miércoles, 16 de diciembre de 2009

La mirada insurrecta de un hacedor de poesía

Felipe Vázquez

La hibrys del poeta moderno incluye —y esto engarza con el concepto de ori­ginalidad— la defensa de su libertad creadora, su independencia respecto del poder político, de las religiones, de las ideologías, o de los discursos provenien­tes de la academia. Esta defensa le trajo, en no pocas ocasiones, la persecu­ción, el exilio, la cárcel e incluso le ha costado la vida. Es cierto que muchos poetas enarbolaron la bandera de alguna ideología, de alguna escuela, de al­guna orden religiosa e incluso hubo quienes colaboraron de manera decidida en la legitimación de Estados totalitarios; sin embargo prevaleció el deseo, la necesidad, de escribir desde una posición libertaria, es decir subversiva, pues los poetas modernos han debido escribir al margen —y a veces en contra— de condicionantes diversas. El poeta mexicano David Huerta, nacido en 1949, es ejemplo de esta defensa de la libertad creadora, pues desde su pri­mer libro, El jardín de la luz (unam, 1972), hasta los últimos, La calle blanca (Era-Conaculta, 2006) y Canciones de la vida común (K Editores, 2008), ja­más ha cedido a las exigencias o restricciones de una ideología, de una corrien­te artística o de una tradición literaria. No obstante que su obra poética coincide, en ciertos puntos, con algunas líneas estéticas de la literatura contemporánea, David Huerta se niega a encasillar su obra en los sistemas catalográficos de los críticos de literatura, a leerla desde el espacio restrictivo de las influencias literarias —sean reales o supuestas—, y aboga por una lectura crítica, exenta de los cartabones conceptuales que pudieran restringir la comprensión cabal de un poema. Así lo expone en esta entrevista, cuyas respuestas son tan elo­cuentes que no necesitan el andamiaje de las preguntas.

SI NADA MÁS LES IMPORTA LA POESÍA, NO LES INTERESA NI SIQUIERA LA POESÍA
Es normal que los poetas, los narradores, los dramaturgos o los ensayistas se ocupen de diversas maneras, cuando escriben, de lo que han leído. ¿Cómo no habría de ser así? Mi diálogo “con la obra de otros poetas” y la pregunta sobre las influencias poéticas en lo que escribo y mi relación con “diversas tradiciones líricas” configuran, sin embargo, un horizonte que puede, y, creo, debe ampliarse.
Yo he sido toda mi vida lector de prosa narrativa y ensayística; cinéfilo y espectador de pintura; viajero por algunos lugares del mundo (no tantos como yo quisiera); militante político (“viuda del 68”, por más señas); aficio­nado a los deportes, mucho más vistos que practicados; músico frustrado y melómano de tiempo completo; periodista por largas temporadas y profesor en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México… entre muchas otras co­sas. Hago este módico inventario porque quiero decirte que mis influencias literarias y todo aquello a lo que he tenido que “acusar de recibido” en mis experiencias, en mis reflexiones, en mis escrituras y en mis diálogos ocupan territorios más amplios que la sola poesía; es lo que suele ocurrir con los escri­tores y con mucha gente común y silvestre, por lo demás. Es un automatismo decir: “éste es poeta, por lo tanto ha sido influido y determinado e intertextua­limodificalizado por poetas”. ¡No!, ¿por qué? Para mí, en ocasiones, han sido mucho más importantes algunos libros de prosa, en momentos decisivos de mis escrituras, que los libros de poesía con los que estaba en contacto en esos tiempos precisos. Eso no quiere decir que no haya yo amado, admirado, be­bido y devorado cientos de páginas de poetas; eso que ni qué, y con provecho, por lo menos un provecho que yo mido en horas de placer, de genuino gusto intelectual y lingüístico, sensible y discernible: leer buena poesía es una de las razones por las cuales la vida vale la pena de ser vivida. Pero tam­bién han sido importantísimos muchos cuadros y películas y paisajes natura­les y citadinos, para no hablar de “vivencias”; ¿no debería ser ese el ámbito de las investigaciones intertextuales, es decir, toda logósfera, las artes en su conjunto, la multiplicidad de la percepción, el rizoma de la sensibilidad, los acontecimientos sociales y los por­menores de la vida singular y de la vida colec­tiva? Me parece que sí, pues de otra manera nos queda­ríamos en el ámbito de las solas influencias lite­rarias, como en cualquier pesqui­sa positivista del siglo xix.
Un día comencé a ha­cer notas sobre unos poemas míos, de un libro de 1976, titulado Cuaderno de noviem­bre. Había alusio­nes a canciones de Bob Dylan, a novelas y cuentos de Ita­lo Calvino, a páginas de la Ética de Spinoza, a pe­lículas de ciencia-ficción, a algunos cuadros vistos entonces, a hechos de la política mexicana; casi no me ocupé de anotar las alusiones a poemas, de tan obvias, según yo, como algunas glosas lezamianas. Ese profano desorden era y es un reflejo de mi autodidac­tismo —como todo autodidactismo, muy desor­denado— y es probable que no debería ponerlo de resalto, pues sólo muestra una mente mal amueblada y sin el menor sentido de las jerarquías cultura­les; una mente desobediente de la máxima latina que encabeza cierto soneto de Lope: Multum legendum, sed non multa, máxima que nos acon­seja leer mucho pero no sobre demasiadas cosas. Yo no nada más leí y leo un poco de todo sino que además, como te digo, veo mucho cine y hago montones de otras cosas de todos los órdenes imagina­bles. Ahora mismo, no podría evitar en lo que escribo alguna sombra musical, de Rachmaninov, digamos, a quien escucho durante largas horas, en estos días; esa sombra es una espe­cie de manto benévolo; y lo mismo debería decir de los pianistas a quienes escucho con tanto amor, Emil Gilels, Sviatoslav Rich­ter, Marcelle Meyer. Y eso para no hablar de la otra música, del rock en especial, y también de distintas mú­sicas populares.
Por otro lado, en cuanto a algunas cosas que escribo, mucha gente, ante la “mancha tipográfica” de un libraco mío de 1987, Incurable, dice: “es una novela”, y a mí me parece bien: ¿por qué aclararles, con voz engolada y pose de pavorreal, “no, no, este libro mío es poesía”? Si mis intereses estuvieran estrictamente acotados por la literatura y a ellos se redujeran, andaría yo frito; solía yo decir a los poetas jovencísimos, cuando todavía dirigía talleres, “si nada más les importa la poesía, no les interesa ni siquiera la poesía”, porque lo creo. Te diré, aquí entre nos, que me interesa más la pintura de Anselm Kiefer o de Francisco Toledo que muchos poemas que leo en revistas; o las películas de Chris Marker o los experimentos escénicos y vocales de Mere­dith Monk…; o un cuento de Danilo Kis o una novela de Pankaj Mishra que el último tomazo de don Perseverancio Perenganófilo, insigne poeta mexica­no. Los poetas mexicanos me interesan, claro; pero no son tantos que no puedan contarse con los dedos de una mano —y sobran dedos—. En primer lugar, Deniz, Gerardo Deniz, y Coral Bracho. Luego, bueno: José Luis Rivas, Luis Vicente de Aguinaga. Puedo, y quizá debo decir: recurriré mejor a los dedos de las dos manos, para no herir susceptibilidades.

SIEMPRE HE SIDO DARIANO
Esa cita de Darío que traes a colación [“El mar, como un vasto cristal azogado, / refleja la lámina de un cielo de zinc”, del poema “Sinfonía en gris mayor”], a propósito de Incurable, del principio del libro, me parece mara­villosa y me llena de regocijo: siempre he sido dariano. Como no soy, estrictamente hablando, un típico profesor universitario o un académico con toda la barba y todas las corcholatas y títulos —no tengo ningún título, cosa que de veras me apena, no creas—; como no estoy preocupado por nacionalidades y fechas, puedo pasar de las Prosas profanas a un libro de Clark Coolidge sin sobresaltos, muy quitado de la pena. No sé si está bien, pero así es mi vida de lector, aderezada con esas otras presencias, datos, obras, acaeceres, anécdotas, conversaciones.

EFRAÍN HUERTA ES MI MAESTRO EN TODA LA LÍNEA
La poesía de mi padre ha sido una influencia en mi propia poesía, y muy grande. Quiero creer, empero, que leo la poesía de mi padre desde un ángulo sólo mío; por ejemplo: estoy lejos de pensar que los poemínimos son la parte importante de su obra; o que es nada más un poeta chascarrillero y alburero, pícaro y algo así como experto en la vida callejera. Esos lados de su poesía son reales y más o menos interesantes; pero no lo son tanto para mí: en mi experiencia como lector, Efraín Huerta es un poeta existencial, con un punto de hermetismo que, me parece, nadie ha visto: un poeta de un lirismo anómalo y de una fuerza muy misteriosa: tiene mucho de William Blake, y no le ha toca­do en suerte, por desgracia, un M. H. Abrams que lo lea con inte­ligencia y penetración visionaria. Es fácil descifrar sus “influencias”, y él mismo se en­cargó de señalarlas con bastante claridad —pero hay algunas ver­tientes de sus escrituras que me parecen formidables, fascinantes, y nada tie­nen que ver con González Tuñón o con Gutiérrez Cruz—. Hace algunos meses me puse a examinar su poema de homenaje a sor Juana Inés de la Cruz y me llevé algu­nas sorpresas mayúsculas: la relación de los versos efrainianos con el epígrafe gongorino abría unas perspectivas de riqueza insólita: todo se me apareció más denso, más significativo, más hermoso que como lo había leído hasta entonces. Quienes mencionan a Efraín Huerta al lado de Jaime Sabi­nes como modelos de poetas fáciles y conversados sencillamente no saben lo que dicen; Huerta es de una complejidad tanto más engañosa cuanto que no se percibe de in­mediato, y yo diría: casi nunca; a su lado, Sabines es de una facilidad y una claridad enternecedoras. Los hombres del alba es un li­bro entrañable para mí, me parece que muy mal leído en general. Así, en­tonces, Efraín Huerta es mi maestro en toda la línea, una influencia central para mí y un ejemplo de cómo vivir en medio del fuego poético. Quienes quie­ran montar una zonza escenita freudiana conmigo en términos de “matar sim­bólicamente al padre” deberían ocuparse de otras novelas; no es la novela de mi padre y yo, que, te aseguro, es mucho más interesante que eso. El diá­logo con su poesía dentro de mi poe­sía nos llevaría muy lejos; pero mejor aquí le paro. Tú dirás.

NUNCA HE ESCRITO CON “RECURSOS DE LA ESTRATEGIA NEOBARROCA”
Estoy muy lejos de sentirme parte del movimiento llamado “neobarroco” y me­nos todavía del “neobarroso sudamericano”: ninguna de esas palabras, neo­barroco o neobarroso, me gusta ni tampoco me dice nada. Pero, ni modo, he quedado con ese rótulo y debido a eso me formulan preguntas que, la verdad, no puedo contestar, aunque quisiera; es que, sencillamente, quedan fuera de mis ámbitos. Eso sí, hay poemas míos en algunos libros, como la antología Me­­dusario, y de ahí el sambenito; ningún reproche, sin embargo, debo hacer a Sefamí, a Kozer o a Echavarren, buenos amigos, pero ellos decidieron que yo era parte de todo lo que antologaron con ese rótulo catalográfico, me incluye­ron —con mi permiso, claro—, hicieron circular la idea y yo me quedé un poco perplejo.
Mi “identidad de poeta”, como llamas a una entidad que me resulta pro­fundamente misteriosa, nada tiene que ver con escuelas o movimientos, con tendencias estilísticas o con proclamas y manifiestos; quiero decir, si entiendo bien aquello de mi “identidad de poeta”. Nunca he escrito con “recursos de la estrategia neobarroca” por una razón sencilla y contundente: ignoro en qué con­sisten semejantes recursos. Siento, debo decirlo cuanto antes, una admiración muy grande por poetas que han quedado clasificados en esa tendencia, como Néstor Perlongher, a quien conocí en Nueva York a fines de los años ochenta y con quien me entendí de maravilla: conversamos de lo hu­mano y lo divino como viejos amigos el mismísimo día que nos presentó Jacobo Sefamí. Néstor murió muy poco tiempo después y la noticia me produjo una extraña desola­ción, como si hubiera muerto un amigo entrañable… pero es que, en alguna forma, lo era. También llegué a ser amigo, por carta, de Héctor Viel Temper­ley; es una lástima que no haya conservado ese intercambio epistolar de sa­ludos, muy sencillo según recuerdo, pero auténticamen­te cordial (creo que me robaron las cartas: quien las tenga, devuélvalas, por favor… además de un ejem­plar dedicado a mí de Hospital Británico). He apren­dido mucho de ambos poetas, argentinos los dos; pero también de escritores muy diferentes a ellos, de otras nacionalidades, de otras épocas, de otros gé­neros literarios: un cuen­to de Roberto Artl, un ensayo de Hugh Kenner, un tratadillo neoclásico del siglo xvii, un diccionario de ciencias naturales, un artículo sobre astronomía.
Una nota más sobre Perlongher, si me permites. Cuando lo conocí, le dije cuánto me gustaba el título de uno de sus libros: Aguas aéreas, y que me hubiera encantado que se me ocurriera a mí para ponerle título a un texto mío. Pues bien: en el año 2007 Ignacio Solares me invitó a colaborar con regula­ridad en la Revista de la Universidad de México, que él dirige, y se me ocu­rrió ponerle a mi columna “Aguas aéreas”, con el debido crédito a Perlongher y una notita de homenaje en su memoria al pie de mi primer ensayo en esa publicación, aparecido en el mes de noviembre de ese año (unos apuntes so­bre la pareja trágica de Hero y Leandro, texto que sospecho seriamente que nadie leyó… ¡pero cómo me divertí escribiéndolo!, de eso se trata, ¿no te pa­rece?). La columna ha sobrevivido, increíblemente; me da mucho gusto, ¡y también por Néstor!
Debo decir un par de cosas más sobre este asunto que ya vengo arrastrando durante largos años; me refiero a mi catalogación como “neobarroco”. Desde mediados de los años sesenta, cuando comencé a escribir con una cierta porción de seriedad, traté de inventar una forma mía, propia e intrans­feri­ble, incomparable, de escribir; no me salió nada bien al principio: El jar­dín de la luz, mi primer libro, de 1972, es apenas algo más que un ejercicio mono, con algunos poemas personales —como ese que recordaste, “A tientas en el cora­zón de la música”—, pero en general muy marcado por las lectu­ras poéticas de aquellos años, lecturas que nada tienen que ver con ese mo­vimiento poé­tico “neobarroco” de los años setenta en adelante. El asunto es en realidad muy sencillo: en mi segundo libro, Cuaderno de noviembre, de 1976, hay algunas alusiones y paráfrasis de José Lezama Lima, a quien tanto admiré… y aún ad­miro, pero no tanto como entonces. Sabida era la deuda de Lezama con Gón­gora, poeta “barroco” según los manuales escolares, y llamativa la manera enredada de escribir (barroca, según dicen) que distingue la obra de Lezama. Los ingredientes de la ecuación estaban, pues, servidos: Góngora, “barroco”, admirado por un “barroco moderno”, el cubano Lezama Lima, y en esa línea todos los “descendientes” deberían (deberíamos) ser llamados, por lo tanto, “neobarrocos”. Sencillamente no estoy de acuerdo, por lo menos en mi caso; no es un desacuerdo estridente, militante, sino más bien un poco indiferente. Con lo decisiva que fue durante muchos años, para mí, la obra lezamiana en mis poemas está trabada con muchas otras marcas más o menos profun­das en lo que hago, incluso de prosa narrati­va y aun ensayística, como te decía en la respuesta a tu pri­mera pregunta: Juan Carlos Onetti, José Revueltas, por ejemplo. Los cuentos de Ma­terial de los sueños me parecen obras maestras absolutas en las que cualquier escritor de cual­quier género puede aprender enormidades: la escritura de Re­vueltas es de tal modo po­derosa y bella que mal haría uno en re­sistírsele; di­ría más: como ante cualquier obra de arte genui­na, cualquier perso­na, de cualquier oficio, que quiera hacer las cosas de veras bien pue­de asomarse con provecho a esos cuen­tos. Nunca ha habido el me­nor apuntito o comentario crítico en esa dirección —la gravita­ción de la prosa en mis poemas—, pe­ro no me sor­prende; tampoco me pare­ce im­portante, como no sea para mí, una vez más. En fin: se­guiré largo rato con el rótulo de “neobarroco” y no hay mucho que hacer, como no sea estas aclara­cio­nes, gracias, ahora, a esta conversación que tenemos.
Por lo demás, la palabra “barroco”, en la doxografía historiográfica de la literatura, tiene un destino curioso, anómalo y, al final, un éxito imparable. Proviene de la crítica de las artes plásticas y la verdad nunca se ha aclarado su sentido, a pesar de tantos esfuerzos honestos y otros no tanto; por lo tan­to, su utilidad histórica, o histórico-crítica, es limitada, si no es que nula. Sería como hablar de “churrigueresco” ante un poema muy enredado, en aparen­te diálogo con la fachada del Sagrario metropolitano. Son ideas, ocurrencias. La verdad, no pienso en Góngora —mi poeta favorito, como sabes bien— en términos de “barroquismo”. ¿Para qué demonios voy a emprender un esfuerzo catalográfico con don Luis, si ya bastante tengo con leerlo tanto y tan bien (o tan mal) como puedo?

INCURABLE IRRITÓ A LOS LECTORES DOGMÁTICOS
Ni Incurable ni otros libros míos son, para mí, “neobarrocos”. Estoy comple­tamente de acuerdo contigo cuando dices que ese libro “parece no respetar ningún límite”, pues por ahí iba la cosa para mí cuando lo escribía. ¿Cómo iba a preocuparme, entonces, el límite de una escuela o un estilo o un movi­miento? No sé si es un buen libro o no —no me toca decirlo—, pero por lo menos no quise plegarme a ninguna forma establecida de antemano ni “pagar deudas” con la tradición ni hacer como que trataba de hacer algo original; quise hacer algo mío, nada más: “mío en mí”, como más o menos decía Darío en uno de sus prólogos. Desde luego, la extensión del libro se ha prestado a muchos malos entendidos; como si esos “lectores dogmáticos” que mencionas no perdonaran cierto gusto por escribir, por hacerlo con abundancia, por pre­sentar un libro de poesía al margen de los formatos consabidos. Nunca terminaré de agra­decerles a Vicente Rojo, Héctor Manjarrez y Jorge Aguilar Mora que hayan decidido publicar el libro prácticamente tal y como lo entre­gué; digo “prácticamente” porque sugirieron algunos cortes que yo acepté de buena gana: en mis cajones conservo todavía algunas decenas de páginas de incurabilia que quizás un día rescate para la diversión de mis amigos. Esos compañeros de la editorial Era se portaron extraordinariamente bien conmigo. Manjarrez y Aguilar Mora dirigían entonces (1987) la colección Claves y mi libro entró en ella por su decisión. Ha sido una de las grandes alegrías de mi vida.
El libro irritó a esos dogmáticos en buena parte por esas referencias “cul­tistas” que recuerdas: para ellos, siempre será mejor escribir desde la docta ignorancia o la ciencia infusa o la inspiración sonámbula, sin la menor notita de cultura, ni siquiera de “cultura general”; por eso detestan a Gerardo Deniz y niegan, con extraño resentimiento, que lo que él hace sea “escribir poesía”. Como a mí no me pareció sano ni sensato ni consecuente excluir de Incura­ble —como la he excluido en todos mis otros libros— la parte que tiene que ver con mis lecturas y mis experiencias “cultas”, pues las incluí en la forma que me pareció más natural. Para quien haya leído el libro con un mínimo de atención, será evidente, empero, que lo principal no es la culturita libresca de su autor, sino asuntos de un orden muy diferente —pero eso nos llevaría por otros rumbos, un poco penosos para mí: me refiero al alcohol, a la inges­ta alcohólica, a la deriva erizada del cuerpo adicto extraviado en la noche mexicana, un tema indudable-incurable del libro, y la verdad, no estoy seguro, quizá su tema principal.

ESCRIBO AL MARGEN DE LÍNEAS PROGRAMÁTICAS
Escribo de acuerdo con mi talante de cada momento, de cada temporada, y no me propongo en modo alguno dar golpes de timón para cambiar de rumbo; compongo mis poemas de acuerdo con mi gusto, procurando que sean poemas míos, sea lo que fuere esto. Nunca de los nuncas me he planteado abandonar la poesía “coloquial” y entrar en la poesía “hermética”, o viceversa, porque para mí se trata de decisiones en el momento mismo de escribir, de comenzar a ex­plorar una línea, un puñado de palabras, una imagen; el coloquialismo y el hermetismo son, por lo menos para mí, entidades cargadas de irrealidad. No puedo ver, entonces, “dos grandes estados formales que se complementan y se condicionan” en lo que escribo, como me preguntas (y no puedo hacerlo porque no quiero ver mi poesía grosso modo); lo que veo es una multiplicidad, una proliferación, una variedad creciente y de ninguna manera una dicotomía o una dependencia de decisiones programáticas: ahora hermético, ahora colo­quial, ahora en busca de una especie de extraño, im­posible, indeseado equi­librio. La crítica de poesía en español suele equivocarse en forma monumental cuando trata de organizar el mundo en parejas. Por ejemplo, para la crítica de los siglos xviii y xix, los romances de Gón­gora son fáciles, luminosos, accesibles; los poemas largos, el “Polifemo” y las Soledades, son para ellos una monserga intransitable, un delirio incomprensible, la obra de un loco arrogan­te: hay una luz y una sombra gongorinas, entonces, afirman ellos para facili­tarse la vida —y la tarea del poeta con­siste en complicársela, como le oí decir un día memorable a Derek Walcott, uno de mis héroes poéticos—. Esa distin­ción dicotómica en la obra de Gón­gora fue hecha por Manuel José Quintana y por Marcelino Menéndez Pelayo, entre muchos otros, siguiendo una obser­vación de Cascales en el siglo xvii; pero resulta que uno de los poemas más difíciles de don Luis es el romance de Píramo y Tisbe, cuyas oscuridades dejan como un dechado de claridad los pasajes arduos del “Polifemo” o las Soledades. De esos dos grandes poemas, prácticamente todo ha quedado acla­rado; en muchos romances y poemas popularistas de don Luis hay todavía zonas de sombra. Caray, perdón; ya me puse a hablar de Góngora, y si co­mienzo con eso nunca termino, como me temo que sabes, Felipe.
Sin embargo, sí te puedo contar cómo durante algunos años, al principio, la fidelidad poética de Jorge Guillén fue para mí una especie de ejemplo de vocación a toda prueba. Luego me alejé de su poesía pero seguí teniéndole un gran cariño; curioso: me acerqué a sus ensayos (y a los de su hijo, Claudio Guillén, maestro de la literatura comparada). En un viajecito a España me hice con la tesis gongorina de don Jorge Guillén y fue un descubrimiento muy agradable. Otra figura semejante, para mí, a la de Jorge Guillén, fue, durante lar­gos años, la de Lezama Lima; si esos dos forman una dicotomía o una pareja contrastante, es algo que ignoro: ando hace ya muchos lustros por otros rum­bos, leyendo otras cosas, mucha poesía en lengua inglesa, poesía española de los siglos de oro, a sor Juana Inés de la Cruz, ensayos de crítica de poesía, un poco de historia literaria, y bueno, siempre leo novelas. Y un poco de todo. Leo poemas que me gustan, que me buscan y yo procuro que me encuentren; me da igual de dónde vengan: releo muchos poemas de Marianne Moore, por ejemplo, y me gusta siempre regresar a los franceses tan queridos, como René Char y los grandes del xix, ahora que me pude agenciar algunas preciosas ediciones de La Pléiade; así, puedo leer ahora como siempre quise hacerlo a Perse, a Rimbaud, a Apollinaire, a Mallarmé, a Baudelaire.

VIDA Y POESÍA SON LO MISMO
Las relaciones entre poesía y vida no son tales: no hago una distinción entre una y otra; quiero decirte que para mí hay una identidad absolutamente or­gánica de las dos. Y por una razón casi ontológica: la poesía no es algo “que hago”; es, por el contrario, algo que forma parte fundamental y duradera —quiero decir: mientras yo dure— de mi vida. Así, entonces, no puedo distinguirlas: son lo mismo. Escribo, desde luego, como lo que soy, con lo que pue­do, con lo que sé, con todo lo que se me va ocurriendo y con todo lo que experimento; es decir: soy yo sin duda quien escribe, pero esa persona está inmersa hasta las cejas en el lenguaje y en el momento de escribir puedo en­carnar ciertos ritmos, ciertas modulaciones propias del lenguaje, y me entrego a una actividad en la que me dejo modelar, por así decirlo, por la ener­gía del lenguaje. Hay en todo esto una porción infinitesimal de chamanismo, de cu­randerismo; quien me abrió los ojos a este hecho fundamental fue Ted Hughes, y en especial cuando traduce poemas, incluso de idiomas que él no conocía, por medio del recurso de examinar milimétricamente versiones yuxtalineales que hacían para él native speakers o simples conocedores de esas lenguas. Hace muchos años yo mismo traduje un libro sobre un curandero peruano que se titula El chamán de los cuatro vientos, del antropólogo norteamericano Douglas Sharon. En este sentido, el libro que preparó Daniel Weiss­bort con una selección de las traducciones poéticas de Hughes es una guía absoluta para mí, pues me permite asomarme a la forma en que un poeta grande —pa­ra mí, Hughes lo es sin la menor duda— se mete de lleno en los magmas lingüísticos y modela esas energías, crea vórtices, traspasa formas y las re­crea y al otro lado del espejo de la traducción recoge y organiza auténticas invenciones, como las del Libro Tibetano de los Muertos o sus traslados de Sófocles. Eso es pura vida trasmitida a través de un lenguaje purificado has­ta la incandescencia. ¿Cómo decir “aquí la vida”, “allá el lenguaje”, o a la inversa? Imposible.

NO TENGO PREJUICIOS CON LAS PALABRAS
Para mí no hay en absoluto palabras “antipoéticas” o “poco poéticas”: es una distinción no solamente falsa sino profundamente equivocada. Tú lo entiendes así también: por eso pones comillas alrededor de los dos adjetivos. Hay un momento decisivo en la vida de un lector joven: cuando en un poema en­cuentra, digamos, la palabra “trolebús” o la palabra “orina” o la palabra “es­tructura”: la reacción de ese lector puede ser alguna de éstas: “no, este poema está equivocado porque incluye palabras así”, o bien dice “¡ah!, ¿entonces tam­bién esto se vale sin que la poesía deje de ser poesía?, esto se está poniendo interesante”. El primer tipo de lector joven es profundamente conformista y poco curioso; el segundo tiene posibilidades ciertas de llegar a ser un buen lector. El puritanismo lin­güís­tico revuelve aquí las cosas de una manera curiosa: donde en el otro puritanismo aparecen palabras co­mo “decente” o “in­moral”, en es­te puritanismo sur­gen expresiones como “anti­poético”, “vulgar”. La belleza ocupa en este puritanismo el lugar del bien en el otro: esto es feo, por lo tanto es no-poé­tico: esto es indecente, ergo es inmoral.
Nunca he rechazado palabras por su poca belleza o por su uso aca­dé­mico o por su origen científico; tampoco por su utiliza­ción callejera o popular. Sería co­mo rechazar al­gunas experiencias por no ser suficientemente poéticas: quién sabe qué puede significar esto. Las palabras, según yo, no se gastan; se gastan cier­tas formas de pensamien­to y algunos tipos de con­ducta intelec­tual. Por ejemplo: la crítica literaria de cier­ta sociología, que funciona con enun­ciados en bloque, ya no resulta, desde hace algún tiempo, un estímulo para el pensamiento: es una forma estéril de pensar, repleta de automatismos, algo así como un funcionamiento ro­bótico. Pero para mí las palabras “bur­guesía” o “conciencia” están tan llenas de vivacidad como uno pueda otor­garles, de acuerdo con su capacidad (en algún poema mío el subtítulo era “Un poema burgués”). No tengo pro­blemas con las palabras; aunque sería incapaz de escribir algunas frases que me resultan moralmente repugnantes. Piensa, por ejemplo, en la peligrosa ignorancia que lleva a tantas personas, incluso de bue­na fe, a utilizar indistintamente palabras como “judío”, “israe­lí”, “israeli­ta”, “se­mita”, “sionista”; o bien la forma confusa en que se habla (y se escribe) sobre “musulmanes”, “mahometanos”, “islamistas” o “islámi­cos”, “mo­ros” y aun “sarracenos”. Cada una de esas palabras tiene un significado preciso; usarlas de cualquier manera —sobre todo de una manera ignorante, indiferen­te a sus cargas históricas e ideológicas— puede ser francamente peligroso. Algo pare­cido ocurre con las palabras de un poema: más nos vale conocerlas bien para no usarlas a lo loco; el poeta tiene siempre algo de fi­lólogo, ¿no crees? No tengo prejuicios con las palabras, que son ino­cen­tes; tengo desacuerdos profun­dos con algunos individuos que las utilizan para sus fines destructivos o criminales.
He utilizado en un poema de tema grave el adverbio “mismamente”, tan “incorrecto”, tan “feo”, y me quedé tan tranquilo; en ese momento me sirvió para lo que quería decir. Te lo cuento para el expediente: no menos de cuatro personas, que yo recuerde, me dijeron que la tal palabrita les di­sonaba en un poema de tema trágico, grave.
En todo esto de las palabras hay clasismo, racismo y una tremenda igno­rancia. Eso sí: es una lata que prácticamente todos los insultos sean “política­mente incorrectos”; no sabe uno ya cuáles utilizar, ¡y con la falta que hacen!

EL ÚLTIMO COMUNISTA DE MÉXICO
No pertenecí al Partido Comunista (PC) en mi juventud: fui en esos años ju­veniles, en cambio, un acérrimo “compañero de viaje”, curiosa expresión que significa solidaridad práctica, casi diría militante, con las actividades de esa organización ya desaparecida, pero desde fuera de sus filas. Entré en el pc en mi edad adulta, en 1981, a mis 31 años, por razones estrictamente tácticas, políticas y pragmáticas, poco antes de que se creara el Partido Socialis­ta Uni­ficado de México (PSUM), del que fui fundador; estuve apenas unas pocas semanas en las filas del PC. Te lo explico brevemente: antes de la fusión de or­ganizaciones que dio origen al PSUM, los camaradas del pc hicieron una espe­cie de campaña para que cuando su partido se disolviera, los ex-co­munistas ingresaran (ingresáramos) en la nueva formación política como una “corriente” con muchos integrantes; mis viejos camaradas me pidieron que me afiliara al PC en esos últimos días, y lo hice con gusto, para contribuir a esa finalidad. Tuve acreditación del PSUM después de tener carnet del PC durante algunos días; ahora no pertenezco a ninguna organización política. Mi carnet de comunista está firmado por Arnoldo Martínez Verdugo, cuya contribución a la democracia en México sólo podría ser negada o puesta en du­da por los francamente oli­gofrénicos.
Hay algo que digo continuamente con cierto gusto: es posible que yo ha­ya sido, en términos estrictos y muy formales, el último comunista de México, en el sentido de haber entrado en el PC cuando éste estaba a punto de desaparecer. No lo sé con certeza.
En cuanto a las coacciones políticas para escribir de una manera progra­mática, nunca fui victimado por dómine alguno, por ningún comisario. Crecí, como creo que te lo he contado, Felipe, en un medio de viejos estalinistas; ninguno de ellos me dijo nunca “si escribes tienes que hacerlo de esta manera” o “sirve al pueblo y a la causa revolucionaria con tus poemas”. Eso no quiere decir que no haya pasado yo por algunos problemas y conflictos graves, vividos en una soledad un poquito desesperante; lo diré en forma sucinta: durante largos años fui buscando las vías de “desestalinizarme”, y lo conseguí en un tiempo relativamente corto. “Desestalinizarse” ha significado asumir actitudes críticas ante Cuba, por ejemplo; ante movimientos armados; ante diversos problemas sociales; ante el deterioro del medio ambiente; ante la situación de las mujeres en nuestro país y en el mundo; ante el anti-intelectualismo de la derecha y de la izquierda, territorio en el que ambas coinciden a menudo con aterradora regularidad. Y por supuesto, desestalinizarme ha significado revisar la historia de Rusia y de la Unión Soviética con otros ojos, otro espíritu, sin ilusiones, sin ingenuidad, sin esa buena fe de las almas bellas que es una de las formas corruptas de la mala fe. En este sentido, los libros de Orlando Figes han sido para mí una auténtica iluminación. Imagínate: uno de mis libros de cabecera en la niñez era el Poema pedagógico, de Antón Makarenko, sobre la rehabilitación socialista de los que ahora llama­ríamos “niños de la calle” en la urss: todo muy lírico, muy idílico. Los “rehabilitados” por medio del sistema de Makarenko se convirtieron en agentes de la Cheka y luego de la KGB, en torturadores y delatores.
Siempre será uno víctima de acusaciones de estalinismo atroz cuando se atreve a manifestar simpatía por alguna causa de izquierda o a decir su adhesión a una causa como, por ejemplo, la de los palestinos. En este último caso, al infun­dio de estalinismo se suma el de “terrorista islámico”. En ese mismo tenor, en algunas ocasiones me han acusado de “antisemita”; pero cuando se atreve uno a criticar a algún antisemita siniestro de los que abundan, entonces se convierte en “cómplice de los genocidas sionistas y asesinos del pueblo palestino”. Me ha sucedido pero contártelo nos llevaría por senderos ya muy diferentes de los que animan esta entrevista. Total: no puede uno que­dar bien nunca.
Ahora bien, te diré que sí he escrito textos de poesía comprometida o de contenido social, y no pocos. He escrito poemas sobre el movimiento estudiantil de 1968, sobre el golpe militar en Chile en 1973, sobre las muertas de Ciudad Juárez, entre muchos otros temas; el primer poema de un libro de 1976, Cuaderno de noviembre, está dedicado al 68. Escribí un poema contra los militaristas de los Estados Unidos y en especial contra el hipócrita ge­neral Colin Powell. Yo sé que en el medio literario mexicano no se ve nada bien escribir ese tipo de textos; pero a mí no me importa nada lo que se vea bien o mal en ese medio: escribo lo que quiero como buenamente puedo.

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