud era sólo esbozar ideas —no grandes disertaciones—, no hubo respuesta. A pesar de ello, en mis búsquedas pude leer un artículo de Helena Modzelewski: “Enseñanza de la literatura para una apertura a la alteridad” (Actio, noviembre, 2006, internet), y consultar la revista Didáctica (Asociación Mexicana de Profesores de Lengua y Literatura).
Por su parte, a principios de año el doctor Moreno de Alba —director de la Academia Mexicana de la Lengua— se refirió de nuevo al tema que le inquieta desde hace lustros: las deficiencias en la enseñanza del español en nuestro país y lo costoso que resultan: “si se enseña a comprender lo que se lee y a expresar lo que se desea decir, las demás asignaturas como biología, historia, literatura y matemáticas serán fáciles para los niños” (Milenio, 5-I-2009, p. 43). El doctor advertía que en este momento la OCDE ya no sólo nos sitúa mal en enseñanza de matemáticas, sino en lectura. Vieja verdad que hoy se toma algo más en serio (si lo dice la OCDE …). Y así, se anuncia para el verano la aparición de los resultados de una investigación: La enseñanza del español en México (UNAM), que no sólo estudia el problema, sino que ofrece estrategias y soluciones.
Pero obsérvese: hará tal vez quince años un amigo me comentó que un rector de la UNAM se había referido —en charla informal— al hecho de que los aspirantes a alumnos de esa casa tenían excesivas dificultades para entender lo que leían y, claro, para trasmitirlo. A su turno, mi amigo le hizo notar que el mismo problema —y muy extendido— se tenía entre los profesores e investigadores de la propia Universidad (hecho indicado hace ya dos décadas en un análisis confidencial a cargo de un connotado intelectual en torno a las capacidades del personal de investigación de un segmento de esa universidad). Recientemente, otro amigo me explicaba su asombro ante la dificultad para hacerle comprender a sus compañeros —¡dedicados a la edición de libros!— el significado corrupto de algunos de sus actos y —peor—, a uno de ellos, la impertinencia de corregir un párrafo que sólo estaba mal a los ojos de ese corrector. En el fondo, el problema es el mismo: graves dificultades relacionales, problemas para entender lo que se lee o se escucha y también para reproducir el discurso ajeno y trasmitir el propio. Un texto o un discurso pueden estar bien hechos, ¿pero serán comprendidos? ¿Qué tanto de sí y del otro comprende quien no puede comprender ni lo obvio? Más allá de simulaciones (es decir, soy corrupto, pero hago como que no), tal incomprensión tiene su base en la dificultad para entender al otro y formar sociedad, una sociedad para todos y no para minorías o el cultivo de privilegios.
Terry Eagleton, en Después de la teoría (2005), al referirse a la enseñanza de las humanidades y las artes, subrayaba que lo más sospechoso a los ojos de políticos y empresarios es aquello que aparentemente no sirve para nada; como en el fondo les parece peligroso, al mismo tiempo que lo combaten, lo han arrinconado en las universidades (aunque no siempre: por ejemplo, en México hay universidades que no enseñan literatura). En realidad, sienten una amenaza en el potencial transformador que representan la cultura y el pensamiento reflexivo —imposible o muy difícil sin cultura letrada.
A juicio de Eagleton, el potencial creativo y transformador de la cultura y las universidades radica en la claridad con que desembocan, tarde o temprano, en la conciencia de que su finalidad primera y última es la búsqueda de mejores condiciones de vida para todos. Por eso pensar y leer es peligroso: basta un poco para poner en tela de juicio nuestro egoísmo y mediocridad social, política y económica; nuestra falta de interés en el otro y nuestra indisposición para mejorar la comunidad; nuestra enorme precariedad intelectual y ética.
En tal situación, Eagleton propone una visión amplia de los estudios literarios que, en el contexto inglés, y sobre todo a partir de la obra de Raymond Williams, han derivado en los estudios culturales. En su opinión, la teoría cultural ha ampliado nuestra comprensión de la literatura y de todas las artes al hacernos ver que la obra es producto no sólo del autor sino de muchas otras cosas; al persuadirnos de que “uno de sus productores es el lector, el espectador o el oyente (…) Nos hemos vuelto más sensibles al juego del poder y deseo que hay en los artefactos culturales, a la variedad de formas en que pueden confirmar o refutar la autoridad política. También entendemos que esto es al menos una cuestión tanto de su forma como de su contenido. Ha aflorado una sensación más acusada de cuán estrechamente las obras de la cultura pertenecen a sus épocas y lugares específicos; y cómo esto puede enriquecerlas en lugar de menoscabarlas. (…) Se ha prestado mayor atención a los contextos materiales de estas obras de arte, y a cómo tanta cultura y civilidad han tenido sus raíces en la infelicidad y la explotación. Hemos acabado por reconocer la cultura en el sentido más amplio como un territorio en el que los condenados y los desposeídos pueden explotar significados compartidos y afirmar una identidad común”. Eagleton se cuida de señalar que la comprensión de una obra es al menos una cuestión tanto de su forma como de su contenido porque la forma posee una semántica, una propuesta de sentidos en su propia organización, que a menudo se pierde de vista.
La literatura es uno de los modos más complejos en que puede presentarse un discurso; como tal, y como cualquier obra de arte, la obra literaria es “un nexo vital entre la política y la experiencia personal; da a las necesidades y deseos humanos una forma que se puede debatir públicamente, enseña nuevos modos de subjetividad y combate las representaciones recibidas” (Eagleton, La función de la crítica, 1999). La literatura no sólo ofrece informaciones pragmáticas, descriptivas o analíticas, sino que coloca esas informaciones en la perspectiva de la pasión y los sentimientos, la corporalidad y la vivencia específica del sujeto. La importancia de saber leer —y de leer literatura— radica, pues, en su poder para aumentar nuestra capacidad de comprensión del mundo y de nosotros mismos, para hacernos reflexionar incluso en los linderos más sutiles de nuestro ser y el de los otros, sin que ello signifique nunca estar hablando de la verdad absoluta o de ideas irrefutables.
Descifrar los códigos complejos —con la pasión y exactitud del arte— nos dota para abrir, cerrar y hacer nuevos códigos: la clave de toda estructura. La forma nos pone en contacto con el código fundamental de una obra, y de ninguna manera debe evadirse en pro de acercamientos que sólo generen interpretaciones identificatorias, empáticas o proyectivas, aunque se trate de la más noble de las causas.
Según Eagleton, estamos ante el problema de cómo se constituye la verdad, la objetividad y, nada menos, la virtud. Asumamos, pues, que leer es un tema epistemológico, ético y político cuyo olvido tiene un costo en dinero, pues nos conduce a gastar nuestros recursos en una labor de autosabotaje propia de un escuadrón de dementes: actuar cada día, y a toda prueba, en pista y campo, en foros y cámaras, en la vigilia y en el sueño, contra el objetivo de toda universidad y toda institución, que es —como se ha dicho— trabajar por una vida mejor para todos. Suicidarse es menos patológico.
Aunque ya lo he escrito en otro lado, me voy a permitir la repetición: trabajar por una vida mejor para todos es centrarse en las razones últimas de lo humano y de la convivencia. Lejos de quienes plantean que no hay universales, Eagleton sostiene que debemos subrayar la base primera de nuestra posibilidad de identificarnos con el vecino y el habitante más lejano de nuestro planeta: la corporalidad y sus necesidades (incluido un hábitat favorable), entre las cuales se hallan el conocimiento, el amor y la comprensión. Si se ha sostenido que no hay esencias, que todo es cultural y contingente, nuestro autor propone —en cambio— que no debemos olvidar lo característico de lo humano: haber nacido para nada en especial (lo que implica un largo periodo de adiestramiento infantil para la vida mediado por los afectos) y, por lo tanto, ser aptos para una transformación constante que reconstruye a cada momento el sentido de la vida sólo a partir de nuestra posibilidad de mejorar.
Y no hay posibilidad de mejora sin reflexión. El conocimiento de sí y del mundo —ese ir y venir entre el yo interior y el ámbito externo— es indisoluble del conocimiento y reconocimiento del otro: “La objetividad puede suponer una apertura desinteresada a las necesidades de los demás (…) No es lo contrario del interés personal y las convicciones, sino del egoísmo” (Después de la teoría). Por eso la objetividad es tan difícil. Requiere un esfuerzo moral a toda prueba: “nadie que no esté abierto al diálogo con los demás, que no desee escuchar, argumentar con honestidad y reconocerlo cuando esté equivocado puede hacer progresos reales investigando el mundo”.
Preocuparse por otro significa darle confianza, fincar las condiciones para que la adquiera; y regateársela no habla más que de nuestra propia inseguridad. Preocuparse por otro es trabajar recíprocamente en la construcción de las condiciones para desempeñarnos de lo mejor en lo que más nos gusta. La aparente gratuidad de las artes y las humanidades es uno de sus rasgos más ominosos a la vista de la racionalidad del capital, pero, con todo —y por eso—, esas áreas siguen siendo cultivables, ya que es en ellas donde a menudo surge la pregunta de si no sería necesario transformar la realidad para prosperar, en vista de la aguda conciencia sobre la calidad de vida en un mundo como el actual.
Los límites son creativos, no anuladores del crecimiento humano, e implican siempre la conciencia plena de la otredad, del otro irreductible que nos inventa y se reinventa a sí mismo a partir de nuestra presencia. Lejos de combatirlos, debemos tenerlos en mente y cultivarlos. Ser eficientes implica ser creativos en un mundo de respeto al otro. En caso de error, para eso debemos contar con la ley, la norma, que en una sociedad letrada sólo en última instancia debe requerirse por la fuerza.
Pero he aquí nuestro drama: en una sociedad iletrada la alta calidad relacional, la conciencia de los límites, la creatividad, caen en el sinsentido y desaparecen porque siempre habrá alguien que nos mime, es decir, nos autorice a no comprender al otro y comprendernos, o nos bloquee la posibilidad de crear formas de estar juntos sin anularnos, en suma, de ser mejores.
Yo no propongo un culto a la letra por sí misma; lo que ocurre es que en sociedades complejas y de grandes dimensiones la convivencia depende de formas secundarias de contacto, es decir de una comunicación pese a la ausencia; en eso resulta imposible retroceder: sería mejor que nos volviéramos diestros, apagar la televisión, pensar un poco, leer, saber del otro en sus propias palabras.
No leer es cerrar la puerta al pensamiento. Una sociedad que no piensa está condenada al fracaso. El pacto tácito de no-lectura que nuestra sociedad ha creado con un Estado deficiente es una ruta hacia los más grandes peligros, pero hay un problema anterior: para distribuir la lectura es primordial distribuir el empleo y, por ende, la riqueza. Sólo se lee después de haber comido. ¿Hay que esperar a que lo diga la OCDE?
Un volumen como el que se anuncia para el verano es más que plausible, pero mejor sería si las decisiones que se tomen no acaban reduciéndolo a un instrumento más para aceitar la gestión del gobierno (y fagocitar los recursos que aportan los contactos internacionales).

El cristal que se desdobla

Lorenzo García Vega
(Fragmento)

Cristal muerte
Huidobro

Estar solo con uno mismo, o con Dios, ¿no es como
estar solo con una fiera? En cualquier momento puede
atacarte.

Wittgenstein


JUNIO 1998

Muchas latas de coca-cola. Alguien dice: “Hay un mar de latas.” Pienso en lo que pudiera ser un mar de latas de coca-cola.

Ataduras. Lo que sería vivir en un edificio de viejos.

Recuerdo de la azotea de aquel edificio, en la adolescencia. No me sabía mover. Casi nunca me supe mover.

Automatismo. El piso tercero del esqueleto. / Marsopa, desternillado de albaricoque. / Soy un soñador metilando(?), con razones piedra. / Voy por un lago y hay un pomo. Me desvisto. Todos los círculos: términos que abren la entrada a fachadas paravanes. / Esto lo apunta un anacrónico discípulo de Stefan George, cuando las carcajadas que me aturden. / Es la carga del soltero viviendo en la azotea de la madre. Hubo un tiempo en que estuve muy gordo. / La comida que tengo que botar en el cesto del CONICIT. Estoy en Venezuela y me tengo que ir. / El peso de cuando fui gordo. A uno lo devora alguien: una multitud, un clan. / Ese uno es una mujer, yo soy lo opuesto. Yo me disfrazo, pero me agarran. / Estoy envuelto de verdad.

Escena donde una familia mirando una petición de mano, la observación de unos componentes que pueden calificarse como inseguridades, el grabado con una novia tendida. ¿Detrás de la enumeración que acabo de hacer podría encontrarse, si se supiera hurgar bien, con el diagrama de una sexualidad escondida? Pero ¿por qué surge lo que acabo de decir? ¿Una sexualidad escondida? “Todo induce a creer —decía Breton en el Segundo manifiesto del surrealismo— que existe un cierto punto del espíritu en el que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de percibirse contradictoriamente.”

Estoy cansado de soñar lo mismo y de apuntar que he soñado lo mismo. Sólo que anoche el sueño ha tenido una peculiaridad: los dos temas, repetidos hasta el absurdo, han aparecido juntos: Mamá con su habitual agresividad, y Perla, la muchacha del Instituto que conocí cuando ella tenía quince años, y que en el sueño, por fin, se decide a aceptarme. ¡Qué trabazón puedo tener para, en los sueños, repetir y repetir lo que anoche acabé por unir. ¿Tengo, en el inconsciente, un monótono y cerrado aparatico? ¡Es increíble! Pero no hay duda de que algo muy jodido me debe suceder.
Nunca sabe uno. Siempre hay que estar preguntándose por el posible sentido de lo que a uno le sucede.

Nonsense. Tiene h de prudente. Pero ¿por qué la h puede ser prudente?

Describir a una mujer cuya voz evocase la tienda “El Encanto”. Pero ¿esto puede ser un posible ejercicio para la imaginación? ¿No en absoluto? Pues ¿podría la imaginación establecer un vínculo entre una tienda y una voz femenina? Y si lo lograra, ¿qué vínculo podría establecer?

No puede dormir por la angustia, opresión, que siente. No puede dormir por la sensación de achicharramaniento que lo invade, por las olas de miedo que va experimentando. Pero por fin se duerme. Sueña con un quimbombó. Despierta y se siente mejor. En el sueño, él se ve preparando el quimbombó. ¡Qué raro!

1. Cocina de gas al borde de estallar. La cocina como una armazón futurista. / 2. Digo lo primero que se me ocurre y surge “Los Alpes” (¿éste era el nombre de un lugar —¿una finca?— que quedaba cerca del Central Australia?). / 3. La cocina parece estar en un nivel antiquísimo de vida (?). / 4. Marta no sabe qué hacer con esa cocina.

Título: Tres X han quedado perdidas. Es el título de una posible tarjeta. ¿Qué se podría poner en esa tarjeta?: 1. Una canción de Louis Armstrong que me parece estar oyendo. 2. Una vista del comedor del Hotel Mendía, el hotel que estaba en Jagüey Grande. 3. Y hay una lista que es una sucesión de fases.

Título: Navegación bajo imagen. Bajo este título, ¿cómo se construiría una Cajita?

Sueño. Un colegio de viejos gordos que abusan sexualmente de unas mujeres jóvenes. Son unos diablillos sexuales, unos manipuladores. ¿Podrían ser calificados como gnomos?

1. Rincón martiano celeste agarrado al pipú. / 2. Me estoy vistiendo del Carnaval. No..., del Cardenal. Cierto, del Cardenal. Me estoy vistiendo del Cardenal. / 3. Son cinco copas. Soy un veterano del desastre. / 4. Puto de auxilio o fonda rábano. La sangre de caballo congelado que a uno le extrajeron. 5. Verdaderamente, ya puedo afirmar que no soy el que fui. Ya puedo afirmarlo.

Buscar un orden. Meterme dentro de una disciplina. Y hay otro propósito..., otra cosa que debería poner en práctica; pero se me olvida qué pueda ser. No ando muy bien con la memoria.

En el sueño, por mi descuido, los granos de arroz que están en un plato saltan y van a dar en el ojo de alguien. También hablo, y con ello salta un pedazo de carne hasta caer en el saquito de arroz de un comprador. Al despertarme siento la inseguridad y lo que bien puede ser un sentimiento de inferioridad. Entonces, al tomar la libretica y apuntar esto, me sobreviene el hipo, y con el hipo lo que pudiera calificar como orgánico: la impresión de que está, lo que acabo de soñar, como dentro de mi cuerpo.
Ayer, en el Publix, debido al excesivo calor y al agotamiento, me sentí como si fuese un trapo mojado.

No sé si estaba dormido o si estaba despierto, pero lo que ocupaba mi mente era la idea del suicidio.

¿Cómo sería un relato cuyo título fuera “Las esferas carecen de sonido”?

Acaba de morir el poeta nicaragüense Martínez Rivas. Poco conozco de su obra, pero recuerdo que decía, al evocar a los poetas muertos, de “sus voces como gallos remotos”.
Y estas voces de gallos remotos me llevan, no sé por qué, a las noches sobre los tejados de Jagüey. Lo muy remoto, por cierto.

Un nuevo juego de cama estreno esta noche. Pero parece que me pone nervioso. Ni el Xanac, que tomo siempre al acostarme, parece poder calmarme hoy. Siento como si una lava fuera a cubrir mis huesos.

viernes, 20 de marzo de 2009

Dos poemas

Raúl Renán


CUAN BELLO INTERIOR ERES

Se acomoda en el estuche el alma , no se advierte que porfía
llenar las hendiduras y los apéndices sobrantes. Rodantes el
vuelco momentáneo y el suceso entre la inmovilidad y la
acción, la expresión adusta y el gesto dibujado en los rasgos
del semblante. Ven, cante cuan bello interior eres, sin rostro
y dócil a la forma prestada. Prez y nada. Te expresa lo
sufriente de la vida que estremece, pese a la muralla que
ataja el mal influjo. Sin lujo alguno, a tu queja dolorida
la hiere el sonido de afuera y recibe con las chispas del
pensamiento la desgracia suma del mal decir. Cuál pedir
a quién que colme y castigue. Psique, guarda tu integridad
venida de la Nada inmensa. Tensa la cuerda unida a la trama
del tejido eterno. El ser no.

Viernes 2 enero 1998.



TODA OJOS

¿Irías a ser muda que Dios te dio esos ojos?
Vicente Huidobro


Ser varia en las visiones detrás de grandes ojos. Los dos tan
poderosos que embrujan desde el aire con que la dueña apunta.
Adjunta a su belleza una óptica mágica que agranda a las cosas
pequeñas. Señas de corpúsculos de la tierra crecen corpulentos.
Lentos van de las sales minerales a la feroz hormiga con un tronco
a cuestas. Puestas las migas del sueño al lente doble del mirar,
amenaza con desplomarse peligrosamente. Vente piedad y guarda
de la hecatombe a un mortal. Tal cual se admira y muere en el
mare mágnum de la todo ojos que se dice. Pise el alma de quien
declare cómo se verá en toda ojos un pensamiento.

20 de noviembre 1998.

La faena

Alejandro Badillo
(Fragmento)

Las horas en el bar transcurren monótonas y suaves. Un viejo mira un partido de futbol en la televisión. El detective Lemus fuma con incredulidad. Enfrente tiene un bodegón compuesto por un vaso, una silla vacía y una consumida botella de whisky. Deja el cigarro, mira su punta encorvarse en el cenicero. Entre los cabellos, suspendido a escasos centímetros de los ojos, un rebaño de humo. Aprieta los labios. Mira con decepción sus manos, comprende que ha llegado a un nido de perezosos, un refugio de hombres con dolor de huesos. El verano arde entre los árboles, en las bancas del parque, en las inútiles caravanas de las moscas. Una cumbia que nadie escucha corona la desolación, le saca brillo al polvo. Una mesera zumba entre las mesas, la otra está aletargada, cerca de la barra, como un solitario trazo de acuarela. Lemus suspira: “Yo, el que investigaba los casos más difíciles, ahora con un caso de infidelidad, buscando a una mujer de rizos rojos.” El señor López le ha entregado una fotografía, un fajo de billetes y la consigna de regresar con la evidencia. Desde entonces tiene en la mente los rasgos de la mujer, un matrimonio en descomposición, la posibilidad de alargar la búsqueda para pedir más dinero. La mesera sigue zumbando, ahora sirve caldo de camarón, agua mineral, limones frescos. El bar se impregna de somnolencia: en las paredes se mantiene en equilibrio la blancura, las servilletas huelen a agua estancada. Los clientes, a intervalos, dejan de conversar y se quedan silenciosos, como mosquitos agazapados en el calor, vacas sumergidas en el verano. Lemus observa cómo alzan los vasos al unísono, cómo se dirigen miradas rápidas y nerviosas. Se siente inseguro. Se imagina como una llama votiva, ardiendo en una mesa del fondo, preguntándose, tras los cristales ahumados de sus gafas, a quién sacar información, cómo dar con el rastro de la mujer de rizos rojos. Sin embargo, la atmósfera es apacible: los objetos parecen esfumarse en la luz, los bebedores renuevan con tranquilidad sus tragos. Lemus extrae de la bolsa del saco una foto. Una voz lanza una bravata contra el mundo. Lemus contempla la imagen de la mujer. Trata de imaginar la historia del señor López: desayunos ocupados por larguísimos silencios, noches pasadas a fuego lento; pero Lemus sólo tiene la certeza de una fotografía, la infidelidad como un lento purgatorio. Da un sorbo a su bebida. Espera. Los hielos en su vaso ya no están apretujados: empiezan, lentamente, a desmoronarse. Las luces hacen de la mesa un escenario ajedrezado. Lemus se levanta de la silla y se dirige a la barra. La barra está constelada por decenas de cacahuates, puñitos de sal, el olvidado cadáver de un mosco. Arrima un banco y se sienta. El barman lo recibe agrandando sus ojos. El tiempo le ha descubierto el cráneo aunque las puntas de sus bigotes siguen firmes, apuntando al cielo. En la mano izquierda sostiene un cenicero, en la derecha el trapo con el que lo limpia a conciencia. Lemus aparta un cacahuate, se acomoda el saco, inclina la cabeza. Después de un momento de indecisión, habla muy bajito, como si temiera espantar —con alguna inflexión de voz— un avispero:
—Me dicen que aquí estuvo una mujer de aproximadamente 40 años, de rizos rojos.
El barman deja el cenicero en la barra. El cenicero, libre de oscuridades, refulge como una joya. Después de una breve meditación, contesta:
—Vienen algunas mujeres al bar.
Lemus le extiende la fotografía. Las manos del barman, coloreadas por venas azules y rojas, tocan la imagen, la ponen a contraluz. Los bigotes hienden la penumbra. El barman cierra los ojos. Los hunde en la memoria cenagosa. En la imagen, una mujer sonríe en un día de invierno, bajo un cielo apretujado de nubes. Las nubes, detenidas, dejan escapar manojos de sol. Al fondo, un perro, una sombrilla azul y un parque. En la parte inferior está garabateada una fecha, una dedicatoria escrita con mala letra y que parece una conjura de hormigas, de bichos. El barman le devuelve la fotografía. Lemus mira las botellas alineadas, el ámbar concentrado, dispuesto a aliviar la soledad, el dolor, el hastío. La cumbia termina sólo para dar paso a otra. El barman se encoge de hombros y se queda inmóvil, como una formación rocosa en el desierto. Lemus entiende el gesto y desliza sobre la barra un billete de cien pesos. El barman carraspea, se lleva las manos al cuello de la camisa pero Lemus arquea las cejas indicándole que es su última oferta, que la historia que le cuente debe ser buena. El barman, resignado, le dice:
—La mujer viene al bar todos los días. Llega muy puntual, a las cinco de la tarde. Pide la mesa de la esquina y ahí se dedica a fumar y a remover, con el índice, los hielos en su vaso. Pasa varios minutos mirando a la gente. Después pasea entre las mesas, pide un encendedor, platica con los bebedores. Cuando encuentra al hombre indicado, lo saca a bailar. El baile dura algunos minutos. El afortunado tiene oportunidad de manosear, de susurrarle cosas. Si quiere ir más lejos, la mujer se escabulle. Si insiste, ella emplea la violencia.
A Lemus le parece barata la historia. Sus pensamientos: un embrollo de moscas. Sin embargo percibe alguna dosis de verdad en sus palabras. El barman toma aire, continúa:
—Ayer estuvo en la mesa del rincón, más seria que de costumbre. Mientras preparaba los tragos me la imaginaba convaleciente, a la orilla de un río, mirando el cadáver de un perro. Hubo un momento en que se agitó los cabellos, como si se estuviera sacudiendo polvo de la cabeza. Después de su flirteo habitual, pagó la cuenta y, al pasar por la barra, me dijo: “Tus tragos me ponen enferma.” Después sacó de su bolsa unas gafas oscuras y caminó insegura hacia la salida, tambaleante, como un edificio a punto de derrumbarse, una mujer hecha de insomnio.
—Si lo que me dices es cierto, no falta mucho para que llegue —murmura Lemus después de observar su reloj.
—Creo que elige los hombres al azar. Todavía no he podido identificar qué es lo que la hace decidirse por alguien… —dice el barman mientras arquea las cejas, refuerza la conjetura.
—El estado de ánimo, alguna coincidencia… —aventura Lemus.
—Quizás.
Lemus regresa a su lugar acunando el whisky entre las manos. No cree que venga la mujer, sin embargo voltea de cuando en cuando en dirección a la puerta. El reloj cruza la marca de las cinco de la tarde. Transcurren algunos segundos. Una mujer entra al bar, embadurnada de sol. En sus gestos, huellas de alcohol; en sus pasos, la batalla por no caerse de los tacones. Luce un vestido rojo, ajustado. La tela ha perdido un poco de brillo, algunas porciones de lentejuela. El vestido resalta, de mala manera, los senos diminutos, los hombros cansados; el lento andar, vacuno, que ya comienza a desgastarle el alma, las caderas. Salta al ruedo un comentario obsceno y la mujer sonríe, inclina el cuerpo, como invitando a la faena, sin embargo los bebedores permanecen en sus lugares, como un montón de ciervos indecisos, sin saber si son cazadores o presas. La mujer elige una mesa del centro y se sienta. En el bar las voces se reaniman. La música retoma consistencia y las voces bullen, como agitadas en un caldero. Un viejo celebra, demente, la repetición de un gol en la portería enemiga. Alguien brinda por el fraude electoral de 1988. En la mesa más cercana a la puerta se amontona un coro de rabiosos fumadores, una nube gris les enturbia las siluetas, sólo escapa la levedad de las manos, las voces que parecen serpentinas de humo y que brotan al azar, como esquirlas de luz, resabios de un pequeño infierno. La mesera le lleva un bourbon. La mujer cruza las piernas, clava la mirada en un cuadro, una deslavada reproducción de una playa triste, color sepia, habitada por turistas gordos. Lemus también mira el cuadro, la marejada imprecisa, disipándose por una gruesa capa de polvo. La mujer remueve con el índice los hielos. Da un sorbo lento, casi besa la orilla del vaso. Después, se dedica a prodigar innumerables gestos de orfandad, a remover en la silla el cuerpo desvencijado. Lemus sigue al detalle cada uno de sus movimientos, comprende que la mujer es un campo abandonado, con luz anémica en las mejillas, rodillas salientes y enfermas, la espalda ligeramente encorvada, como si recibiera, en ese instante, el peso de todas sus palabras, del mundo.
No pasa mucho tiempo para que la mujer se anime y lance sonrisas a los bebedores. Sube una parte de su vestido, muestra las piernas temblorosas y descoloridas. Pasea entre las mesas, estrecha los labios, se mueve como si coqueteara en la plaza de alguna ciudad; como si ofreciera, de puerta en puerta, mercadería barata. Se contonea en su apretado vestido mientras busca pretextos para platicar con alguien. Hace preguntas, desecha propuestas, finge interés en los esquivos sueños de los borrachos. Un jovenzuelo afortunado recibe consejos para el amor, un licenciado de lentes apunta el remedio para mitigar la soledad. La mujer sigue lanzando anzuelos mientras el calor arrecia. Los bebedores, a punto de hervir. Sus almas, temblorosas por el deseo. La mujer al fin se decide y toma de la mano a un viejo que, minutos antes, le hablaba a su trago con dulzura. Entre aplausos se dirigen al centro del bar. Las meseras, acostumbradas a estos menesteres, arriman sillas y mesas para improvisar una pequeña pista. Los dos bailan lentamente, casi un arrullo. El viejo se deja conducir como manso corderillo, arrastra las piernas, boquea como un pez que explora aguas bajas. La música invita a un previsible manoseo, a una erección insulsa y silenciosa. El cuadro que languidece, las gotas que perlan un vaso, la mosca que revolotea; son súbitamente iluminados, como objetos instantáneos, componentes de una naturaleza muerta.
Lemus se dirige a la entrada. Escudándose tras los bebedores saca la cámara y enfoca tratando de dar estabilidad a la escena. En la mirilla observa al viejo toquetear las nalgas de la mujer, el principio de lumbre que le llena el rostro. Lemus toma una, dos, tres fotos. La música lleva a los recientes enamorados a un paraje repleto de pastos secos, hecho con burdos pincelazos amarillos. La mujer le compone el cabello canoso, hace un falso cumplido a las arrugas. Recarga la cabeza en su hombro, le murmura palabras descompuestas. Parece contarle de una edad remota, donde los viejos eran pequeños sátiros, patriarcas de una isla retozona, repleta de valles fosforescentes, hogar de mujeres redondas y morenas. La mujer sigue endulzándole el alma con mentiras. El viejo sonríe, continúa el manoseo en las nalgas, las abarca con morosidad, como un ciego palpando una fruta. Al viejo le salen cuernos en la penumbra, en la soledad toca una lúbrica flauta. Lemus toma otra foto: en la imagen una mujer cansada baila con un diablo lascivo, sudoroso, sonriente. “Diávolo Cornuto” le dice la mujer, al oído, adoptando el papel de madre amorosa. El viejo intenta articular una palabra que abarque la felicidad, que le regrese los días blancos de su infancia. La canción termina. La mujer aprovecha la pausa para finalizar el encuentro, pero el viejo trata de retenerla, de apresarla entre sus brazos. La mujer le da un puntapié, le pisa con delicadeza los callos, le dirige una sonora mentada de madre. El viejo se queda a mitad del bar, eleva las manos al cielo; mira, desconsolado, cómo se evaporan las aguas de su isla afortunada. La mujer voltea, sorprende a Lemus tomándole una fotografía. Lemus trata de disimular y va a su mesa. La mujer se acerca con su trago en la mano y le pregunta:
—¿Puedo?
Lemus accede con un movimiento de cabeza. Se siente descubierto. Tiene hormigueos en los labios. La mujer se sienta frente a él, deja su bourbon sobre una servilleta. Lemus percibe en las sienes sangre agolpada; un latido.
—Usted no es el primero que me busca y me saca fotos. ¿Sabe?

jueves, 19 de marzo de 2009

Pentimentos

Juan Manuel Gómez

¿Y me preguntas hoy por qué estoy triste?
De los álamos vengo

Ángel González, “Casi invierno”


La brisa del tiempo
Mueve apenas la piel de durazno
Del lóbulo de tu oreja
Te acercas a mí
Más
Y más
Tal como un día fuiste
Violenta chorrera
Aguacero
Fuerza única
Motor inmóvil
Principio y fin de la planicie vulgar
Que registran los mapas
Y del abismo que de ellos escapa
Arriba y abajo

Blasfemia preciosa

* * *

Te jalé a la pista, Fey
Dije tantas cosas
Te abracé como si fueras todavía
Esa rara flor con que soñaba
Y me hundí
De un golpe
En las arenas movedizas de la memoria

* * *

Una gota de saliva de tu boca
Aleph
Oráculo
Taladro incesante
De pentimentos
Ensordecedores

* * *

Tu pubis
Superficie pulida del cielo
Tersa jungla
Dónde he de morir
Cegado
De sol

* * *

Me pregunto si los besos que te di
Caben en un papel como éste
¿Y los que no te di?
Unos podrás desaparecerlos
Con ayuda del viento
Pero los otros, no
Arden
En mí

* * *

No tengo salida
Lo sé
“Las mujeres toman la forma del sueño que las contiene”
No hay lugar donde pueda esconderme
Pero me queda un consuelo:
Conmigo
Tú también morirás

* * *

Frente al mundo móvil
Floto entre brazos que sostienen niños risueños
O serpientes retorciéndose
Gente
En cámara rápida
Por doquier
Entra a las tiendas
Cruza la calle
Va y viene
Apresurada
Y las palabras pasan
Y se van

¿Cómo detenerlas?
Rondan como mil cuervos la cabeza
Graznan como el caos

De nada sirve
Fumar el humo de su boca
Y que ella lo aspire luego de mis labios
Y los pilares y los muros de mi universo
Se derrumben conmigo

Arrancarme la cara y aporrearla contra el suelo
Mientras mis ojos
En un rostro desencarnado
Fijan las palabras que pasan
Para volver a construir del aire enrarecido
De sus pulmones
Esa prisión de la que ya me había liberado
Y que ahora añoro

De nada sirve

* * *

De lo que resta aún por decir
Blablabla Blablabla
Valdría la pena
Tan solo
“Acércate y levanta la falda sobre tu cintura
Acércate más y libera los pelos ensortijados de tu pubis rubio”
Y continuar el Blablabla con mis ojos en tus ojos
Y el dorso de mis dedos

Pero el invierno se ha llevado las hojas
Y entre los árboles espectrales
No hay nadie

Los jugadores de ajedrez



Gabriel Bernal Granados

It was our friend's eye that chiefly told his story; an eye in which innocence and experience were singularly blended.
Henry James, The American, 1877


En 1876, el pintor norteamericano Thomas Eakins pinta un salón escarlata de su natal Filadelfia, donde dos hombres de la alta burguesía juegan una partida de ajedrez, mientras un tercero, de pie, atestigua la escena. De pocos pintores, como de Eakins, y de pocos cuadros podemos saber tan minuciosamente como en su caso los datos que atañen a la biografía de la obra. En éste, las tres personas que posaron para la pintura son el padre de Eakins, de pie, de nombre Benjamin Eakins, y, de izquierda a derecha, Bertrand Gardel, maestro de francés, y George W. Holmes, pintor y profesor de arte. En realidad, el salón donde ocurre la escena es la sala de visitas de la familia Eakins, que se encontraba en el número 1729 de la calle Mount Vernon, en Filadelfia.
Benjamin Eakins, maestro calígrafo de profesión, era hijo de inmigrantes irlandeses que llegaron a América para dedicarse al negocio de los textiles —el padre de Benjamin, Alexander Eakins, era tejedor—. En 1843, Benjamin se casó con la hija de un zapatero cuáquero, Caroline Cowperthwait; y catorce años después, en 1857, la familia Eakins se mudó a la casa de Mount Vernon, que en adelante se convirtió en el solar de la familia.
Como la mayoría de los interiores retratados por Eakins, Los jugadores de ajedrez es una pintura erudita. Eakins sabe prácticamente todo lo que es posible saber acerca de las personas que informan su cuadro. Muchas veces, a lo largo de los diecinueve años que van de 1857 a 1876, habrá visto a los amigos de su padre reunirse en este salón para tomar jerez y matar el tiempo con una conversación o un juego de mesa. Por su forma de vestir y de comportarse, por la gesticulación de sus manos y el juego de sus pies bajo la cubierta de la mesa, por la suntuosidad misma del salón donde se lleva a cabo esta escena, los personajes de Eakins son el retrato de una Norteamérica que remarca los paralelos ingleses de sus mores. El cuadro —una escena familiar que trasciende los límites de un cuadro de costumbres— estaría planteando esa dualidad, que sigue dividiendo a los norteamericanos respecto de sus pares en la Isla: dos formas de vida distintas con un mismo origen filosófico y moral se confrontaron a lo largo del siglo XIX, acentuando diferencias y similitudes y dejando al descubierto un territorio para el distanciamiento y la reconciliación. De distancia y reconciliación, discriminación y venganza, tratan precisamente las primeras novelas de Henry James, quien estaba escribiendo sobre estos temas al mismo tiempo que Eakins estaba pintando sus testimonios sobre la vida en los Estados Unidos.
El conocimiento de Eakins es, por tanto, un conocimiento exacto y verdadero, y sólo en ese sentido es posible hablar de realismo en su pintura. Un realismo anterior al nacimiento de las vanguardias en Europa, y un realismo excéntrico respecto de los modos de pintar en el Occidente de su tiempo. Eakins estaría más próximo a la pintura de Degas que a la pintura de Manet, sin que se parezca a ninguno de estos dos artistas.
Su mirada es conservadora y profunda, sin que exista paradoja en la confrontación de estos dos términos. No quiere subvertir las formas ni explicar un trasplante de usos y costumbres: no es un pintor revolucionario ni tampoco un historiador seducido por el valor de los detalles. Su enfoque es prácticamente fotográfico, aunque va más allá de la superficie, exaltándola. No obstante la pérdida de la inocencia que supone la práctica de un realismo como el suyo, Eakins es un pintor que no ha dejado de creer, porque el problema que en realidad está planteándose es el de la fijeza y la encarnación de las ideas en la voluntad quieta de los personajes que sirven de modelo a sus obras.
Aunque en esencia parezca suntuoso y saturado debido a la atmósfera intensificada del rojo, el salón de la familia Eakins está amueblado con sobriedad. Mesas, sillas, dos vasos para el whisky, copas, una botella y una licorera para el sherry; un reloj de pared en la repisa de la chimenea que preside, con señorío, la habitación; un globo terráqueo (sucedáneo de los mapas mundi de antaño), una pintura y una pipa, todo dibujado con gran precisión y claridad (vean los reflejos de la luz de las lámparas, cómo se concentran sobre la superficie de los vasos y las copas, definiendo la sensualidad de sus contornos). El color negro del tapiz de las sillas y de los trajes de los tres personajes se armoniza con el pelo negro del gato que se encuentra en el extremo inferior derecho de la pintura, relamiéndose. Esta armonía habla de un interior acogedor y sensual, donde lo que prima es la calidez del negro contrastado con el púrpura de la alfombra, que simula el mismo color de la tierra, teñido de anaranjado y rojo por las hojas que han caído en el otoño.
Para sorpresa nuestra, en esta habitación no hay libros. Si este mismo interior hubiese sido representado por Borges o por Poe, el énfasis hubiera recaído en los lomos de los libros, acomodados en libreros o dispersos, al azar, sobre un escritorio. Cuando mucho, los libros se encuentran insinuados, en esta pintura de Eakins, en el interior de las vitrinas, que son testigos mudos de la batalla de que se está librando en el centro de este escenario. El profesor de francés y el profesor de arte juegan al juego de la guerra de la manera más civilizada posible, es decir, ensayando una estrategia para resultar vencedor. El señor Eakins hace las veces de juez y de testigo —leit motiv, este último, de otras pinturas emblemáticas de su hijo, donde la carne tiene un papel preponderante.
El ajedrez es el pasatiempo por antonomasia de la clase media ilustrada. Eakins lo ha escogido como tema para una de sus pinturas tal vez porque se sintió seducido por el carácter de los dos amigos de su padre, el profesor de francés y el profesor de arte; pero también porque estaba pensando en términos de una dualidad. En este cuadro, la tradición se confunde con la novedad de maneras harto sutiles para generar un nuevo fermento, hecho de afirmaciones categóricas e individuales. Puede que el vestido, la actitud y las costumbres del estrato burgués norteamericano al que pertenecían Eakins y su familia fuesen en todo punto similares a los de los ingleses victorianos de la segunda mitad del XIX, pero también es igualmente cierto que había algo distinto en su forma de encarar los hechos. El padre de Eakins, pese a los modestos orígenes de su familia, era un hombre liberal confiado a los poderes de su propia capacidad de juicio y razonamiento. La confianza con que sus manos se apoyan en el respaldo de la silla y en la cintura de su cuerpo son una revelación de este compromiso con la sangre y el espíritu —el juego de la luz, en el centro, iluminando las cabezas de estos hombres, quienes, no obstante el paso del tiempo, no han perdido ni en apostura ni en decisión, ni en cierta fortaleza y lozanía. Al rendirle un homenaje a su padre, Eakins también le está rindiendo un homenaje a esa nueva tradición norteamericana, que consiste en darle libertad a las voliciones de los hijos para que estos acometan su propio destino.
El ajedrez no es solamente una forma de entretenimiento que reproduce los mecanismos de la guerra; también es una diversión que trata del conocimiento y del papel que desempeña la estrategia en la rendición de un adversario. Hemos dicho que son tres los hombres que aparecen en este cuadro, que los tres están vestidos de negro y que forman parte de un ámbito cerrado. Sin embargo, la figura geométrica que predomina en la composición de la pintura de Eakins no es tanto el círculo como el triángulo. Los tres amigos, dos sentados y uno de pie, constituyen una pirámide en torno a la cual se organizan las demás figuras de la pintura, todas ellas inertes, con excepción del gato. ¿En qué medida cabe preguntarse si éste no será un cuadro sobre el papel que han desempeñado las sociedades secretas de conocimiento en la fundación y la consolidación de un país y de un Estado? Los exploradores y los colonos que vinieron a América en los siglos XVI y XVII no sólo aportaron al nuevo continente sus usos y costumbres, sino también los símbolos de los que se servían para el desciframiento del mundo. Trajeron consigo un conflicto, pero también las herramientas para dirimirlo. Conceptos como el de liturgia e iniciación laicas son imprescindibles para comprender estos periodos históricos, de los cuales seguimos siendo deudores.*
En este sentido podría afirmarse que el cuadro de Eakins involucra una parábola sobre el mundo y las formas de gobernarlo, tal y como se estaba debatiendo en esos años, ya alejados en el tiempo de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos y de su referente inmediato, la Revolución francesa. (La democracia era un fenómeno preferentemente masculino, en la visión de Eakins, Melville y Whitman. Y en este cuadro son tres los hombres que aparecen en escena, sin contar la presencia enigmática del gato.) Así como la sombra prima tanto de un lado como de otro, debido a la iluminación de las lámparas que colman el centro del cuadro, así la liberalidad se conjuga con la prosperidad y el conservadurismo de los norteamericanos de la segunda mitad del siglo XIX. Y la inocencia se mezcla al papel fundamental de la experiencia.
De la forma más evidente posible, es decir, sin modificar la serie de símbolos que informa la escena, Eakins toca el tema de una sociedad que está integrándose en medio de un conflicto.


* Estas sociedades secretas no se limitaban a la existencia de las logias masónicas sino que comprendían a grupos de intelectuales, artistas o letrados en general que se reunían en salones caseros o privados para hacer tertulia. Estos grupos se regían por códigos de entrada y tenían, entre otros motivos para reunirse, una clara conciencia de la dimensión política de los trabajos del espíritu. Los jugadores de ajedrez no es el único cuadro de Eakins donde se insinúa la presencia de estos grupos. Véanse también las clínicas del doctor Gross (1875) y del doctor Agnew (1889).

La fiesta de los coquillards

Víctor Armando Cruz Chávez
(Fragmento)

¡Tengan piedad, tengan piedad de mí
al menos ustedes, mis amigos!
Yazgo en mazmorra, no en alguna fiesta,
en este exilio al que fui mandado
por mi desgracia, porque Dios lo quiso.
Chicas, amantes, jóvenes, recién llegados,
acróbatas, saltimbanquis, bailarines,
rápidos como dardos, como aguijones agudos,
gargantas sonando claras como cascabeles.
¿Lo dejarán aquí, al pobre Villon?
François Villon, Epístola a mis amigos

Yo soy François, aunque me pese,
nacido en París, cerca de Pontoise;
y de una soga de dos metros
sabrá mi cuello lo que mi culo pesa.
François Villon, Cuarteto

Sé que es un motivo de misterio para ti, joven Giuseppe, el hecho de que mi dormitorio siempre permanezca a oscuras, y que esta ventanita que asoma a la ciudad de Orléans nunca se abra. La última vez que se abrió fue cuando viniste a decirme que el invierno estaba concluyendo y que afuera el sol iluminaba los juegos de las palomas y los niños. Esa vez te dije, ¿recuerdas?, que jamás me asomaría por ahí, porque justo enfrente está la plaza Pierrefort. Me miraste perplejo cuando me negué a arrastrar mis pies hasta la ventana y darle la bienvenida a las tempranas señales de la primavera. Lo sabes bien, sólo me limito a abrir apenas la puerta para que una tenue rodaja de luz me permita ver por donde camino, pero por nada abriría esa ventana.
Me he resignado a este convenio con la soledad. Y sólo tú, mi joven seminarista, vienes a visitarme de tarde en tarde, porque quizá te gusta recorrer conmigo esas encrucijadas que son mis recuerdos. Pero creo que es tiempo de que escuches una parte esencial de lo que ha sido mi vida. No te hablaré más de cuando, cansado y sin más caminos que andar, llegué a solicitar el puesto de conserje en este monasterio de Saint Paul, en 1488. Tampoco te referiré lo que ya sabes: mi sumisión a las rutinas de estos frailes y mi ya larga estancia entre patios y claustros. Tampoco repetiré que, al verme ya viejo, me han recluido en esta habitación de la planta baja. No me ha quedado más que aceptar este retiro que me ha impuesto el nuevo capellán. Ya no me permiten barrer el gran patio ni llevar el sahumerio al sacerdote durante las misas. Se han dado cuenta de que en realidad el universo ya pesa demasiado en mis espaldas.
Sabes que me negué a aceptar esta habitación, pero fueron vanos mis ruegos. Todos se preguntaban el porqué de mi protesta a trasladarme aquí. Pero sólo a ti te lo diré y debes prepararte para ello. Un día lejano llegarán a ti otras almas atormentadas para volcar en tu oído sus purgatorios e infiernos. Por eso escucha mi historia a manera de un adiestramiento para tu espíritu, y, aunque falta mucho para que te conviertas en un sacerdote de verdad, es necesario que descubras quién es en realidad tu amigo Alphonse, el conserje.
Nací cerca de París, en 1431, el mismo año en el que los ingleses quemaron, en Ruán, a Juana de Arco, la buena lorenesa. Fui bautizado con el nombre de François de Montcorbier. Pero me impuse después el de François Villon, en gratitud al hombre que patrocinó mis estudios. Fui amante del vino. Fui peregrino sin rumbo, un gran solitario a veces y un camarada de célebres coquillards. Fui un desterrado y un paria. Fui poeta, ladrón y asesino.
Este hombre que te habla se graduó como doctor en artes, en la Sorbona, la cual pisé por última vez en 1452. Ahí ejercí con deleite el arte de la impugnación. Más de un profesor fue humillado por mí en los anfiteatros, y más de uno trató, sin éxito, de conseguir que me echaran. Era yo el gran socarrón, el impetuoso, amado por veinte mujeres pero ignorado por la única que yo amaba: Catalina de Vaucelles, hija de nobles.
Inútiles eran los dardos de letras que yo disparaba para ella. Vanas mis pretensiones ante esa mujer deslumbrante como un glaciar de los Pirineos. Quizá no debería decir que mi amor hacia ella me orilló a cometer mi primer crimen, pero así fue. En 1455 me hice amigo de su confesor, el capellán Fouché. Lo sobornaba cada semana con algunas monedas. Era un viejo avaro que se inmiscuía en la vida cortesana y que disfrutaba de la rutina pletórica de banquetes y vino a raudales. Mi única petición consistía en que el capellán le hiciera llegar cada semana mis atormentadas cartas a Catalina. Por largo tiempo, puntualmente cada siete días, deposité en sus manos tres lustrosas monedas y el papel dolorido de mis garrapateos amorosos. Y él me decía de lo mucho que impresionaban a Catalina mis líneas. Los sábados por la mañana iba yo a su capilla a escuchar las nuevas que tenía para mí. Me animaba a escribir más, a despachar loas a mi amada, quien, según sus palabras, no tardaría en caer rendida a mis pies. Llegó a decir, incluso, que de un momento a otro ella pediría verme.
Y yo era feliz. Y aunque no tenía oportunidad de observarla más que de lejos cuando paseaba en su carruaje acompañada de su anciana madre, yo sentía que el mundo vibraba de dicha alrededor. Hasta que una tarde, en una taberna de Saint Germain, me encontré al mozo del capellán Fouché. Me preguntó si yo era el loco de las cartas a Catalina de Vaucelles. Dijo que Fouché era un mentecato que le debía dos meses de sueldo y que, además, era un timador. Agregó que él mismo, por órdenes de su amo, se había encargado de tirar a la basura varias de mis cartas, y que, por comentarios mordaces del capellán, se había enterado de que la noble Catalina lo ignoraba todo sobre mi correspondencia.
En ese instante bebí una jarra completa de vino y me dirigí, raudo y colérico, a casa de Fouché. Lo encontré cerca del mercado de pieles, a una cuadra de la capilla. Cuando me vio venir mostró su pomposa sonrisa y me preguntó si tenía ya un nuevo poema para mi amada. Le respondí encajándole una daga en el corazón.
Estuve escondido unos meses en la aldea de Maire, cerca de París. Aprendí el oficio de carnicero y me acostumbré pronto al hedor de los puercos. Un año después estaba yo de vuelta en la ciudad, con un nombre falso. No acudí a ninguno de mis conocidos porque seguramente la prefectura aún me estaba buscando por la muerte de Fouché y no quise exponerme a una delación.
En esos días la miseria era atronadora y decidí escapar de ella a toda costa. Desde mis tiempos en la universidad sabía de las excelentes limosnas que los estudiantes nobles depositaban en la capilla del colegio de Navarra, en París. Un domingo, después de misa, ingresé al curato. No había nadie. Era una sala semi oscura y fría, llena de santos corroídos por la polilla. Sobre una mesa estaba el recipiente de las limosnas. Me apresuré a vaciar el contenido en un bolso de cuero. Pero, al intentar devolver el depósito metálico a la mesa, éste resbaló de mis manos rebotando escandalosamente. Percibí el aleteo de las palomas en la cúpula. Con cautela me di vuelta pero, al hacerlo, un funcionario del colegio y el sacerdote que había dado la misa estaban parados en la puerta del curato. Mi primer impulso fue correr y tratar de pasar entre ellos. Pude derribar al sacerdote, pero el funcionario me siguió. Salí de la capilla, pero mientras libraba arbustos y hoyancos en la plaza, se unieron al funcionario otros perseguidores. Una caterva de quince o veinte hombres me detuvo y me arrastró hacia la prefectura al grito de “¡Cortemos las manos al sacrílego!”
Estuve en el calabozo por unos diez días, y por fortuna pude librarme de que me reconocieran como el turbulento Villon, el asesino de Fouché; había yo enflaquecido de modo considerable y la barba espesa transformaba mi apariencia. Una noche me notificaron que el obispo de París había dictado para mí la sentencia de destierro, por el intento de robo de quinientas coronas a la capilla del colegio de Navarra. Y aquí inicia el periodo más inquieto, más lóbrego, pero el más feliz de mi vida.
Después de que fui sacado por las puertas de París, bajo la monserga de los ciudadanos, y bajo la lluvia de proyectiles vegetales, enfile por el rumbo de Orléans para perderme entre los caminos. Muchas veces pernocté a la intemperie, acompañado de las estrellas y los ruidos salvajes de la naturaleza. Caminaba durante el día, alimentándome de las viñas de la región o mendigando pan en aldeas cuyos nombres no recuerdo.
Un mediodía de verano me aparté del camino y me dirigí hacia las riberas del Loire, con la intención de refrescarme un poco. Me allegué a la sombra de un roble y extendí mi cuerpo sobre el frescor de la hierba. Dormité unos instantes, pero en eso advertí el sonido de un carruaje que venía del sur. No le presté mayor importancia al hecho hasta que, más tarde, se oyeron unos gritos amenazadores. Se escuchó el frenar de los caballos y un confuso parloteo. Me asomé entre la hierba: un hombre amagaba al cochero con una daga. Otros dos bajaban a empujones a los viajantes y les exigían sus pertenencias. Bajaron dos hombres viejos, quienes entregaron lo que traían. Los asaltantes observaron que en la parte posterior del vehículo venían dos pequeños toneles de vino. Obligaron a los dos viejos a que los bajaran. “Aprisa, aprisa”, gritaban los forajidos. Cuando creyeron que habían obtenido suficiente, hicieron subir a los pasajeros y ordenaron al cochero que emprendiera la marcha.
Al avanzar el carruaje, habían quedado sobre el camino los toneles de vino y un cúmulo de objetos. De pronto, entre la hierba del otro extremo de la carretera, emergió una mujer que, con rapidez, recogió lo robado en tanto dos de los asaltantes llevaban sobre sus hombros los toneles, bajando luego por una vereda que se introducía en una quebrada cubierta de arbustos.
Minutos después me fui de ahí. La caminata me llevó a una aldea en la que permanecí algunas horas tratando de conseguir comida. Durante mi estancia me di cuenta que un grupo de guardias hacía un patrullaje por la zona. Juzgué prudente irme de la aldea para no ser interrogado o arrestado. Al anochecer me encontraba en un camino desierto, bajo la oscuridad de la luna nueva. Sentí cansancio y me detuve a la vera del camino. En eso creí percibir algo como un murmullo de voces. Pensé en ánimas en pena. Pero, al prestar más atención, noté que el murmullo venía de una dirección, al extremo derecho. La hierba abundante de esas regiones, aunada a la oscuridad, me impedía observar de qué se trataba. Me incorporé ganado por la curiosidad y me adentré en la sinuosidad de una pendiente. Más allá de unos árboles pude distinguir una hoguera. Cada vez más nítidamente, entre la maleza, se perfilaban cuatro o cinco siluetas. Aunque era algo temerario presentarme ante desconocidos en la más completa soledad de la campiña, el hambre pudo más y me acerqué.
Al percibir mis pasos sobre la hojarasca, unos hombres se incorporaron rápidamente y desenfundaron sus dagas. Una sombra se escabulló más allá en la oscuridad. Dos de ellos se acercaron a sujetarme. Con un cuchillo en el cuello tuve que decir quién era yo y qué hacía en estas lejanías. Expliqué mi destierro y dije que, al ver a un piquete de guardias merodear por una aldea cercana, me había tenido que volcar otra vez al camino. Agregué que tenía hambre.
Uno de los hombres fue a indagar si alguien más venía tras de mí. Al comprobar que venía solo, me dijeron que podía quedarme un rato y que me compartirían un poco de pan y tocino. Con cierto temor me senté junto a la fogata. Los otros fueron retomando su charla, sin dejar de mirarme de soslayo. Luego de un rato, una mujer apareció. Inferí que se trataba de la sombra que había huido a mi llegada.
Mientras yo comía, las llamas de la fogata iluminaban alegremente los rostros de los presentes. Supe así que este grupo era el de los asaltantes que había visto por la mañana. Los observé a cada uno: la rudeza de sus miradas y la pobreza de sus vestidos. Eran coquillards, gente al margen de la ley —como yo—, vagabundos y truhanes. La mujer sonreía ante la manera desesperada con que yo acometía un gran trozo de pan con tocino; algo excepcional irradiaba de su rostro, al cual cubrían casi siempre las matas de cabello. Me acercó un vaso de vino, que ingresó a mi garganta en un torrente paradisíaco.
El vino nos hizo abrir la boca. El más sereno de todos, uno muy bajito, dijo con frialdad que eran ladrones y que no solían consentir a extraños. Argüí que yo también era ladrón, pero que me faltaba mucho para mejorar mis técnicas. Les conté lo de la capilla del colegio de Navarra, y de cómo me llovieron las verduras cuando un piquete de guardias me conducía a las puertas de París para echarme al destierro. Más tarde recité unas sátiras en contra del obispo de esa ciudad y todos rieron a carcajada suelta. Algún otro refirió anécdotas delictivas y los minutos fueros pasando bajo una deliciosa marrullería.
Ésa fue la noche en que conocí a los camaradas con los que vagué por el norte de Francia por casi un año. No tuve problemas en adaptarme a esa vida errante en la que ejercimos el crimen en la soledad de los caminos. Pronto me convertí en parte de esa ralea marginal cuyo único objetivo era mantener a raya el hambre y saciar la sed gracias a las forzosas donaciones de los viajeros. Los nombres de mis cofrades eran Regnier de Montigny, Guy Tabarie y Colin Cayeux. La mujer se llamaba Dominique, hermana menor de Regnier.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Una parada sobre el Ponte Vecchio

Boris Pahor
Traducción de Juan Leyva

Ocurrió hace dos años, pero no tiene importancia, porque es como si hubiera sido ayer.[1] En todo caso, en esos días estaba la muestra “Rafael en Florencia”, en el Palacio Pitti, y le propuse a Živka que fuéramos. No es que soñara encontrar un Rafael desconocido, al contrario: en lo que toca a pintores hubiera preferido, por ejemplo, visitar una exposición de Chagall. Ahora, si se piensa en lo que ofrece la pintura contemporánea, Rafael es ciertamente adecuado para levantarnos el ánimo. Y, así, decidimos que tomaríamos el rápido para quedarnos una noche en Florencia y al día siguiente estar de vuelta en casa.


La mañana del viaje nos fuimos a la estación sin prisa: para el rápido se necesita reservación, o sea que los lugares nos esperaban. Nótese: los lugares.
Cuando subimos al vagón el asiento contiguo al de Živka estaba libre, y así fue durante todo el viaje; en cambio, junto a mí estaba sentado un señor alto y elegante, el cual, cuando Živka se sentó frente a mí, le sonrió. Y era natural, porque Živka incluso ahora, aunque ya no es una jovencita, se parece muchísimo a Ingrid Bergman.
¡El poder de la belleza! Indiscutible. Pero hasta ella —quiero decir, la belleza— a veces debe ceder el paso a exigencias más apremiantes.
De hecho, mientras explicaba a Živka que sólo había tomado la guía del Touring Club Italiano para refrescarme la memoria en caso de que pudieramos ver algo más aparte de la muestra de Rafael, el señor de mi izquierda empezó extrañamente a agitarse, dominado por una insólita impaciencia. Y debo confesarlo desde ahora: tuve de inmediato la sensación puntual de aquello que le ocurría pero, al mismo tiempo, me dije que no debía emitir un juicio apresurado.
Sin embargo, poco después el señor no pudo resistir más: se alzó de pronto y salió del compartimento. Pero como justo entonces el tren se había movido, pensé que la impaciencia de nuestro vecino podía muy bien deberse a causas fisiológicas. Era posible, pero dudaba que así fuera, e incluso se lo dije a Živka: “Si no me equivoco, es nuestra lengua eslovena lo que ha hecho marearse a este señor.”
“¡Pero si no has hablado más que de Rafael!”
“Sí, pero Rafael es por completo inocente.”
“Así lo espero”, concluyó.


Y retomé la guía del Touring, pero fue inútil: no lograba concentrarme. Pese a mi voluntad, el pensamiento fluía a lo largo de siglos, de todos esos siglos que han transcurrido desde que nosotros, los eslovenos, nos instalamos a la orilla del mar. Y volví a ver las firmas de nuestros antepasados triestinos sobre el documento de sumisión al duque Dandolo, en 1202; volví a ver los edificios que ellos poseían en la calle Cavana, en la Riborgo, entonces “la calle grande”. Tuve de nuevo ante mí a Primož Trubar, alumno —en el siglo XVI— del obispo Bonomo, quien le comentaVirgilio y Erasmo en italiano, ale­mán y esloveno. Ah sí, nuestro querido Trubar, que después, en Tubinga, publicará el primer libro esloveno. Pero fue en verdad perspicaz —pensé— el obispo Bonomo al prever, ya entonces, que Trieste se convertiría en verum emporium Carsiae, Carniolae, Stiriae et Austriae.


Y de pronto Živka me dijo: “Está ahí.”
“¿Quién?”, le pregunté.
Živka sonrió. Yo mismo lo había olvidado: andaba a cuatro siglos de distancia.
“Está ahí, cerca de la puerta”, respondió Živka, “y nos observa”. Y se veía un tanto divertida. Ella es así, heredó el carácter de su padre, toma siempre el lado bufo de las cosas. Además, ni siquiera yo andaba de mal humor; puede que algo inclinado a discutir, sí, pero qué le he de hacer, no es otro mi carácter. Y hubiera querido girar la cabeza para mirar de frente al extraño sujeto, pero las reglas de monseñor Della Casa me lo prohibían.
“Continúa allí”, dijo todavía Živka. “Te tiene puestos los ojos.”
En efecto, me parecía sentir su mirada en la nuca, y no puede decirse que tal cosa me gustara; al mismo tiempo, sin embargo, sentía una sincera compasión por aquel individuo que seguía a mis espaldas y de pie, y parecía estarse transformando en un fantasma. Aun así habría querido llamarlo, decirle que volviera a su asiento, porque de esa manera habría podido hablarle de los escritores eslovenos de Trieste, de Svetokriški, de la correspondencia eslovena de la baronesa Maria Isabella di Levstik, y de Cegnar y Marica Nadlišek en el xix, de la pléyade de literatos en el XX, de nosotros, en fin, que estamos aquí, muy visibles y tangibles.
“Se fue”, constató Živka, y se volvió a leer el Corriere della Sera, que había comprado en la estación antes de salir. Y así quedaba ya olvidado el viajero fantasma. De hecho, Živka lee el periódico con especial atención, y hasta en eso se notan las huellas que le ha dejado su tradición austriaca; mientras que, en mi caso, las dos culturas latinas —italiana y francesa— son las que me marcan.


Sin duda, estaba contento de que el desconocido se hubiera ido, aunque no dejara de sentirlo presente. Pero, mientras —habiéndome acordado de que la guía mencionaba Santa Croce—, de un salto me volví a ver entre los estudiantes que hacía tiempo había acompañado a Florencia. Eran alumnos del Instituto Magisterial de Lengua Eslovena, estudiantes del último año (a las puertas del examen de bachillerato, en el caso de los más jóvenes). Cierto, en Florencia me atendían mejor que en clase, desde el punto en que les mostraba sobre el sitio mismo aquello de que se había hablado en las lecciones. Y además, esas muchachas en blue jeans estaban siempre dispuestas a cantar, a la rivera del Arno o, más tarde, bajo la torre de Pisa, e incluso durante el largo trayecto de regreso a Trieste.
Bueno, la vuelta no fue precisamente eufórica, porque en nuestra ausencia habían puesto un explosivo sobre una ventana del instituto. Y sólo por casualidad el conserje lo había descubierto a tiempo. Ya, pero estamos acostumbrados a regalos semejantes, si bien, por fortuna, a últimas fechas no ocurre tan seguido. Sí, pensaba justo en nuestros estudiantes, que podían familiarizarse con los escritores eslovenos lo mismo que con los italianos. Leían conmigo la Divina comedia en el original, pero podían acercarse a Alighieri incluso en la traducción eslovena. Ahora, no tenemos una nueva —completa— mejor que la de Gradnik, que era, sí, un gran poeta, pero traducía mejor a Leopardi. Cosa magnífica, decía, pero si los estudiantes italianos de nuestra ciudad pudieran conocer a Prešeren, Gradnik y Kosovel, entonces nuestra vida sería un verdadero paraíso. Sí, Kosovel, por ejemplo: ya que Seghers lo ha publicado en la colección de los “Poètes d’ajourd’hui”, ¿por qué no podría cruzar el umbral de los liceos italianos?


Y como reclamado por mis pensamientos, el señor de mirada colérica reapareció y se sentó, pero ahora junto a la ventanilla, donde había lugares individuales. Estaba ahí, a un metro y medio de distancia, e insistía en una mirada llena de reprobación, aunque como velada de sufrimiento.
Entonces me pregunté qué cosa debiera hacer. ¿Dirigirle la palabra? Sí, pero ¿cómo empezar? ¿Con una pregunta? ¿Con un comentario? La sombra en sus pupilas habría debido convencerme, porque me daba muy bien cuenta de qué era lo que yo necesitaba decirle. Mire —habría dicho—, todo se inició en 1848, cuando los pueblos comenzaron a tomar conciencia de su identidad. Incluso nosotros dejamos de considerarnos una plebe sin historia, un pueblo de puros campesinos, estibadores, criadas y nodrizas. Y fue entonces —en el momento en que empezó a surgir la burguesía triestina eslovena— cuando también dio inicio la lucha de ustedes en contra nuestra; su odio, ah sí, su odio. Se resistían a admitir que estábamos tomando conciencia de nosotros mismos, porque hemos estado siempre aquí, buen Dios, “nos hacíamos notar”, como dijo Slataper. Pero dado que ustedes eran tercos y no querían concedernos una escuela eslovena en Trieste, nos construimos una por cuenta nuestra, privada. Y un edificio para las manifestaciones culturales, uno grande y bello, diseñado por Fabiani. Y así nos impusimos económica y socialmente. Y no otra cosa. Pero luego llegó 1918 y entonces todo cambió. Cuando nos hicimos ciudadanos de Italia, las cosas se pusieron mal para nosotros; con la dictadura negra todo se vino abajo, pues. Ya en 1920, de hecho, fue incendiado el palacio de Fabiani, luego siguieron las casas de la cultura en los suburbios. Después nos cambiaron los nombres y apellidos. Y así —porque nos rebelamos— terminamos tras las rejas y frente a los pelotones de ejecución. Durante la Segunda Guerra Mundial el desastre se amplió incluso a Eslovenia: pueblos incendiados, campos de concentración, aquél de Rab-Arbe en primer término. Pero basta, pongamos punto aquí, porque luego fue su regreso, aquella calamidad inaudita; esa hecatombe que nos duele y que reprobamos, y que sentimos tanto más viva porque incluso nosotros los eslovenos fuimos fuertemente afectados por aquellos excesos revolucionarios. No, en lo que ocurrió en mayo de 1945 la población eslovena no tuvo nada que ver. Lo mismo puede decirse del éxodo de ustedes de Istria. A eso somos completamente ajenos, pero resulta fácil comprenderlos porque después de 1918 muchísimos de los nuestros tuvieron que marcharse. Eso: la historia nos ha puesto a todos a prueba, a ustedes, la comunidad mayoritaria, y a nosotros, la minoritaria; nuestra tarea, ahora, es actuar de modo que podamos reunirnos en una sabia convivencia. Levi-Strauss afirma que no existen pueblos-niños, por tanto podríamos, aquí entre nosotros, vivir de igual a igual.[2]


Pero en aquel momento el viajero inquieto se fue de prisa, no sin lanzarme antes una mirada llena de censura. Una mirada injusta, sin duda, porque las dos o tres veces que me había vuelto hacia donde se encontraba en mi expresión había una clara disposión al diálogo.
He aquí por qué decidí no interesarme más en él. Era ya medio día y tomamos un ligero almuerzo; y eso, cuando viajo con Živka, sale siempre a la perfección, porque sabe preparar las cosas con arte. Y además los restaurantes no me entusiasman, y mucho menos en el tren. No sé, una reminiscencia de los campos nazis quizá. Pero dejemos eso. Luego intercambiamos nuestras lecturas: Živka tomó la guía del Touring y yo el Corriere della Sera. Ah sí, la tercera página: debe ser de mi gusto, si no el periódico pierde todo su valor. Bien. Pero no recuerdo qué cosa había ese día en la tercera página del Corriere, solamente sé que apenas me había inmerso en la lectura cuando Živka, alzando la vista de la guía, murmuró: “Ha vuelto.”
Yo sonreí y moví ligeramente los hombros.
“Está ahí, cerca de la puerta, y nos mira.”
“Si él está a gusto…”, dije, y regresé a leer.


Ya habíamos pasado Bolonia, y yo sentía cierta comodidad al pensar que pronto estaríamos libres de aquella presencia insólita. Porque seguía ahí, mi nuca me lo confirmaba, sólo que para mí la cuestión se había terminado. En verdad lo estaba ya al momento de salir de Trieste, y no obstante le había dedicado no poco de mi tiempo. Ahora basta, me dije. Pero sé bien en qué cosa pensaba durante el trayecto de Bolonia a Florencia. Tarde o temprano llegaremos a crear la Europa de las Regiones con que soñaba Denise de Rougemont, una Europa en la cual mis amigos occitanos, bretones, alsacianos y todos los otros, todos los que se esfuerzan en salvar sus lenguas amenazadas, verán reconocida su identidad.[3] Y por tanto nosotros —nuestras dos poblaciones, que viven en simbiosis desde hace una docena de siglos— estamos llamados hoy a preparar la Europa del mañana. Todo el resto es falso, todo el resto es patológico: tanto los eslovenos que reniegan de sí mismos en ocasión de los censos de población, como —del otro lado— aquellos que cierran los ojos para no vernos. Bien, cuando Živka y yo bajamos del tren en Florencia, el extraño señor estaba de pie cerca de la salida. Intenté leer en sus rasgos la disposición de su ánimo pero no lo logré. Se mantenía el rencor en sus ojos, cierto, pero al mismo tiempo estaba como sorprendido de que, no obstante, fuéramos a ver a Rafael. Y, lo confieso sinceramente, sentía mucho que estuviera tan desconcertado a causa nuestra; pero en verdad no podíamos hacer nada.
¿Y luego?
Luego todo fue maravilloso, como siempre en Florencia, y más en primavera. Y estaba Rafael. Sus madonas. La belleza en estado puro. Sí, pero en Florencia la belleza se halla por todas partes, y cada vez que voy yo trato de atrapar la mayor posible y detenerme un instante sobre el Ponte Vecchio.
Incluso en aquella ocasión fue así.
Sólo que cuando me detuve cerca del antepecho y descubrí a mi diestra los muros amarillentos de la vieja casa que se apoya sobre los arcos a ras del agua, volví a ver a las estudiantes en blue jeans que habían cantado en honor del Arno. Y al ver de nuevo a aquellas alumnas del Instituto Magisterial Esloveno me recordé a mí mismo en clase mientras estaba explicándoles las cinco razones que —según Dante— nos empujan a renegar de nuestra lengua y preferir otra. Era necesario que los estudiantes supieran comentar aquellas páginas del Convivio, en eso yo no transigía en absoluto, no había opciones. Y sobre todo subrayaba el rigor con que Dante marca a fuego la bellaquería, que es, según él, la más infame de las razones que impulsan a traicionar la lengua materna; la cual, dice, s’è vile in alcuna cosa, non è se non in quanto elli suona ne la bocca meretrice di questi adulteri.
“Si es vil en algo, no es sino cuando suena en la boca meretriz de estos adúlteros”, dije en voz alta.
Živka me miró sorprendida; conocía bien aquel pasaje del Convivio, pero no estaba habituada a oírme declamar.
“Necesitaba citarle esta sentencia de Dante”, dije entonces, pero volviéndome no tanto a Živka como al Arno —que corría bajo mis ojos.
“¿Citársela a quién?”, preguntó ella.
“¡Pues a aquella especie de fantasma del rápido!”
“¡No!”, dijo Živka “¿Pero todavía sigues pensando en él?”
Y se apartó del antepecho porque estaba impaciente por ir a ver “El Oro de los Etruscos”. Y yo la seguí. Con trabajos si podíamos ir juntos debido a lo apretado del desfile de turistas, pero cuando logró safarse de la multitud que la empujaba y golpeaba, fue la propia Živka quien dijo: “¡La cosa más absurda de todo este asunto es que si contáramos la historia de ese señor que, a causa de nuestra plática en esloveno, abandonó su lugar desde Trieste a Florencia, nos dirían que la hemos inventado de punta a punta!”
Y así —como se puede ver— volvió a hacerse verdad que con frecuencia la realidad es mucho más increíble que la ficción.


[1] Este cuento, como toda ficción de Pahor (Trieste, 1913), fue escrito en esloveno, pero el autor lo reescribió en italiano para la edición en esta lengua de su libro Kres v pristanu (Il rogo nel porto [Incendio en el puerto], 2001, 2008), cuyas ediciones originales datan de 1959 y 1972. Sólo uno más de los trece relatos del volumen fue reescrito por el autor en la lengua de Dante: “Fiori per un lebbroso”, y no es casual que se refiera también a los problemas de represión contra la minoría eslovena de Trieste a cargo de grupos civiles italianos y del propio Estado, en especial el fascista. Como hace ver la película de Spike Lee, Miracolo in Santa Anna (2008) —aún no estrenada en México—, y los acontecimientos mismos de la Italia de hoy, la discriminación y el ataque a minorías en la península esperan una profunda reflexión que los italianos no han acabado de afrontar, si bien ya muchos han emprendido el esfuerzo (las traducciones de Pahor a partir de 1999 son una prueba). La discriminación étnica, claro, es un problema mundial, y éste es sólo un caso que el autor triestino quiso llevar de nuevo a las prensas, ahora en italiano, la lengua que sólo acabó de aprender en su juventud —luego de vencer resistencias, ya que de niño había sido obligado a adoptarla— y de la que ha sido profesor en Trieste desde 1953, una vez graduado en letras por la Universidad de Padua (1947) y superado el peregrinaje por la clandestinidad, los campos de concentración y los hospitales. Junto con Claudio Magris, Pahor es uno de los escritores más reconocidos de Trieste, aun fuera de Italia (su obra apareció con frecuencia, no sin polémica, en la ex Yugoslavia, y se sigue leyendo en Eslovenia; desde hace muchos años se publica en Francia). (N. del T.)

[2] En un capítulo de El infinito viajar, Magris ha contado algo de la otra cara de la moneda: el éxodo de Istria y las vicisitudes de los italianos en la zona croata de la ex Yugoslavia, pero —subraya en su prólogo a Necropoli, el más reciente libro de Pahor traducido al italiano (2005 y 2008)— la diversidad y sus problemas en la zona del Golfo de Trieste deben verse sin nacionalismos de cuño fundamentalista, y toda particularidad, como un valor a defender, mas no como un valor supremo. (N. del T.)

[3] Pahor es presidente de la Asociación Internacional para la Defensa de las Lenguas y las Culturas Minoritarias, a la que pertenece desde 1966. (N. del T.)

El arquitecto

Bernardo Carvalho
Traducción de Idalia Morejón Arnaiz

Tuve la idea de esta ciudad sentado en el inodoro, con constipado. El baño era muy pequeño y convencional, era como todos los baños, con azulejos beiges en las paredes y losas marrones en el suelo. Todas las piezas eran también marrones. Pero eso no quiere decir nada. También conocí otros baños. Fue observando las formas que de repente llegué a la conclusión de que todo aquello, agigantado, podría ser una ciudad. Desde donde estaba sentado veía a la izquierda el bidet y, más adelante, el lavamanos debajo del espejo rectangular. Para comprender la ciudad es importante saber exactamente dónde estaba situada cada cosa. Nunca pensé en hacer de ella mi obra. Hoy, cuando atravieso y confirmo aquí y allá las mismas proporciones del baño —en una escala millones de veces mayor, evidentemente—, nadie me reconoce. No saben que soy el responsable del modo como viven y, más que eso, por su sobrevivencia. Hoy, cuando la atravieso, veo el gran estadio –la arena, como le dicen- donde quedaba el bidet, y el palacio de gobierno donde estaba el lavamanos. Tampoco nadie reconoce en esos inmensos edificios las formas de un baño. Todo lo que se les da pierde el origen. No se ven a sí mismos. Después dicen que no saben de dónde vienen. Es lo que van a decir dentro de algunos años, si es que aún no lo dicen. Hoy dicen que el palacio de gobierno está en lo alto, suspendido, para evitar una revolución. Toda la oposición repite la misma cosa. ¿Cómo es posible que no vean que toda la ciudad estuvo inspirada en un baño, y que el palacio de gobierno, por ser el lavamanos, sólo podía estar más arriba? ¿No te das cuenta? Quieren decir que fui ideológico, pero ya ni saben quién fui. Hablan de quien indefinidamente construyó la ciudad, como de un ente superior, abstracto, contra el cual se rebelan. No saben lo que hacen. Cuando atravieso los parques y plazas que se suceden, recuerdo exactamente el día en que los concebí, en verdad una noche, mirando los dibujos circulares que las losas formaban en el suelo. Tal vez ésa haya sido mi idea más brillante en la urbanización de la ciudad. Las losas eran de un mal gusto inigualable, pero su composición, de cuatro en cuatro, me llevó a la idea inicial de lo que hoy tal vez sea lo más agradable de todo. Cada losa tenía una franja convexa que la atravesaba, sin cortar los dos lados consecutivos, y contorneaba un pequeño cuarto de círculo en una de las esquinas del cuadrado (el hombre dibuja en la tierra para la mujer):


No es que el dibujo fuera especialmente inventivo u original. Pero mi apropiación de él llegaría a serlo. Montadas de cuatro en cuatro, esas losas formaban círculos y rombos con los bordes cóncavos intercalados. Estos últimos estaban formados por las mismas cuatro losas que hacían los círculos, sólo que dispuestas de manera invertida, con los centros hacia fuera (mientras habla, el hombre dibuja en la tierra para la mujer):


Percibí de inmediato que las inversiones, aparentemente un desorden en la composición, que podría haber sido sólo de círculos, estaban allí para romper la monotonía, disfrazarla al menos, y que la perfección del funcionamiento de la lógica de las formas estaba en esa aparente imperfección. Los círculos, por tanto, serían las plazas, con fuentes en el centro, un gran espacio para transeúntes alrededor y, por fin, representados por las franjas convexas, cuatro bloques de edificios curvos, segmentados en los cuatro puntos cardinales por la intersección de las losas. De cada uno de esos intervalos saldrían dos franjas divergentes y curvas que conducirían a las intersecciones de otros círculos, dispuestos en diagonal con relación al primero. Hoy esas franjas divergentes y curvas son caminos en medio de los bosques y parques que se intercalan con las plazas, y están formados por la inversión de las losas. Toda esa composición modal articula lo que podemos llamar, por analogía, el piso. Son cerca de trescientos kilómetros cuadrados, no me dieron más, que componen la base sobre la cual se yergue la ciudad. Ni siquiera recuerdo cuántos parques y plazas hay, ya que son tantos. En medio de ellos fue construida la arena, donde tienen lugar los grandes encuentros, los juegos y las representaciones. La semana pasada, un hombre fue allí a contar su historia y a cantar unas boberías. La arena se repletó para escuchar su testimonio, pero parece que no llegó a decir nada y murió horas después. Esto ocurre una vez al año. Como promedio. Siempre hay uno u otro que muere sin decir nada. Entre las grandes construcciones, además de la arena y del palacio de gobierno, está también la cisterna —o lago, como le dicen— donde se encontraba el inodoro, y con idéntica forma. La cisterna acumula toda el agua de la ciudad, luego de haberla rescatado del interior de la tierra. También está el sector de las máquinas, el complejo industrial que genera energía y regula el funcionamiento de la ciudad. Queda donde estaba la bañera, a la derecha del inodoro, y está separado del resto de la ciudad por lo que ellos llaman cortina, una gigantesca placa divisoria de un vidrio especial que fabrican allí mismo, y hay gente que ni sabe que existe porque no lo ve. Es lo que evita que los residuos industriales contaminen al resto de la ciudad. Fuera de los edificios circulares de las plazas y las grandes construcciones, el grueso de las habitaciones fue colocado en la vertical, a lo largo de lo que en el baño eran las paredes de azulejo. Ahí tal vez esté mi segunda solución más brillante. En el baño, entre azulejos lisos, había secuencias diagonales con motivos florales. Hoy son jardines suspensos, parques verticales. Hace mucho tiempo que no los visito, pero los veo de lejos, y de lejos pueden parecer verdaderos paraísos. La idea era romper con la claustrofobia y el vértigo de esas habitaciones verticales, donde vive la masa, y creo que lo conseguí, si es que lo que ellos dicen es verdad. Toda la ciudad está cercada por esas paredes de parques y habitaciones verticales. Las intersecciones de los azulejos sirven de elevadores individuales en la vertical —pequeñas cápsulas una tras otra y en movimiento continuo— y esteras rodantes en la horizontal. Cada azulejo representa un conjunto habitacional, aunque ya ni tengo idea de cuántas familias viven allí. Sé que no debe ser una maravilla, pero en esas circunstancias, sabes, traté de hacer lo mejor. El cielo —que también es llamado de techo— reproduce la ilusión de un azul celeste y la de las nubes. En el centro hay una lámpara capaz de filtrar y reproducir la luz y el calor del sol del lado de afuera a cualquier hora del día, aunque manteniendo siempre una estación intermedia, entre la primavera y el verano. Porque estamos en subterráneo. Mientras más uno se aproxima al cielo, mejor se ve todo el sistema climático, concebido por un gran físico de cuyo nombre no me acuerdo, y que murió poco antes de la inauguración de la ciudad, por eso nadie sabe que fue él quien lo hizo todo. Cierta vez oí decir que del centro de la lámpara se puede llegar a la superficie de la Tierra por un canal paralelo al que filtra el calor exterior. Pero no creo que se hubieran arriesgado hasta ese punto. Cualquier contacto con la superficie podía acarrear la destrucción de toda la ciudad. Cuando presenté mi proyecto inspirado en el baño, no creía que ellos realmente tuvieran la intención de construirla. No pensaba que acabaría viviendo aquí. Hoy puedo decir que soy feliz en la ciudad. Vivo en un apartamento de buen tamaño —por lo menos para mí, porque Mónica se fue—, en el número 42 de la plaza 15. Todos lo cuartos dan al fondo. O sea, al parque que está entre la plaza 15 y la 17. Hace algunos meses decidí ir allí, porque desde mi ventana vi una cosa extraña la noche anterior. Alguien caminando con una linterna entre los arbustos, buscando alguna cosa. De noche raramente hay gente en los parques, ya que no hay luz, y la persona en cuestión caminaba exactamente en dirección a un punto que, arquitectónicamente, nunca conseguí resolver: el cuarto de círculo de las losas que en las plazas acaba formando las fuentes, pero en los parques queda suelto, perdido. Aquello me dejó loco, me dolió mucho que alguien caminase de noche alrededor de aquel punto no resuelto en la articulación de los parques. Como la ciudad no debe tener carros, aquellos cuartos de círculo perdidos fueron concebidos inicialmente como respiraderos de una red de transportes subterránea, pero después llegaron a la conclusión de que, mientras menos se desplazasen las personas, mejor sería la calidad de vida. Por eso todo el mundo sólo anda a pie y los cuartos de círculo quedaron perdidos en medio de los parques, sin función. En verdad, ni siquiera los respiraderos llegaron a ser construidos. Existía apenas el proyecto y pequeñas plataformas justo atrás de donde vivo. Esa persona no podía saber que yo supiese, que yo era el arquitecto y vivía justo allí atrás. Es verdad que la vegetación creció en los últimos años, pero yo sabía que ella todavía estaba allí, como las demás, una pequeña plataforma de concreto, una placa, señalando dónde debían comenzar las obras de la red subterránea. Desde el balcón de mi apartamento, en el quinto piso, veo apenas los arbustos, los pinos, el sauce y algunos cipreses. Después de ver la luz rondando el lugar donde debía estar la plataforma en medio de la noche no conseguí dormir más. Ni siquiera con las píldoras. Por eso decidí ir al parque. Al día siguiente tomé el camino norte que conduce a la plaza 16 y lo abandoné después de los primeros metros. Caminé por el césped, subí una pequeña colina y me adentré en el bosque. Fue imposible encontrar la plataforma. ¡Me quedé rondando por todas partes y nada! Fui yo quien construyó la ciudad, debía saber dónde estaba la plataforma. Y era allí mismo que debería estar. Pero no estaba. Comenzó a oscurecer y tuve que abandonar la búsqueda. Fue cuando vi las ventanas de mi apartamento a unos quinientos metros y la luz de la sala que olvidé encendida, e imaginé cómo sería verme desde allí. Recordé también que tenía una cena y regresé corriendo. Cuando estaba saliendo de casa, ya en el pasillo, oí sonar el teléfono, pero no volví para atender. Debía de ser Mónica, después de dos meses sin noticias suyas. Diseñé esta ciudad para una joven bonita, como tú. Su nombre era Mónica. Nos encontrábamos en el parque, caminábamos juntos, ella empujando un cochecito de bebé. Un día le pregunté qué le parecía la ciudad, que había hecho para ella, caminando a su lado, mientras ella empujaba el cochecito. Me miró, sonrió y continuó andando. Pero no volví para atender. Estaba muy atrasado. Llegué a la cena casi a las diez. Ya todos habían llegado. Sólo conocía a algunos. La cena fue servida en una mesa muy grande para los veinte invitados. Hacía tiempo que no comía así. Me senté al lado de una mujer de cabellos castaños que le caían sobre los hombros; decía que se le estaban cayendo a montones y ya no sabía qué hacer para que parasen. Una mujer de ojos pequeños como los de las mujeres de la superficie, que los tienen así a causa de la luz tan fuerte. Una mujer muy simpática, que me habló del hijo, todavía bebé, de su familia, de la hacienda que tuvieron, me imaginé que habría sido en la superficie, del sueño de volver a ver un día el sol de su infancia. Le dije que Mónica también decía lo mismo. Me preguntó quién era Mónica. Le dije que no la veía hacía dos meses. Salimos juntos y juntos descubrimos, a mitad del camino, mientras caminábamos, que vivíamos en el mismo edificio. Su apartamento también daba al fondo, al parque. La acompañé hasta su puerta, en el tercer piso, y continué subiendo hasta la mía. Antes de despedirnos, me dijo que necesitábamos vernos con más frecuencia, ya que vivíamos tan cerca. Yo asentí sin darme cuenta aún de que si vivía en la misma ala y tenía el mismo parque bajo su ventana, tal vez hubiese visto la misma luz que yo había visto caminando en medio de la noche alrededor de lo que —sólo yo sabía— debía ser la placa, cubriendo el único punto no resuelto de toda la lógica urbanística de la ciudad, como un tragante, el punto ciego. Sólo pensé en eso cuando ya había llegado a casa y miraba por la ventana el parque completamente oscuro en medio de la noche. Pensé en telefonear para preguntarle si no había visto allí una luz en medio de la noche como yo la vi, donde yo sabía que estaba la placa. Pero recordé que no había anotado su número de teléfono. Al otro día dejé una tarjeta debajo de su puerta. Una tarjeta extremadamente tímida, proponiéndole que nos encontrásemos algún día. Me llamó dos días después, dijo que había estado ocupada y que por eso no había llamado antes. Nos reímos muchísimo y acordamos cenar al día siguiente en su casa. Abrió la puerta con la misma elegancia con que me había contado sus historias durante la cena, con que había bebido vino y hablado de la superficie, con que había atravesado las plazas a mi lado en la madrugada, como Mónica. Ella usaba el mismo vestido y yo el mismo traje. Al entrar fui atraído por la ventana que enmarcaba el parque, de donde venía una ligera brisa, y por el pensamiento de que ella también debía haber visto, sin duda, la luz caminando en medio de la noche, como yo la vi. Me fui acercando a la ventana y toqué el alféizar. Me dijo que era una hermosa vista y yo que era igual a la mía. Me miró con la misma expresión tan elegante y nostálgica de la cena, mientras hablábamos de tantas cosas, de las mareas en la superficie, por ejemplo, de la primera vez que vio el mar. Después puso un disco y restalló los dedos. Dijo que estaba feliz por vivir allí, mirando los árboles. Le pregunté dónde estaba el hijo y respondió allá dentro, está durmiendo. Caminó hasta la ventana y puso las manos en el alféizar. Dijo que ésa no era una prisión, aunque pudiese parecerlo. Era lo mismo que decía Mónica. Nos sentamos, comimos y conversamos sobre los otros vecinos que conocíamos, los parientes más viejos que no conocieron la ciudad, sobre lo que habrían pensado de ella. Le dije que la cena estaba deliciosa. Me agradeció. Le pregunté si salía mucho. Se rió y dijo que no. Quería saber la razón de mi pregunta. Fue cuando le conté que había construido la ciudad y lo que había visto desde mi ventana. De repente cambió. Era como todas las demás. Primero escuchó atenta, cada vez más atenta, para decir verdad. Después perdió aquella elegancia y la sonrisa. Estaba aturdida, sin saber hacia dónde mirar. Se levantó y comenzó a recoger los platos. Fue cuando pregunté si ella también había visto la misma luz de noche en el parque y, ríspida, dijo que no, estaba durmiendo, no había visto nada. Poco después ya estaba en casa, porque súbitamente ella se había sentido mal y me pidió que la dejara sola. Siempre que cuento que construí la ciudad es así, pero contigo fue diferente. Pasé unas dos semanas sin verla, y un buen día nos encontramos en la escalera. Ella estaba abriendo la puerta de su casa, enredada con las bolsas del mercado en los brazos. Yo iba bajando y le di los buenos días, me paré a su lado y le dije buenos días, repetí, porque pareció no oír. Cuando me vio, fingió que no y repitió buenos días y tal vez algo más como si hablara con un extraño. Le dije que me había acordado de ella cuando, la tarde anterior, vi a una mujer corriendo por la plaza, con un cochecito de bebé, como Mónica solía hacerlo, pero evidentemente no era ella, que ya estaba cerrando la puerta y diciéndome que necesitaba darle la comida al bebé. Aquella noche vi la luz por segunda vez, caminando cerca del lugar donde debía estar la placa y, al día siguiente, ella había desaparecido y el bebé también, como Mónica y el bebé y las otras. Fui al parque aquella misma mañana, y aunque no haya encontrado la placa, finalmente entendí lo que estaba ocurriendo. Caminando dentro del bosque, acabé encontrando decenas de cochecitos de bebés vacíos y abandonados entre los arbustos. Entendí por qué Mónica había desaparecido, me había dejado, y ahora ella y el bebé y otras tantas. Creían que aquella era una salida, cuando en realidad no lo era, yo lo sabía, porque fui yo quien la construyó. Deben haber encontrado la placa y creído que era un camino de regreso a la superficie, donde volverían a ver el sol y salvarían a los niños. ¡Qué aberración! ¿Salvar de qué, si yo construí la ciudad para ella? Una ciudad donde hubiera lugar para los dos, donde no hiciera mal tiempo. Se equivocaron, y ahora sólo yo sé que están perdidas en los túneles que serían usados para un sistema de transporte subterráneo, pero no lo fueron. Sólo yo sé que de aquí no hay salida, porque fui yo quien la construyó sólo para ella. Ya hice innumerables tentativas. Hace meses que trato de alertarlos. Vine a la policía en incontables ocasiones para tratar de salvarlas, porque ahora están presas. Es por eso que desaparecen de repente y no pueden volver. Ya dije que la culpa es toda mía, por haber dejado aquellos puntos no resueltos, aquellos puntos ciegos. Nunca imaginé que alguien pudiera ver un punto ciego. Pero ellas lo vieron. Sólo que no entendieron que era apenas una marca, que revelaba toda la fragilidad de la ciudad. Creyeron que era una salida. Pero no, ese punto representaba toda la fragilidad. Esta vez te he pedido que me acompañes para que les digas a ellos que estoy diciendo la verdad. Porque me pareciste una buena persona y contigo fue diferente. No cambiaste cuando te dije quién era yo. ¿Dejaste tu cochecito en casa? Tú no eres como las otras. Crees en mí. Me amas. ¿Tal vez? Ellos no creen nunca. En nada de lo que digo. Cuando les hablo de la ciudad se ríen. Me expulsan a puntapiés, sueltan los perros, me insultan y me piden que no vuelva nunca más, pero yo regreso, porque es verdad. Dicen que debería estar en el manicomio. Como si esta ciudad tuviera uno. Pero no lo hay. Porque no lo construí.