miércoles, 16 de diciembre de 2009

Aproximación brevísima a David Huerta

Daniel Saldaña París

Al lector que se acerca por primera vez a la obra de David Huerta puede sor­prenderle la diferencia tonal que existe entre unos libros y otros. Del ritmo heptasilábico y la preponderancia de la imagen en El jardín de la luz a la voz tempestuosa y la desmesura de Incurable, y luego una vez más al temple des­criptivo de algunos de los últimos poemas, la poesía de Huerta parece tra­zar una suerte de arco dramático que hace difícil el rastreo de las continui­dades.
En mi lectura, si algo tensa la cuerda que se extiende entre El jardín de la luz y La calle blanca, ese algo es un ejercicio crítico constante, una re­formu­lación continua de las preguntas que le dan suelo a la escritura poética y que incorpora una revisión activa de la tradición literaria como parte cons­titutiva del poema. Inclusive como simple punto de partida, esta vocación crí­tica ya distancia a D.H. de una tendencia lírica que apuesta todas sus cartas al mero “dictado de las musas” —mismo que, por lo gene­ral, suele constituir una lar­ga y soporífera retahíla de lugares comunes—. Incluso en los poemas de Huerta que menos disfruto, aquellos en los cuales encuentro con mayor evidencia una voz que se aleja de mis gustos persona­les y que me deja fuera del texto, in­cluso en esos, digo, me siento obligado a reconocer un interés activo por las capacidades del lenguaje. Esta voluntad se articula en recursos textuales es­pecíficos y determina el timbre de los poemas, cercanos, en su dicción, no al neobarroco insustancial que reniega del sentido sino justamente a una in­vestigación sobre el sentido que refrena o acota el vuelo lírico y pone el énfa­sis en el peso de las ideas (y esto es así, creo, tanto en los libros desbocados como en los más contenidos). Por otro lado siento que, en algunos mo­mentos, esa vo­luntad de inteligencia crítica y esa vigilancia cons­tante de la tradición se han llegado a traducir en una com­plejidad innecesaria o en una infle­xión críptica que deviene monotonía.
Quizás una de las continuida­des que, a mi modo de ver, es indicio de la vocación reflexiva de David Huerta está en el peso y el lugar de los adjetivos; no por el exceso de éstos —o su abundancia, digamos, atenuan­do—, frecuente en la “trilogía del versícu­lo” (Cuaderno de noviembre, Versión, Incurable), sino por la con­ciencia y el rigor que parecen dictar su pertinencia. No suele haber com­placen­cia ni facilismo en la adjetiva­ción de Huerta. Ahí donde aparece un cali­ficativo, se delata la voluntad del poe­ta por encon­trar una expresión precisa. Lejos de apuntar a un es­píritu gratui­tamente enrevesado, esta adjetiva­ción nace de un interés auténtico por delimitar los conceptos y explorar los límites de cada palabra. En la poesía de David Huerta la inquietud por el sentido pasa siempre por un ma­nejo audaz de los calificativos. En el adjetivo se cifra una posibilidad fascinante, parece decirnos: el lenguaje —su textura— es una capa de realidad que se superpone a las cosas, modificándolas. De ahí, quizás, que el autor escriba: “Débil, yo no sabría disfrazar mis determinacio­nes con otra cosa que la fuerza de las palabras” y “la cosa, la mera cosa rala y directa cede a la ola del lenguaje” (Versión). El lenguaje, ejercido sobre el mundo y toman­do a éste como objeto, lo hace más vasto, más legible. En contra de la bana­lidad circundante, del espíritu rapaz de los tiempos modernos, el poeta parte de la convicción, profunda, de que un estudio detenido de la historia de las palabras es, también, una herramienta para reestablecer el vínculo de lo huma­no. En Huerta la erudición y la carga culta no son una jactancia solipsista, sino el motor de un compromiso por comprender al otro. Opera, en este sentido, una dignificación de la gramática: la clave para entender lo que sucede a los individuos está en la historia de las palabras. La inclina­ción social o comuni­cativa de la poesía de David Huerta la convierte también, por momentos, en una poesía profundamente moral, que no busca la esteti­zación del mundo sino su traducción a un lenguaje tan axiológico como comprensible.
Digo que es, antes que nada, una poesía de la inteligencia, pero también una poesía que parte de una confianza en el lenguaje —en sus posibilidades gnoseológicas—, apartándola del tartamudeo de las “poéticas de la duda” y de la sobriedad casi desesperante de aquellas que centran su atención en la desnudez de las cosas, pretendiendo obviar o hacer invisible la cuestión del estilo. El poeta no busca la transparencia absoluta del lengua­je para mostrar las relaciones de las cosas “ralas”; al contrario, mantiene un ojo fijo en la cues­tión fonética, así como una atención constante en la tradición literaria, esta­bleciendo un diálogo con ella que por momentos se vuelve redundante.
El mismo exceso de referencias cultas se da también en la audacia de la adjetivación, que puede llegar a condensarse hasta niveles críticos, configuran­do una lectura no ya difícil sino tediosa; de ahí Incurable, que es, simultánea­mente, la cúspide y el desbarrancadero de esa “trilogía del versículo”. Además, la impenetrabilidad de algunos poemas parece entrar en disputa con el ánimo “comunicativo” e incluso social que el poeta porta como bandera.

Incurable cargó, desde el principio, con una reputación de osadía que el tiem­po y la anémica prudencia de otros compañeros de generación potenciaron, elevando el título a la calidad de culto. Y es que se trata, en efecto, de un li­bro que, así sea sólo por su volumen, reclama un lugar aparte en la biblioteca de la poesía mexicana. Pero creo que no sólo por su volumen: Incurable tiene el mérito, a mi entender notable, de explicitar un axioma que considero nece­sario en toda tradición: existe un poética de lo ilegible.
No quiero decir que el libro no tenga en sí múltiples poemas, algunos de una sola línea y de gran condensación, perfectamente legibles —e incluso dis­frutables— por separado, pero su apuesta gestual, que pasa evidentemente por lo excesivo, ahoga esas intuiciones en la metralla incesante de eso que cabría llamar, poniéndonos quizá demasiado creativos, lo textuoso. Lo textuoso es lo torrencial devenido tinta: categoría estética del atiborramiento. Como ges­to político, lo textuoso es el revés exacto de los falsos libros de cartón que deco­ran las estanterías de algunos abogados: mientras que el prop o libro de utile­ría finge un contenido desde la pura exterioridad, lo textuoso propone un contenido que de puro ilegible desborda y transgrede su soporte.
A diferencia de lo verboso, que evoca una oralidad farragosa y cansina, lo textuoso se nutre de palabras nacidas exclusivamente para la escritura. En el caso de Incurable, de palabras nacidas para la escritura “poética”. Quiero decir con esto que encuentro, en largos pasajes del libro, una repetición automática y desordenada de construcciones cuyo prestigio poético, po­co cuestiona­do, termina por anular su capacidad para generar un significado (“La licantropía es nuestro duramen”, escribe el autor, para mi pasmo absoluto). Aunque tam­bién es cierto que muchas veces el poema riza el rizo de lo convencionalmente poético, desbordando el carácter predecible de esas cons­truc­ciones por la vía de la acumulación y la exuberancia. En el mal gusto de­liberado de algunas de sus imágenes, en su voluntad de rehuir, mediante el retruécano, de los lugares comunes, se encuentran aciertos del texto: “He aquí el agua que me bebe, hidra azulosa de cientos de miles de cabezas mo­leculares.”
Es necesario aclarar que la extravagancia de Incurable no es una extra­vagancia en el sentido vanguardista, de los años treinta. Lejos de suscribir la fascinación estridentista por lo chillante, o de cantar entusiastas loas al humo y la electricidad, las complejas imágenes del libro parecen más bien dirigir una mirada burlona hacia la gratuidad de esas poéticas; mirada lanzada, eso sí, desde el suelo fechadísimo de los ochenta: hay como una premonición de lo digital en su atasque, un futurismo retro. Incurable es un libro que podría ha­ber sido escrito pensando en la manida fórmula “para el fin del milenio”; una épica finisecular parece dictar su exaltación. Pero pasó el fin de los tiem­pos y los tiempos siguieron, e Incurable quedó como un canto cuya desme­sura hubiera quedado fuera de contexto.
Para decirlo pervirtiendo otro de los títulos de David Huerta, se podría afirmar que Incurable es la música de lo que pesa. Entre la adjetivación hi­perbólica (abriendo al azar: “la destrucción animal y dulcísima de tus manos tremendas”), la con­junción ar­bitraria de elementos abstractos (de nuevo al azar: “los misterios son tus reflejos en mi excavada pos­terga­ción”) y las re­peticiones que cohesionan cada sección del vo­lumen, el poema ad­quiere una densi­dad inhóspita, una espesu­ra que pasa de los neo­logismos, abrup­tamen­te, a la emula­ción —en el orden de lo fonético— de un dicciona­rio especializado.
Hay que decirlo; insistir, in­cluso: se trata de un libro ra­di­cal en sus pro­piedades físicas, y to­do lo que ro­dea al poe­ma —o lo so­por­ta— es par­te de la experiencia de lectura: su interlinea­do ob­tuso de­safía, pone en jaque la tolerancia del lector promedio. Incurable es, en cierto mo­do, una apuesta poé­tica disfrazada de apuesta editorial (o viceversa). A esta con­dición do­ble, en parte, se debe su fama.
Podría decirse, como se ha dicho, que Incurable propone una lectura aleatoria, que comienza y termina en cualquier punto. Sí: siempre y cuando tengamos la suerte de que las primeras páginas leídas sean hospitalarias, cosa por demás complicada. Lo más probable es que, aleatoriamente o a la antigüita, el libro se presente antes como un reto a las capacidades del lector que como un experimento. Harán falta, en cualquier caso, unas cuantas páginas leídas transversalmente antes de toparse con uno de los hallazgos que sostienen, como con pinzas, el poema.
Pero antes de juzgarla de un solo brochazo, esta dimensión gestual de Incurable tiene que ubicarse más precisamente dentro de la obra de su autor. El jardín de la luz, título eminentemente paciano, está compuesto de poemas empeñados en dar cuenta de la especificidad de ciertas luces (la de la tarde, la del mediodía, etc.). Su cautela y el excesivo celo de sus metáforas lo vuelven un libro tibio, tanto en el buen sentido como en el malo: si bien es, este sí, un título hospitalario, hay demasiada comodidad en el uso de ciertos códi­gos que forman ya, en los años setenta, el corpus lexicográfico más predecible de la poesía mexicana; al mismo tiempo, hay que decir que, a diferencia de tantos otros remedos de la retórica paciana, aquí esos códigos están pues­tos al servicio de una mirada aguda y un oído gongorino.
En El jardín de la luz está, por un lado, la familiaridad hacia un len­gua­je que necesita liberarse de una carga heredada de expresiones inmedia­ta­mente anteriores —Paz— para alcanzar mayor vigor expresivo y, por otro lado, está un entendimiento metafórico del mundo que busca la precisión co­mo de­tonante de la experiencia poética. Tenía que venir, entonces, una ruptura tajan­te con ese sistema de códigos, con ese vocabulario prestado que era quizá demasiado ajeno al aliento de David Huerta. La que he llamado antes “tri­logía del versículo” busca, creo yo, llevar ambas necesidades a buen puerto: tanto la ruptura con un lenguaje heredado como la búsqueda de una preci­sión metafórica que depende, casi enteramente, de la acumula­ción de adjetivos insospechados. Si entre Cuaderno de noviembre y Versión pareció haber una notable progresión en esa búsqueda de un leguaje propio, en Incurable se radicaliza la búsqueda y los puntos débiles de esa apuesta poética aparecen magnificados.
Eso en lo que se refiere al gesto, al halo de osadía que rodea a Incura­ble. Lue­go está su dimensión más íntima, los momentos en los que el libro aparca su vocación épica y pospone el malabarismo de adjetivos para contar una histo­ria, abriendo la puerta a pequeños mundos narrativos, delirantes. Hay poemas dentro del poema que permanecen como sólidas rocas en medio de la corriente; esos poemas, más cercanos a la dicción y la atención del libro inmediatamente anterior, son la recompensa que el poeta ofrece a quien logre internarse, a machetazos, en la tupida maleza de Incurable. Es necesaria tam­bién esa otra lectura, detenida, para entender la altura del libro. Primero, ven­cer las re­ticencias al caudal de texto; después, cosechar las joyas allí ente­rradas.
Cito un fragmento largo y delicioso (p. 160):


No pude iniciar la conversación consabida con el profesor sin antes lavarme la cara, limpiarme la camisa,
ir al baño, espulgarme el cabello, lustrar mis manos y barnizarme las uñas de los zapatos.
El profesor tenía un silencio lujoso y profesoral.
Hablaba con una voz de gnomo, con un susurro repleto de confidencias mutiladoras…
Me confiaba su voz profesoral como si fuera una joya preciosa.
Dijo el profesor: “¿Ves la cantidad Propia de tu vida, la ves? Dime.”
No supe qué decir, el profesor me miraba y sonreía: socarrón.
“Todo lo que has escrito ¿para qué?” No supe qué decir.
Y seguía así: “Crees demasiadas cosas sobre ti mismo, deberías reducir tus gestos,
tus frases, tus estilos. ¿No te parece?” No supe qué decir.
“Eres necio, desobligado, irritable, egoísta ¿eh?” No supe qué decir. Así seguimos
durante cuatro o seis horas, el profesor bramando sus reproches y yo sin saber qué decir.
Hasta que, cerca de la incipiente madrugada (toda madrugada es incipiente, según el profesor, enemigo
de los adjetivos y las madrugadas, en especial las incipientes)
me levanté del sillón con toda la cantidad Propia de mi vida, mis gestos, mis estilos, mis frases, mi egoísmo,
y degollé al profesor que murió como una bestia socarrona: bramando y riéndose con sus ojillos maliciosos.
A los posibles reproches críticos que se le pueden hacer al libro al ca­bo de 160 páginas el autor parece responder con un guiño de humor absurdo y una pizca de ligereza. “¿Todo lo que has escrito, para qué?”, necesita preguntar uno, lector débil, después de incursionar a tientas durante páginas y más páginas de Incurable: para esto, para reírse de la crítica —el profesor— y reconocer que la elocuencia es, en última instancia, egoísmo; el cacareado egoísmo de los poetas. Claro que hay, en este pasaje, un despunte de ironía amarga poco habitual en nuestras letras, mismo que David Huerta ha sabido mantener y explorar como otro de los perfiles más constantes de su obra. La ironía no como una renuncia posmoderna y frívola ante la complejidad del mundo, sino como un rasgo de humildad y una distancia juiciosa frente al mundillo literario y sus veleidades. (En esa misma línea se encuentran va­rios de los poemas de David Huerta que reflexionan sobre la poesía misma, pero a eso iré más adelante.)
No solamente los destellos humorísticos brillan en la opacidad del poe­ma: hay otros, de gran concentración narrativa, que apuntan en otras direcciones y que están directamente emparentados con poemas de Cuaderno de noviembre y Versión (pienso en “Ana y el mar” o en “Teorías”). Un ejemplo claro es el siguiente, de nuevo en ese tono de fábula pervertida, de cons­truc­­ción de escenarios puntuales que se desdibujan de golpe (pp. 125 y 126):

Hoy estuvimos juntos, hablando delante de una taza de café,
conversamos, y al conversar creamos y creímos, sin denegar un ápice a la credulidad de un juego de palabras,
una entera civilización, una ciudad y un poder construido a la luz tenue de lo que conversamos.
El café era nuestra imagen sedienta, la cafeína el excedente para la civilización de nuestros nervios.
Hablábamos y
hablábamos, negándonos, cobijados por la alucinación de un reloj que daba las tres de la mañana
—y nosotros sentados, hablando, y por nuestras oscuras bocas salía esa imagen,
la ciudad y la playa, la utopía, el deseo, el ansia, la cegadora noche
de nuestras conversadoras maravillas. Qué risa y qué dolor al hablar,
mientras nos escurría por las comisuras de los labios el espeso fulgor
de una muerte nueva, de una nueva vida, qué palabras. Y las palabras eran para nosotros una negativa
a seguir muriendo, entre
las densas marejadas de las noticias de los periódicos, los problemas con el dinero,
los conflictos en el trabajo, las duras reconvenciones del fluido accidente que llamamos
“la relación humana”. Y hubo que detenerse, despedirse, besarse hasta caer exhaustos; hubo
que asesinarse —hasta que de los cuerpos contiguos
una humareda salió para tocar el pecho de los recienvenidos,
una baba “lenta, inexorable” y “de muerte” eclipsó todos nuestros vocabularios.

Es notable también la capacidad del libro de incorporar referencias cultas de la más diversa índole sin jactancia alguna, como en una conversación —un tanto autista, quizás—. David Huerta es un lector omnívoro, un coleccio­nista, y estos referentes no irrumpen en el texto como nombres va­cíos, como puntos ciegos, sino que muchas veces le sirven de pretexto para expresar una reflexión, para ejercer —otra vez— la crítica y la lectura activa. Ensayista infatigable, el poeta aprovecha el vuelo de cualquier imagen para infiltrar una idea sobre la literatura: “El asma de José Lezama Lima es el ins­trumento palaciego de la imagen arraigada en la respiración.” Esta vocación ensayísti­ca, esta tendencia a reflexionar, dentro del texto poético, sobre auto­res que le precedieron y en la senda de quienes discurre, es uno de los rasgos que hilvanan los distintos momentos de la obra de David Huer­ta, fortalecién­dola, y que quizás aso­ma con mayor evidencia y decanta­ción en La calle blan­ca. Pero hay que aclarar que no me refiero aquí a los homenajes literarios más simplones, que también los hay (como en el poema “La música de lo que pasa”, cuya estructura es una adap­tación poética del name-dropping).

Aunque anterior a Incurable en el orden cronológico, me tienta la idea de fingir, con propósitos críticos, que Versión es posterior a aquél. En es­te orden necio de lectura, Versión representaría no “el preámbulo” a Incurable, como han querido algu­nos, sino el principio de un repliegue posterior que continúa efectuándose, encaminado, cada vez más, hacia una descripción del mundo alejada de toda ingenuidad, consciente de que la palabra, como dije antes, añade al­go a la realidad descrita.
Los poemas en Versión son seres finitos que asumen su finitud con elegancia y presentan, cada uno, un centro. Pueden, por tanto, leerse y comentarse de manera aislada, a pesar de la evidente unidad de tono que recorre el libro. Las intenciones comunicativas de cada texto pueden suponerse con relativa facilidad: “Index” es un arte poética; “Ana y el mar”, un poema de amor (sin efectismos, desgarrador, puntual); “Predestinación de la tarde”, un poema burgués —tal y como se aclara en el subtítulo—, y “El joven deja de serlo”... pues eso, un poema de entrada en la madurez.
Hay algunos poemas inclasificables en el libro que sorprenden por su extrañeza. Una extrañeza, digamos, más profunda y menos gestual que la de Incurable, indudablemente más perturbadora, y que anticipa o abre una línea de investigación, en la obra de Huerta, relacio­nada con la literatura fantástica. Es el caso de “Celda”, otra vez en un tono narrativo un tanto alucinatorio donde se intuye una historia y un cúmulo de referencias que no es necesario desentrañar para gozar la carga anímica de los ambientes evoca­dos: un tal Piotr acompaña al narrador del poema en una prisión “terriblemen­te iluminada” que podría estar en Praga o Nueva York. Piotr muere poco a po­co en condiciones inquie­tantes, la­mien­do las paredes y profiriendo ge­midos. En su delirio, el personaje acusa al narrador, reiteradamente, de ser “uno de ellos”. Toda la escena tiene algo de fársico que sin embargo gene­ra angus­tia. El epígra­fe, extraído de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, termi­na por poner al poema la nota de cine mudo mezclado con intuición meta­fí­sica que lo nimba.
Esta narrativa de elipsis y suge­rencias, a mitad de camino entre la es­cena de terror, la broma macabra y la referencia culta es, definitivamente, uno de los aspectos de la obra poética de D.H. que más me interesan. Ahí está, de nuevo, en el poema “El monstruo en pantuflas”, de La música de lo que pasa, ahora en versos más cortos y sintéticos, ya dejada atrás la “ola del lenguaje” que respiraba detrás de Versión:

(...) A un metro del monstruo
me quito con delicadeza las pantuflas.
Veo cómo el monstruo se desmorona
en un cataclismo viscoso
y rompo el Espejo de la Mala Suerte
para no verlo más, para adoptar sus maneras
y recibir su herencia, y para, en fin,
ser él con plenitud, en esta broma sobrenatural
de risa y alarido
que parece sacada, ningún trabajo
me cuesta reconocerlo, del más baldado Lovecraft.


Y está también, despojada aún más de lo anecdótico, en el ritmo telegrá­fico y la superstición dada vuelta de “Buena suerte”, en La calle blanca:


No en el 13, no en martes,
ni bajo la escalera, ante
los gatos negros. Búscala en cambio

en el 14, en miércoles,
junto a los perros blancos.

Incluso el poema que da título a ese volumen consigue crear, a partir de un cuadro de Giorgio de Chirico, ese mismo aire de misterio y superstición que genera, como las buenas películas del género, sentimientos ambiguos que van del escalofrío a la risa nerviosa, pasando por el reconocimiento de un hallazgo profundo que atañe a las complicidades inorgánicas de la materia. Ahí está el David Huerta más intenso: cuando el pretexto para hilvanar gui­ños literarios con adjetivos inauditos no es una postura teórica en tal o cual sentido, sino una narración de tintes misteriosos donde la realidad palpita y se retuerce. Más lúdico quizás; alejado, en cualquier caso, de su vertiente pa­ciana, David Huerta da en el blanco.
Aun en La calle blanca hay un poema más que merece ser comentado por aquello del misterio. Es un texto de una sinceridad “antipoética” con­mo­vedora, donde el autor toma distancia de sus creaciones previas y dice querer “un poco de claridad en el misterio y un poco de misterio / en el paso de una palabra a otra”. Este equilibrio precario y turbador es conseguido en va­rios momentos, y de su sutileza, de su posición incómoda, nacen algunos de los textos más logrados de David Huerta.

Son muchos los poemas dedicados a cuestiones específicas del lenguaje. El D.H. más teórico —ensayista, de nuevo, camuflado— aparece en ellos con ma­yor fuerza que en los poemas de sensaciones o en aquellos que describen si­tuaciones físicas. Entre esos poemas sobre el lenguaje y la poesía, el que ex­presa con mayor potencia las cualidades críticas y la especificidad de la postura de David Huerta (ajena a maniqueísmos gastados e ineficaces tipo “poesía-pura/poesía-impura” o “experimentación/ tradición”) es el titulado “Ciencia poética / Tratado número 1”, de La calle blanca, que cito completo:

La poesía deberá aparecer,
como un flujo iridescente,
si y sólo si —según se lee
en ciertos reglamentos—
se utiliza alguna
de estas palabras
(u otras parecidas):
“águila”, “abismo”,
“resplandeciente”, “dolor”,
“infinito”, “soledad”.
No aparecerá
si se escribe “cerillo”, “bobo”,
“chuchería”. Aparecerá
si se combinan, con ingenio exacto
palabras de un tipo y otro
y se agregan signos de admiración,
rayas diagonales, puntos suspensivos,
todo tipo de gracias
tipográficas.
Aquí se adivina la desconfianza de David Huerta ante toda prescrip­ti­va: tanto de aquella que evita los términos convencionalmente poéticos como de la que suple la falta de ideas e intuiciones con la ridícula pirotecnia del experimentalismo simplón (las “gracias tipográficas” que, efectivamente, ma­quillan buena parte de nuestra lírica para hacerla pasar por innovación, mien­tras su tema, su ritmo y sus aspiraciones continúan atados a la más apoltronada de las tradiciones). Su inteligencia está en situarse en un punto del espectro poético que sólo habita él, en donde nada se da por sentado y todo debe ser cuestionado, nuevamente, en cada libro, en cada adjetivo.
Ese mismo tono que descree de las polémicas superficiales está en “Insiste”, texto perteneciente a La sombra de los perros (1996), un libro por lo demás bastante críptico: “Una minúscula, agria / politiquería / no ceja, no declina (...) La reduciré/ con tenacillas / literarias / y tenedores / para snarks / y un poco / de risa / y antipoemas.”
Incluso en Versión había, si bien más solemnes, varios fragmentos que delataban ya esa convicción personalísima de que la poesía no está ni en la repetición de ciertas formas ni en la ruptura de las mismas: “‘Escribir’ es un contrasentido en la ‘noche de los tiempos que corren’. / ‘Escribir’ es a veces meter un poco las narices en la quebradiza imagen/ de un lugar donde vivir puede valer la pena.”
Esa desnudez de la idea, que puede parecer demasiado moralizante para la “noche de los tiempos que corren”, es un atributo envidiable de la obra de David Huerta. Duele encontrar que la sinceridad y la inmediatez al­canzada en ese fragmento se traicione de pronto con textos impenetrables y con homenajes literarios (El azul en la flama) harto retóricos.

La música de lo que pasa (1997) puede ser leído como un punto de inflexión notable, un quiebre definitivo en ese largo proceso de decantación que vive la voz de Huerta y que en La calle blanca se puede dar ya por cumplido; pe­ro La música de lo que pasa se halla todavía a mitad de camino, y por mo­mentos recae en los abismos de los primeros libros. Junto a poemas como el citado “El monstruo en pantuflas” y otros que tienen un detonante claro, un tema tratado con el filo certero del verso corto (pienso, por ejemplo, en “Mi tío Manuel” y “Oliver Sacks”, ambos genialmente dedicados al mal de Par­kin­son), aparecen otros de una abstracción otra vez desmedida, en los que la pos­tura política o la convicción teórica del autor emerge como descosida o adosada con violencia a un culteranismo plúmbeo. A esta extraña y malo­grada mezcla debemos un poema cuyo título, acaso irónico, pretenda salvarlo —“Peque­ños fracasos”— y en donde aparece, perdón por la hipérbole, una de las metáforas más rebuscadas de la poesía mexicana del siglo XX: “los eclipses de la ciudadanía en el sol de la política”.
La música de lo que pasa oscila entre esos dos extremos y es, por eso mismo, el fragmento ideal a partir de cual elaborar una sinécdoque sobre la obra completa del autor: de un lado, y dejando al margen las consideracio­nes gestuales, el peso de Incurable, la adjetivación imposible, la carga de abs­tracciones que no cuaja; del otro, los poemas precisos, alejados de toda épica y de todo efectismo, que logran generar misterio desde el tratamiento puntual de un ambiente y en donde las referencias literarias no estorban. A la primera línea pertenecen algunos fragmentos de Versión y buena parte de El azul en la flama, además de los poemas escritos para las esculturas de Gunther Gerzso —Homenaje a la línea recta— y La sombra de los perros; a la segunda, muchos poemas de La música de lo que pasa, La calle blanca, y casi todos los textos dedicados a explicitar un arte poética.
De ahí que no haya una “progresión” propiamente dicha en la trayectoria de Huerta y que Versión merezca ser considerado posterior a Incura­ble, de la misma forma que El azul en la flama podría tomarse como anterior a La música de lo que pasa. El autor pone en juego sus convicciones en cada libro (aunque sus ensayos y su fijación con el Siglo de Oro demuestren que estas convicciones están bien afianzadas) y se arriesga a probar una dicción, un conjunto de temas y un molde distinto cada vez, procurando mantener intactos sólo su amor al lenguaje, su agudeza crítica y su sincera conside­ra­ción de la poesía como una forma de comunicación.
Hay que reconocerlo: no buscó David Huerta un tono o una fórmula en la cual sentirse cómodo para decir lo que quería. Y no creo que vaya a hacer­lo. Su empeño pasa por preguntarse, cuantas veces sea necesario, qué es la poesía. Y por arriesgar, verdaderamente, respuestas que lleguen a ser contra­dictorias.
A mí —qué le voy a hacer—, esa contradicción me parece admirable.

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