viernes, 30 de abril de 2010

Lo peor de la inocencia

Nahum Montt
Teresa escuchó a su marido toser en el baño. Se levantó de la cama y buscó a tientas el suéter de lana que colgaba detrás de la puerta. Salió de la habita­ción sin hacer ruido. Puso a hervir agua para el café y encendió la veladora que estaba a medio consumir en un rincón. Susurró una oración y contempló la fotografía del niño que estaba junto a una estampa de la Virgen de las Mer­cedes. El niño de la fotografía tenía camisa blanca, tirantas, corbatín y hacía un gesto de tomarse la boina, en un eterno y sonriente saludo.
Presionó el botón de un viejo radio reloj. Susurros quebrantados por el espanto llenaron la cocina. Continuó preparando el desayuno y prestó atención a una voz que decía en la radio: “te quería decir que la fiesta de cumplea­ños de la niña estuvo muy linda, tomamos muchas fotos para mostrártelas cuando regreses…” Teresa era delgada, piel muy blanca y cabellos rubios que habían comenzado a ponerse grises y opacos. Tenía un aire de tristeza y languidez que la hacía ver hermosa y le faltaba poco para cumplir los cincuen­ta años.
—No deberías torturarte así.
Se dio vuelta y vio a su marido en el umbral de la cocina, como si estuviera posando para otra fotografía, la de un hombre devastado por el paso del tiempo, con las manos en el pantalón azul oscuro, camisa azul celeste, corbata roja y cabellos húmedos recién peinados. Estaba recién afeitado y arqueaba las cejas en señal de desaprobación.
—Samuel —dijo ella sin alterarse—. Por favor…— Trenzó las manos como si fuera a rezar. Su esposo sacó las manos regordetas y callosas de los bolsillos del pantalón, se acercó al viejo radio re­loj y lo apagó desconectando el cable que daba a la toma de la corriente. Su voz, que intentaba ser persuasiva, pareció golpearle los oídos.
—Teresa, Teresa...
Treinta años atrás, le llamaba “mi campesina polaca”, pero con el paso del tiempo le terminó lla­mando por su nombre. Lo escuchó abrir la puerta de la entrada para recoger el periódico. Terminó de pre­parar el desayuno y se lo llevó al comedor en una bandeja, pero en lugar de disgustado, lo encontró sonriendo, negando con la cabeza, como si le hubieran contado un chiste muy gracioso.
Dobló con cuidado el periódico y le enseñó el titular. Teresa entrecerró los ojos, lo leyó y encogió los hombros sin entender. Samuel le explicó que aquello había ocurrido el día anterior, en el Caribe colombiano.
—Escapó de un circo pobre —dijo su esposo, después de probar el café—. Se paseó por las calles del pueblo como si nada y mató a una perra que salió a ladrarle. Luego se subió al techo de una casa y, como las tejas no resistieron, cayó en una sala, donde un viejo miraba la televisión.
Sobre la mesa estaba el maletín de cuero, gastado y anacrónico, de esos que usaban los médicos en el tiempo de antes cuando visitaban a los pacientes en sus casas. Samuel comió un pedazo de pan y añadió divertido:
—Y lo más curioso de todo.
Samuel señaló en el periódico una fotografía en blanco y negro.
—El viejo no se movió de la silla. Según los testigos, la leona se acercó y rugió tan fuerte que le levantó los pocos pelos que tenía. Pero el viejo ni siquiera se movió, entonces la leona le pasó su lenguota por la cara y se marchó.
—¿Y entonces? —preguntó mientras abría el maletín y hurgaba en él, como si escarbara en un montón de hojas secas.
—Nada, el domador se encargó de atraparla.
Teresa sacó un estetoscopio, un par de guantes de látex, un alicate, un paño púrpura con un juego de agujas de distintos tamaños y otros aparatos que vibraban cuando presionaba sus botones.
—Que te mate una leona a besos y no a mordiscos, eso se me hace gracioso, muy gracioso... ¿No lo crees?
—¿Y quién murió? —preguntó mientras limpiaba el interior con un trapo que había sacado del delantal, el maletín desprendía un olor a tierra húmeda—. ¿El viejo?
Samuel masticó sin prisa y tomó un sorbo de café.
—Por el beso de Marilyn —y aclaró, en tono apacible, que así llamaban a la leona.
—¿Marilyn? Vaya nombre...
Samuel entró al baño y Teresa lo escuchó lavarse los dientes y hacer gárgaras. Volvió a guardar los objetos que había sacado del maletín. Alguna vez le había preguntado por qué cargaba aquello si no era médico y él le res­pondió que eran sus juguetes. Y la miró de tal forma que sintió una punzada que le estremeció el alma.
Samuel regresó, tomó el maletín y le entregó varios billetes.
—Mira la cartelera, seguro encuentras algo que te guste.
—Me gusta ir al cine contigo.
El puso cara de “inténtalo”.
—Podrías olvidarte de todo, al menos mientras pasa la película. Podrías ver una comedia.
—¡No estoy para comedias!
Samuel le dio un beso, frunció los hombros y se marchó.

Teresa conectó el viejo radio reloj y escuchó noticias mientras lavaba los platos, luego se ocupó de los quehaceres de la casa. Cuando terminó, rezó el rosario en la sala, frente a la foto ampliada a color que mostraba ahora al niño convertido en un joven de camuflado, en cuclillas; una pañoleta verde cubría su cabeza y en su espalda cargaba una mochila. El joven se apoyaba en un fusil y parecía corresponder cada oración con una sonrisa. Al fondo, un paisaje borroso, de arbustos fantasmales que parecían abrazarlo con sus hojas verdes.
Al mediodía hojeó el periódico. Leyó la noticia de la leona que mató del susto a un anciano en un pueblo de la costa Atlántica y sintió lástima por aquel pobre hombre. También se preguntó qué programa de televisión estaría vien­do. Al llegar a la sección de cines, leyó los títulos de las películas y le llamó la atención un recuadro que hablaba de perdón y reconciliación. Pensó que, después de todo, sería una buena idea.
Se duchó y se puso un vestido negro con estampado de flores grises. To­mó un bus y se distrajo mirando las calles. Se bajó mucho antes del paradero y caminó esquivando los cachivaches de los vendedores ambulantes. Entró a un restaurante y almorzó sin prisa. Luego salió y continuó sin afanes hasta llegar al teatro, hizo la fila y pagó en la taquilla. En la entrada leyó en el car­tel que se trataba de una conferencia y no de una película. La mujer encargada de recibir las boletas sonrió con sus labios grandes y gruesos:
—Uff, hace tiempo que se cerró el teatro.
Teresa dio media vuelta.
—Doña, espere —dijo la mujer de la entrada—. No se vaya.
Teresa lo pensó. Ya estaba allí, ¿qué podía perder? La mujer de la en­trada extendió la mano y le recibió la boleta sin dejar de sonreír.
—Fue el Señor quien la trajo hasta aquí.

Samuel se sentó en su pequeño cubículo y pasó el día con los audífonos pues­tos, escuchando conversaciones telefónicas intrascendentes. De vez en cuando apuntaba en la planilla “alusión nivel 5”, lo cual significaba nada. Sólo en una ocasión, meses atrás, le había tocado una conversación nivel 1. Hablaban en clave de consignaciones, de escuelas y juguetes. La grabó y la remitió a Direc­ción. Después se enteró por las noticias de un atentado que correspondía a dichas alusiones.
Al final de la tarde pasó Martínez.
—¿Preparado?
Samuel asintió, apa­gó los equipos, tomó su maletín y salió con él. To­maron un taxi hasta el sur de la ciudad. Martínez tim­bró en una casa de la­dri­llos rojos, unos pasos se aproximaron y alguien pre­guntó tras la puerta. Mar­tínez se identificó y añadió:
—Vengo con el doc­tor.
Un hombre gordo abrió la puerta, estrechó sus manos y los guió por el pasillo hasta un patio donde caían las últimas lu­ces de la tarde. Entraron a una habitación en pe­numbra y se detuvieron fren­te a un vidrio; a través se veía un cuarto iluminado. Allí dentro, un joven estaba sentado con las manos amarradas atrás. Sobre una mesa, pega­da a la pared, había una grabadora. El gordo le entre­gó un casete a Samuel.
—Lo de siempre —dijo—, nombres y direcciones.
Samuel entró a la habitación y al cerrar la puerta sintió el peso del si­lencio. Tal vez, en otro tiempo, fue un estudio de grabación, pensó, pues las paredes estaban cubiertas con láminas de corcho y la sensación de aislamiento era aplastante. El bombillo emitía una luz mortecina que creaba una atmósfera irreal, como la de los sueños. Dejó el maletín anticuado sobre la mesa y evitó mirar su imagen reflejada en el espejo. Se quitó la chaqueta de paño azul y se puso los guantes blancos de látex, luego introdujo el casete en la grabadora y presionó el botón de grabar.
El joven tenía los cabellos largos y ondulados que caían a los lados y cu­brían sus orejas, lo miró con unos ojos castaños, hinchados, que brillaban con vehemencia, como si fuera un sonámbulo y acabara de despertar sin saber dónde estaba.
—¿Quién es usted? —preguntó inútilmente, siseando las palabras.
Samuel sonrió con tristeza.
—Soy el doctor —dijo Samuel con una voz apagada, tranquila.
Sacó las pinzas, el jue­go de agujas de distintos tamaños que estaba en­vuelto en terciopelo negro y un aparato que levantó e hizo vibrar. El joven lo miraba alelado, como si se tratara de una aparición.
—Comenzaremos con los dientes, después serán las uñas y, ¿ves es­te aparatito?, seguiremos con tu virilidad. Eres viril, ¿cierto? Eso espero, por­que no quiero que después te enamores de mí.
El joven tosió. Samuel continuó con su voz monótona, apacible:
—No me interesa lo que tengas que decirles a ellos —señaló al espejo—. No me interesa saber lo que piensas, si crees en Dios o en la revolución. Si tienes familia o estás solo en el mundo. No quiero saber nada. Yo sólo estoy aquí para que aprendas el verdadero sentido de la palabra inocencia.
El joven hizo un gesto de desaprobación, ladeó la cabeza y se puso a llorar.
—Nos vamos a entender, ya verás.
La voz de Samuel se elevó por encima de un olor que se hacía cada vez más nauseabundo.
—Sabes muchacho, ¿qué es lo peor de la inocencia?
El silencio hacía que las palabras pesaran y retumbaran en la pequeña habitación. El joven lo miró con los ojos castaños, dilatados, presa del vértigo.
—Lo peor de la inocencia es que no hay inocencia.
Al otro lado del espejo, Martínez y el hombre gordo contemplaron la escena horrorizados.

Teresa entró al antiguo teatro convertido en centro de oración y se sentó en los primeros asientos, cerca del altar donde ardía un enorme cirio. Minutos después el rumor aumentó y comprobó que ya no había sillas disponibles. Aspiró el olor a rosas que desprendían los arreglos de flores y se dejó llevar por la melodía de un violín que flotaba en el recinto. Una lluvia de aplausos la trajo de regreso. Las luces se apagaron y en el centro de un círculo de luz apareció un hombre vestido completamente de blanco. Levantó los brazos y se presentó como el hermano Gabriel. Agradeció la presencia de todos allí, explicó que antes era un sacerdote de la Diócesis y que se había retirado del ministerio para predicar con mayor libertad la palabra de Dios. Entonces ha­bló del poder de las palabras.
“Si dices que estoy mal, atraes el mal. Tienes que aprender a decir: me voy a poner bien, me voy a poner bien. ¿Y saben por qué? Porque las palabras que nosotros pronunciamos son decretos. Crean energía. Las palabras se convierten en energía y se irradia a los demás.
”Hay personas que tienen el don de ver la energía de los demás, esa energía que sale por la boca y el cuerpo. ¿Saben qué pasa cuando dices ‘te odio’? Sale una energía densa y oscura hacia la otra persona. En cambio, cuando dices ‘te amo’ sale una energía clara y luminosa hacia el otro y se queda en ti.
”Las palabras son energía, cuidemos mucho las palabras que usamos para nosotros mismos. Uno tiene que ayudarse con las palabras. Quiero escu­charlos a todos ustedes diciendo: ‘Quiero estar bien’.”
Todos repetían “Quiero estar bien”, cuando Teresa se levantó y salió. Esperó en el paradero y tomó el bus de regreso. Las calles se deslizaron por la ventanilla: empleados saliendo de las oficinas, estudiantes que entraban a las universidades para la jornada nocturna, secretarias que arrastraban un halo de fatiga. De pronto se dio cuenta, sin sorprenderse, de que estaba lloran­do. Al llegar a la casa, tomó un vaso de agua frente a la fotografía del niño que sonreía y saludaba con el gesto de tocarse la boina. Apagó la veladora con la yema de sus dedos, subió a su habitación y se puso la pijama. Leyó un par de párrafos de la Biblia y, antes de quedarse dormida, apagó la luz de la lámpara de su mesa de noche.

—¿Qué tal la película? —preguntó Samuel mientras se quitaba la corbata.
Teresa comprobó en el radio reloj que eran casi las once de la noche.
—Mala —dijo con voz ronca.
Samuel se desvistió y fue al baño donde se lavó la cara y la boca. Lue­go se acostó y dijo “lástima”. Encendió el televisor con el control remoto.
—¿Y el trabajo? —preguntó Teresa.
La voz de la presentadora de farándula llenó la habitación.
—Pesado —dijo Samuel.
En primer plano, la presentadora sonreía y mostraba sus dientes perfectos a la cámara. Teresa se dio vuelta y siguió soñando con Marilyn, caminando por el techo de su casa.

Dos poemas

Abraham Nahón

ABRIR UNA CAJA

Los vacuistas
nos enseñaron
a no temer.
Podemos meter la mano en escondrijos,
cajas o cántaros profundos
sin horror.
Sin acongojarnos
al no hallar tesoros materiales
ni tropezar con distractores
que nos separen
de las más sutiles vibraciones
del ser humano.
Música
de donde provenimos,
sonoridad
que vamos buscando por la vida
en una cavidad
donde esperamos completarnos.
Sobrevivimos
no como acontecimiento
sino como simple continuidad.
Lo que estalla
se diluye.
Una caja
es una paradoja
aunque no sea
la caja de Schrödinger
ni nos
incite a abrirla
siendo carnada
de un felino enigma.
Abrir una caja
puede ser como abrir los párpados
dentro de nosotros mismos.


AUTORRETRATO

Lo menos original sería trazar mi autorretrato.
No puedo dejar de pensar
cada línea de mi rostro
sin la influencia de los otros.

Tono y forma narrativos

Guy Davenport
Traducción de Gabriel Bernal Granados

El estilo de una narración es una suerte de dialecto. Las leyes que lo rigen son su propia naturaleza. Sentir que un estilo es natural e inevitable es como estar entre personas con quienes compartimos tradiciones y prejuicios. El es­tilo puede, por tanto, ser invisible, mezclarse con nuestra ignorancia. Para verlo apropiadamente, muchas veces el crítico tiene que sacarlo de su contexto y oponerlo a otro, o encontrar la manera de insistir en que la narración es artificial, deliberada y moldeada conforme a un estilo. También el artista vive con este problema, el cual puede sugerirle a Kafka que resultará más claro, acerca de su propio predicamento, si llama chinos a los judíos y construcción de la Gran Muralla a su forma de respetar la Ley. Su voz narrativa, por tanto, se libera. Ante todo, la narrativa está interesada en la libertad funcional de la mentira. “Cuando era muchacho, a principios de siglo, recuerdo a un viejo que llevaba pantalones cortos y medias de lana, y que solía cojear por la calle de nuestro pueblo con la ayuda de un palo.”1 Esto es una invitación a la lectu­ra, aparte de resultarnos familiar, acogedor, británico: la novela in­glesa tra­dicional en todo su esplendor. Leemos este principio en el entendido de que hemos empezado una novela, en espera de que surta su efecto, como si es­tuviésemos aspirando el incienso de un oráculo. Lo que estamos haciendo en realidad es aprender un estilo: la manera en que se nos contará esta historia. La mayoría de las novelas empieza con detalles triviales (rara vez los cuentos; los poemas nun­ca) para dar­nos la oportuni­dad de asimilar nues­tros oídos a su estilo.
“El señor Hackett dobló la esquina y vio, en la luz des­falleciente, a cierta distancia, su asiento.”2 Éstos son los rit­mos de un narrador dublinés. Tiene una voz experimentada. La narración es su arte: sabe cómo dejar caer frases subordi­nadas entre el verbo y su ob­jeto, de modo que nos veamos constreñi­dos a pres­tar atención y esperar. En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mu­cho tiempo que vivía un hi­dal­go de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y gal­go corredor. ¿Es aca­so el adje­tivo inesperado de rocín flaco lo que trastoca el sentido ritual de esta primera ora­ción, confiriéndole un sentido distinto? Estilo es carácter. El éxito de esta última oración estriba en que nos demos cuenta de que el narrador no altera la gravedad de su rostro, al mismo tiempo que esboza una sonrisa.
La narrativa del siglo XX tiende a pasar por alto el carácter incitante de la primera oración. The Making of Americans de Gertrude Stein empieza: “Una vez un hombre enojado arrastró a su padre por un patio hacia su propio huerto. ‘¡Alto!’, gruñó por fin el viejo, ‘¡Alto! Yo no arrastré a mi padre más allá del árbol’.”3 Esto es materia para descifrar. Incluso si sabemos reconocer que estas líneas están tomadas de la Ética nicomaquea, no tenemos la sa­piencia suficien­te para determinar lo que significan al principio de una novela. (Morfológica­mente, un epígrafe ha sido absorbido en la narración.)
La voz narrativa (tono, actitud, confianza) es tan característica de su épo­ca como cualquier otro estilo. Nosotros, sin embargo, no vivimos en una época; vivimos entre épocas.
La literatura, una vez un río definido por márgenes, es ahora un río en un océano. Johnson y Voltaire leían, o se asomaban, a todo lo que salía de las prensas. La erudición de un estudioso de hoy día está certificada por la igno­rancia con la que rodea el ámbito de su competencia. Es por tanto casi im­po­sible decidir si el siglo xx tiene un estilo percibido de diferentes maneras por una variedad de sensibilidades o si se trata de la más grande diversidad de estilos jamás conocida en nuestra historia cultural.

ALGUNAS DEMARCACIONES
El estilo de Bouvard et Pécuchet, cima del estilo difícil, minucioso de Flau­bert, donde la banalidad se muestra como una suerte de sarcasmo swiftiano mediante el puro tono de la voz. Las frases son inocentes: las primeras oracio­nes corresponden a la lectura de un termómetro, advierten que una calle in­dustrial entre la Bastilla y el Jardín Botánico está desierta por culpa del calor del verano, describen un canal y su tráfico y se ocupan de dos hombres comu­nes y corrientes, uno de los cuales ha despejado su sombrero hacia atrás de su cabeza, desabotonado su chaleco y desanudado su corbata. El otro lleva un traje marrón y una gorra. Flaubert ha aprendido a hacer que las cosas se co­necten entre sí. Todo lo que la novela significa se encuentra en esa lectura de termómetro: Flaubert ha percibido la trasposición de significado (signo, símbolo, señal de valor o rango) de una serie de significantes a otra. Una se­rie de valores humanos está siendo desplazada por una serie nueva; el des­plazamiento fue un accidente. ¿Quién pudo preveer que la culminación de la Ilustración serían Leopold y Molly Bloom, Charles y Emma Bovary, Bouvard y Pécuchet? Flaubert no sabe (o no quiere ventilar sus propias reservas) por qué los tiempos cobraron este otro cariz; de ahí el inmenso cuidado que pone en animar una descripción objetiva con detalles concluyentes que pueden ha­blar por sí mismos. Éste es el estilo de Joyce (incluido Finnegans Wake), Bec­kett, Eudora Welty. Y se vuelve una norma en el siglo xx, con variantes tales como Gertrude Stein (Tres vidas es un Tres cuentos cubista), Pound (hechos y citas que fungen como átomos dentro de sus moléculas ideogramáticas), Kaf­ka, Mandelstam, Mann.
El estilo de Kafka es un maridaje de Flaubert y el cuento popular. El comienzo de América es buena prosa flaubertiana, constreñida y objetiva, hasta la segunda oración, que describe la Estatua de la Libertad. El brazo con la espada parecía haberse alzado hacía un momento, y en torno a la figura so­plaba libre la brisa. Éste es el toque imaginativo más brillante de la literatura moderna. Nótese cuánto difiere de Colón, quien ve sirenas, ruiseñores y leo­nes en el nuevo mundo. O cuán diferente es del americano que ve Notre Dame en Londres. Es la voz narrativa que dice por primera vez en siglos que el mun­do descrito en la ficción no es el mundo homónimo en el cual vivimos. Es una suerte de error deliberado, de la misma especie del que cometió Homero cuando tergiversó una descripción del Vesubio y lo convirtió en un gigante de un ojo que bramaba y arrojaba piedras; o como los artistas medievales, que tenían que pintar camellos para los Reyes Magos a partir de descripciones ina­decuadas de esas bestias. Kafka trabajaba como Max Ernst, que tenía un genio similar para trastocar la realidad, y como Henri Rousseau, cuyo león en La gi­tana dormida no es otra cosa que un perro con melena, el cual llegó a tener una anatomía mucho más canina hasta que Rousseau se percató (o le dijeron) de las diferencias en el arreglo genital de perros y gatos. La esencia (y el po­der) de la narrativa de Kafka estriba en su receptividad a intrusiones inespera­das de la realidad. Sólo Walser antes que él había hecho esto fuera del marco de la ensoñación (Chaucer, Lewis Carroll) o de la ilusión (la Tentación de Flaubert y la imitación de Joyce de ésta en el capítulo de Circe, del Ulises).

LOS ESTILOS DE LUDWIG WITTGENSTEIN Y GERTRUDE STEIN
Extrañamente simultáneos en sus preocupaciones estilísticas, ambos escri­tores estuvieron trabajando desde 1917 en idénticos fenómenos lingüísticos: el significado volátil del lenguaje coloquial, lenguaje que es gesto, cortesía o fórmula social. Sabemos de la fascinación por ese lenguaje que tenían Henry James y Ionesco, quienes nos pi­den que escuchemos una conversación con una intensidad que no nos po­demos permitir durante una conver­sación útil y casual. (Ivy Comp­ton-Burnett logra una riqueza dramática en sus diálogos haciendo que los per­sonajes presten una atención maliciosa a las observaciones de unos y otros: análisis wittgensteiniano en crudo.) Cuando Wittgenstein nos pi­de que pensemos en las implicacio­nes filosóficas de decir “tengo un dolor” y “ya sé por dónde vas”, se está comportando como un drama­turgo en un primer nivel, el cual trata de hacernos despertar en medio de un sueño.
La obra de Gertrude Stein, An Exercise in Analysis (1917), es un drama wittgensteiniano de clichés y frases hechas. Darse cuenta de que és­tos carecen de sentido es dar un primer paso hacia la comprensión del porqué de su ensamblaje. A diferencia de Ionesco, Gertrude Stein no está interesada en lo absurdo del lenguaje sino en las asombrosas implicaciones que pue­den desprenderse de su condición común. Aquí hay espacio de sobra. Esta oración nos pone contra un encordado lógico del que podemos escabullir­nos sólo si se insiste (y esto es algo que ella quiere hacernos sentir) en que tenemos que entender lo que el lenguaje significa a pesar de lo que dice —y esto no es lo que entendemos ciertamente por lenguaje—. Era un muchacho. Ahora lo entiendo. Planchas extra grandes. Estas tres frases aparentemente inocentes son asociaciones casuales que se acuerdan en una penumbra de estupidez. Recuerdas haberlo extrañado.
Una de las razones de que William Carlos Williams parezca plano jun­to a un poeta que usa un lenguaje cargado conforme a la dicción poética tra­dicional (Wallace Stevens, por ejemplo) es que pa­samos por alto el sesgo steiniano de su lenguaje. Cuando cita, en el principio de Paterson, un le­trero que dice que no se admiten perros en el par­que a menos que éstos lleven correa, quiere to­marnos por sorpresa en el momento steiniano-witt­gensteiniano de caer en la cuenta de que, en efecto, el letrero tiene sentido, pero como los perros no pueden leer, el letrero existe en un sueño de la razón.
Aquí noto la recurrencia de un patrón: un movimiento que va de la su­posición de que el mundo es transparente y asequible al pensamiento lúcido y al lenguaje, a la suposición (tener que suponer, dirían más bien los artistas involucrados) de que el mundo no es claro. Ésta parecería ser la postura de Joyce, Borges, Beckett, Barthelme, Ionesco.
El cambio radical de la narrativa del siglo XX es de índole formal. Ha habido cierto consenso en que la literatura es en primer lugar literatura y no una crítica útil de las costumbres. Y ha habido una búsqueda vigorosa de nuevos patrones para la novela. El cubismo, una palabra absurda para de­signar el estilo de pintar inventado por Picasso y Braque, era en esencia el re­torno a un modo arcaico de entender la pintura como algo equivalente a la escritura. Los pintores prehistóricos condensaban imágenes. Un tarpán, por ejemplo, se empezaba a dibujar por la línea dorsal del perfil que fluye de las orejas al rabo. Luego se añadía la cabeza, los ojos, las orejas. Luego la cola. En seguida, las patas delanteras, la línea de la panza y las patas traseras; la grafía aún quería decir tarpán. Esa línea dorsal sigue siendo el equivalente chino para caballo, con el agregado de las líneas de las piernas.
El cubismo seguramente se desarrolló a partir de la consideración del artista de qué tanto del boceto debía terminarse. El “terminado” de una obra comporta una estupidez de la percepción. Líneas graciosas y espontáneas se vuelven sosas o llegan a perderse por completo. Ruskin pensaba que Turner arruinaba sus pinturas llenando todas las partes de la tela. Picasso y Braque trataron de evitar esta estultificación de la pintura siguiendo modelos arcai­cos. Los artistas de Haida siempre representan el otro lado del animal que están dibujando, de modo que sus ballenas parecen alas con goznes en un punto medio. Los cubistas incluyen información visual que requeriría varios puntos de vista. La perspectiva se limita a un solo punto de vista. El sonido y la furia es por tanto una narración cubista. Los monederos falsos, El coleccionista y La amante del teniente francés de Fowles, El ruido del tiempo de Mandelstam, Rayuela de Cortázar, The Making of Americans de Gertrude Stein.
La arquitectura de una narración se enfatiza y juega un papel con efecto dramático cuando los novelistas se vuelven cubistas; esto es, cuando vislumbran las posibilidades de hacer un jeroglífico, un símbolo coherente, un ideograma a partir de una obra total. Un símbolo encarna cuando un artista se da cuenta de que es la única manera de que todo el significado encuentre su sitio. Los genios siempre proceden por fe. Vemos emerger la novela en la literatura romana cuando los particulares de la realidad salen a flote en la superficie. Apuleyo quería escribir una nueva clase de mito: sensualidad, bru­talidad, Eleusis, platonismo, mitraísmo, viaje, comercio, Cupido y Psiquis —de alguna manera todo esto se relaciona entre sí y el narrador puede traerlo a cuento—. Lo mismo se puede decir de Petronio. Esto sucede una vez más con Cervantes, y una vez más con Dickens y Dostoievski.
Los experimentalistas del siglo XX querían aprender a sincopar, unir, ob­tener la esencia con un solo golpe: dibujar tanto del tarpán cuanto pueda co­rresponderse con la inteligencia. El arte siempre ha sabido que la realidad puede escapar de la hubris artística para regresar al camuflage natural del cual el artista ha querido aislarla. Los caballos de Rosa Bonheur son caballos; los caballos de Picasso son caballos de Picasso. La primera ha honrado a Dios, el segundo lo ha entendido.
La acción de la Ilíada dura cincuenta y cinco días. El día vigésimo octa­vo (Libro X), o centro temporal de la épica, muestra a los argivos en una incursión nocturna en las líneas troyanas. Agamenón lleva una piel de león, Menelao la de un leopardo; Odiseo lleva el morrión de su abuelo, el ladrón Autólico (El Lobo). Dolón, el espía troyano con el que se encuentran, lleva una piel de lobo. Griegos y troyanos por igual se han vuelto animales depreda­do­res nocturnos. Homero ha contado los días de su poema de modo que sean veintisiete días + un día en los que los hombres lleven pieles de animales y actúen con sapiencia brutal + veintisiete días. En los extremos de esta elegan­te geometría de la Edad de Bronce encontramos la primeras y las últimas palabras del poema: furia ciega y domador de caballos. El significado de la Ilíada aparece por tanto descrito en este diseño: es un poema acerca de la do­mesticación del animal que hay en el hombre.
La simetría de la Ilíada es rigurosa (el duelo de Paris y Menelao equilibra el duelo de Héctor y Aquiles, el primero tiene lugar en el tercer libro y el segundo en el tercer libro de atrás para adelante, mientras que el plan de Zeus para deshonrar a los griegos ocupa los diez libros centrales); su rigor balanceado y arcaico está regido por las leyes de la repetición y la recurrencia rítmica.
La Odisea es más dispareja en su diseño, aunque las aventuras de Odi­seo se acomodan a un esquema. El descenso al Hades es el centro; seis aven­turas suceden a cada uno de sus lados y se contraponen simétricamente. Los cícones y los feacios son opuestos: sociedades terrestres y supernaturales. Los Comedores de Lotos y Calipso (aventuras 2 y 12) tientan a Odiseo con deflecciones de la voluntad. Los cíclopes y el Ganado de Hiperión (3 y 11) comportan pecados contra los dioses. Eolo, Scila y Caribdis (4 y 10) son fuer­zas de la naturaleza. Los lestrigonianos y las sirenas (5 y 9) son caníbales. Las dos visitas a Circe (6 y 8) se acomodan a ambos lados del descenso al Ha­des, el centro de la simetría. Esto puede verse como círculos concéntricos al­rededor del descenso, un remolino simbólico, de suerte que podemos decir de la Odisea que tiene la forma del agua en un vórtice, siendo el agua su símbolo recurrente. El símbolo de la Ilíada es el fuego, el cual, como Aquiles, pue­de salirse de control, como la cólera, y consumirse a sí mismo.
El siglo XVIII vio el diseño de las épicas de Homero como algo tosco y ossiánico, aunque los inconformes comenzaban a hacerse escuchar. Cuando el reverendo Donald McQueen (el mismo que remó para el doctor Johnson a lo largo de la costa de Scalpa en las Hébridas) “alegó que Homero esta­ba hecho de fragmentos inconexos”, Johnson in­sistió en que “ninguno de los libros de la Ilíada se puede sacar de su contexto”; y creía que lo mis­mo podría decirse de la Odisea.4 Nuestra opinión hoy día es que ningún ver­so de los dos poemas pue­de eliminarse de ellos.
La belleza de la arquitectura está tanto en favor como en desfavor en nuestros tiempos, lo cual es una forma de decir que tenemos una confusión sobre el sentido del diseño. A la estructura de las obras de Joyce se le considera de una complejidad avasallante; le ha tomado a la crítica medio siglo aprender a distinguir la arquitectura del Retrato y el Ulises. Los huesos de Finnegans Wake yacen ocultos bajo su carne de palabras; ni siquiera pode­mos encontrar la forma externa, y sospechamos que se trata de un monstruo. Mi conjetura es que la forma del Wake resultará ser tan sólida y tan simple como la de los Trois contes de Flaubert, un tríptico hagiográfico recorrido por el denominador común de una alusión a una ventana de iglesia. Los Can­tares de Pound parecen desafiar cualquier intento de exégesis. Nuestra época se diferencia de cualquier otra en que sus obras de arte más importantes fue­ron construidas con un espíritu y recibidas con otro.
Hubo un Renacimiento hacia 1910 en el cual la naturaleza de todas las artes cambió. Hacia 1916 este renacer se vio eclipsado por la Guerra Mundial, cuyos efectos trágicos no pueden ser sobrestimados. Tampoco se puede llegar a ningún entendimiento del arte del siglo XX si la obra en consideración no se pone contra el telón de fondo de la guera que extinguió la cultura europea. (Los estudiantes que leen “ojo-profundo en el infierno” de Pound automáticamente piensan que se trata de una alusión a Dante, hasta que se les habla de las trinche­ras.) Siendo imposible la precisión res­pecto de semejantes materias, podemos decir sin embargo que el brillante pe­riodo experimental del arte del siglo XX se frenó en seco en 1916. Para entonces, Charles Ives ya había com­puesto su mejor música; Picasso se había convertido en Picasso; Pound en Pound; Joyce en Joyce. Excepto por talentos individuales, ya en desa­rrollo antes de 1916, que iban cami­no de su madurez plena, el siglo se terminó en su año décimo sexto. De­bido a este colapso (que no obstante podría resultar ser una larga interrup­ción), los maestros de la arquitectura de nuestro tiempo han padecido el ninguneo o el abuso de la crítica, y en caso de ser admirados se les admira no por otra cosa sino por las innovaciones estructurales de sus obras.
En 1904 un hombre que ocultaba su identidad real tras el nombre del farmacéutico francés Etienne-Ossian Henry (un nombre con el que seguramente se topó a diario en el U. S. Dispensary, una obra de consulta que los boticarios tenían siempre a la mano, un nombre que derivó deliciosamente en el de O. Henry) publicó una novela titulada Cabbages and Kings. El escenario es una república bananera centroamericana. El Canal de Panamá había empezado a construirse ese mismo año; nuestro autor era sensible a los temas de actualidad. Y como el seudónimo del autor ocultaba maliciosamente el he­cho de que hacía no mucho había sido farmacéutico en la Ohio State Peniten­tiary, el título alude (entre otras cosas) al parecido entre el gordo y bigotón ministro de guerra William Howard Taft y una morsa, siendo Taft el autor in­telectual y el brazo ejecutor del imperialismo americano (la “Diplomacia del Dólar”) en lo referido a los asuntos de América central. Todo el chiste del títu­lo se reduce a que las coles y los reyes de Anchuria son bananas y vanos dicta­dores, que derivan su investidura de los exportadores americanos de aquéllas. Anchuria: tierra del espíritu perezoso, feliz y expansivo. O. Henry no explica el seudónimo que usó para Honduras —era, por lo visto, otro chiste privado el que O. Henry estuviera describiendo unos anti Estados Unidos.
Nostromo se había publicado en 1904. Así, en cierto sentido, O. Henry, que había reconocido en el predicamento de Lord Jim el suyo propio (“...am­bos cometimos un error que nos marcaría para siempre en la crisis suprema de nuestras vidas”, le dijo a Alphonso Smith, “un error del que no podríamos recuperarnos”),5 estaba repitiendo la novela de Conrad sobre la desaparición de una enorme suma de dinero en el contexto de una revolución latinoame­ricana.
Fue idea de Witter Bynner, entonces de 23 años, que O. Henry probara como novelista; quizá sólo un hombre tan joven y tan fresco, egresado de Har­vard, pudo haberle sugerido a un maestro del cuento (escribió 66 en 1904), entonces de 42 años, que cambiara a una forma más larga. Bynner sugirió que con ciertas historias ya publicadas podía tejerse una narración más larga. Un cuento (“Laberinto de dinero”) fue rebanado y sus partes intercaladas con material nuevo. O. Henry se refiere a la forma como un “vaudeville”, y nos pide que imaginemos las últimas tres escenas de la novela como tres secuencias fílmicas del “Vitagrafoscopio”, un arte que entonces se encontraba en las manos formativas de Méliès, Edison y los hermanos Lumière.
En efecto, el cine debió estar muy presente en la mente de O. Henry cuando escribió esta novela ensamblada. Cabbages and Kings tiene el corte rápido que asociamos más con la edición cinematográfica que con la prosa. Explota las ventajas de la pantomima: los errores que cometemos y que ex­plican que no entendamos lo que está ocurriendo son, con mucho, errores de lectura de información visual. La novela empieza por pedirnos que miremos a una tumba y leamos la inscripción que hay en la lápida. Entonces se nos muestra a un hombre que está atendiendo la tumba, pero no se nos dice quién es o para quién trabaja. Todo el “Proemio” (el cual, como si se tratara de po­ner sobre aviso al lector perspicaz sobre la arquitectura del libro, está suscri­to “Por el Carpintero”) es una ofrenda sostenida de desinformación. ¿Cae dentro de los deberes de la crítica notar que el desfalcador convicto O. Henry es uno de los maestros de la literatura en el arte de traficar información bellamente falsificada frente a los ojos de un lector desapercibido de este hecho?
El malentendido es el móvil principal de la trama. Un telegrama pone sobre aviso a un hombre de negocios de un pueblo costero que el dictador de un país se ha fugado con el tesoro nacional escondido en maletines. Al dicta­dor lo acompaña su amante, una estrella de la ópera. A partir de entonces se desata una cadena de acontecimientos tan enredados que Maupassant (o Dos­toievski) hubiera envidiado el tramado de la historia. Pero Maupassant y Dostoievski hubieran usado esta ingeniosa trama de O. Henry para dar for­ma a conflictos y tensiones originados en la voluntad y las pasiones de los personajes. Los personajes de O. Henry son tipos salidos de la Comedia Nueva; son situaciones, figuras que se encuentran en chistes, anécdotas y en la come­dia musical.
Cabbages and Kings es una novela arquitectónica: una narración cons­truida con piezas discretas de imaginería, anécdotas y cuentos (cinco para ser exacto, tres de los cuales se ocupan de dos pesonajes cada uno). Para los lec­tores de 1904 se trató de una comedia ligera que intercalaba chistes deliciosos; si acaso tenía un significado más profundo, éste era el de una disculpa, en nombre del espíritu cómico, a Panamá por los botes grises de guerra que atra­caron en sus puertos. Ahora podemos leerla como una confesión disfrazada y quizá como la racionalización del delito cometido por O. Henry y su huida posterior a Honduras. Lo que le proporciona la energía constante común a la novela es su juego versátil con la apariencia y la realidad.
La forma arquitectónica absorbe y desplaza la narrativa. Esto empieza a suceder a ambos lados del Atlántico, con Pound en Los cantares (una épi­ca arquitectónica construida a partir de imágenes que interactúan temáticamen­te en lugar de tener una trama con personajes), Mandelstam y Shklovs­ki en Rusia, Hermann Broch en Alemania, Gide y Coc­teau en Francia. Después de la Guerra, el movimien­to perdió fuerza; de no ser por Ulises y otras notables excepciones (USA de Dos Passos, EIMI de Cu­mmings, Petersburgo de Bëli), la narrativa se mo­dernizó y simplificó la for­ma de la novela tradicio­nal. Pound siguió siendo un ejemplo para los ar­tistas norteamericanos. La obra maestra de Williams, Paterson, puede ser la única forma arquitectónica totalmente accesible de nuestra literatura. Los Poemas de Máximo, de Olson, y “A” de Zukofsky son demasiado simbólicos y verbalmente complejos, respectivamente, para llamar la atención de los gran­des públicos, en especial en una época en la que el título académico se está convirtiendo en un certificado de analfabetismo.
Hace quince años comenzó a emerger una escuela de artistas norteame­ricanos que trabajaban exclusivamente con la forma arquitectónica: el New American Cinema (Maya Deren, Gregory Markopoulos, Jonas Mekas, James Broughton). El genio de todos ellos es Stan Brakhage, y su filme Anticipa­ción de la noche es el primer filme arquitectónico. Su “narrativa” (influida, según Brakhage, por Pound y Stein) es una sucesión de imágenes que no cuen­tan una historia sino que definen un estado de la mente. Su filme Dog Star Man va todavía más lejos; es un poema largo en imágenes parecidas a las de Paterson y Los cantares. Es bueno saber algo acerca de los realizadores del cine norteamericano por­que ellos crearon una at­mósfera gracias a la cual los escritores de prosa pu­dieron volver a la forma arquitectónica.
Genoa de Paul Met­calf es la única obra en prosa totalmente lograda de este nuevo movi­mien­to arquitectónico. (Se pu­blicó en 1965 con el sello de Jargon Books y tuvo solamente dos rese­ñas). No tiene trama —más bien, dibuja cuidadosamente un jeroglífico frente a nuestros ojos, un símbolo extrañamente oscuro—. Como si introdujera y desa­rrollara temas musicales, el señor Metcalf habla a través de un personaje que, así debemos entenderlo, es ficticio en varios sentidos. Este personaje, un tal doctor Mills, es (como Paul Metcalf) descendiente de Herman Melville. Al mismo tiempo, su hermano es el notable Carl Mills, quien, junto con Bonnie Brown Heady, secuestró y asesinó a Bobby Greenlease en 1953. De tal suer­te que dos parentescos se unen en una ficción.
La narración se construye a partir de las trayectorias paralelas de Colón y Melville, cada uno de los cuales entendió el espacio a su modo. El señor Metcalf expone su material con un mínimo de conexiones narrativas, usando pasajes de los escritos de Colón y de Melville para establecer una identidad psicológica altamente definida en cada uno. Hay otros elementos entrevera­dos: pasajes de obras embriológicas (en especial de teratología), pasajes de libros de exploradores y de escritos de personas del entorno de Melville. A solas entre los críticos de Melville, el señor Metcalf se ha percatado de que Ahab y sus hombres asediaban a Moby Dick de la misma forma en que los espermatozoides se ciernen sobre un óvulo (una imagen curiosamente compleja, dado que Melville hizo hincapié en la semejanza entre las ballenas y los espermatozoides).
Dada la riqueza de Genoa (un ensayo, tres vidas, un poema con tema bio­lógico, una meditación sobre lo que se sentiría ser el hermano de Carl Mills, la historia de ciertas ideas), parecería inevitable que su forma fuera arquitec­tónica. Preferiría pensar que su forma se deriva en última instancia de Mel­ville. ¿De qué otra novela que no sea Moby Dick puede decirse que podría incorpo­rar un capítulo sobre cualquier tema habido y por haber sobre la faz de la tierra?
En Genoa cada oración está regida por la forma del capítulo corres­pon­diente. En el capítulo titulado “Caribdis”, cada imagen, cada idea y cada acción tiene que ver con remolinos. (Ulises guarda el mismo sentido de uni­dad.) No hay obra arquitectónica que pueda parafrasearse, porque éstas di­fieren de cualquier otra forma narrativa en que el significado deviene una red o un globo, en lugar de acomodarse a los rigores de una línea.
Metcalf representa nuestro giro más radical en la forma narrativa; su to­no pertenece a la norma del siglo XX, bellamente realizado mas no diferente. Un cambio de tono significaría un logro. Donald Barthelme ha andado un buen trecho en esta dirección, así como Kenneth Gangemi. Mandelstam significó un cambio de tono; su amigo Shklovski dijo que el deber del escritor es convertir lo familiar en algo extraño. La escritura europea y americana ha pasado la mayor parte del siglo tratando de hacer de lo extraño algo familiar.

1 When I was a boy at the beginning of the century I remember an old man who wore kneebreeches and worsted stockings, and who used to hobble about the street of our village with the help of a stick.
2 Mr. Hackett turned the corner and saw, in the failing light, at some little distance, his seat.

3 Once an angry man dragged his father along the ground through his own orchard. “Stop!” cried the groaning old man at last, “Stop! I did not drag my father beyond the tree”.
4 James Boswell, The Journal of a Tour to the Hebrides with Samuel Johnson, edición de L. F. Powell, Londres, J. W. Dent, 1958, p. 104.
5 Véase Charles Alphonso Smith, The O. Henry Biography, Doubleday, Nueva York, 1916, pp. 144-145.

lunes, 26 de abril de 2010

Desprendimientos

Ignacio Ruiz-Pérez
(Fragmentos)

III

La soledad del chopo
apenas alcanza a cubrir el poblado
y el poblado apenas se deja alcanzar
por las ramas del chopo.
El sol es una maraña
y en la maraña no hay dios,
chopo ni pueblo.
Si la soledad persiste,
¿dónde quedan chopo,
sol y pueblo?



XX

(En mi aliento hay un templo
y en su atrio hay un bosque
que no es este bosque
sino aquel que nunca vi ni veré

en el atrio hay una doncella
y en sus dedos una noche
y en la noche los astros vuelan sus márgenes
para poblar las noches de otros templos
y en esas noches que tampoco veo ni veré
mi mano traza un mar
y en el mar hay islas que vuelven con aves
que no son aves

y con las aves que no son aves
vuelven las lluvias
porque el bosque no es este bosque
sino aquel que nunca vi ni veré.)



XXIV

Los puentes existen si hay alguien dispuesto a caer.
Y para que alguien caiga es necesario
que el suelo sea propicio a la lluvia
y al sol que desgasta maderos y cuerdas.
Así se verá si el grito es proporción del olvido
o puente que une a la caída
con el retumbo del cuerpo que cae.



XVII

Digo mar para decir luz
enjambre para decir oro
río para decir sauce

digo el fasto del ojo es la certeza del ángel
o agua sin rumbo es agua perdida

digo, en fin, el vuelo que niega la tierra
la esdrújula que niega este verso
el verso que niega esta mano
la palabra que niega esta página
el paisaje que entra en el ojo que no es este ojo
que no es este ojo

digo zarpazo, espuma,
crepúsculo partido en dos:
lo que veo permanece
                                  lo que no, se fuga

Un cuchillo para Eastwood

José Homero

When a man grows old his joy
Grows more deep day after day,
His empty heart is full at length
But he has need of all that strength
Because of the increasing Night
That opens her mystery and fright.
Para Ezra, A chuisle mo chroí

El filme número veinticinco de Clint Eastwood es un manto de protección y pérdida. Si me abrigo con tal figura para designar los hilos imbricados en Million Dollar Baby es porque tal prenda entraña el diseño textil, las ondulaciones del texto: la implicación paternal, los visos de arraigo y desarraigo, las connotaciones de pérdida y sustitución, el marco católico de culpa y redención.
Hay una asentada relación paterna o mejor dicho de índole paternal que en apariencia restaña heridas de carencia. Como en toda cruz céltica, la car­ta cuyo significado determina la lectura se encuentra oculta siendo el elemento que otorga, rige, la significación. No sólo porque el significador, la ima­gen oculta es una carta, sino porque la hija ausente, la destinataria de la narración que urde Strap —el relato fílmico propiamente—, convertido en un auténtico narrador, un testigo, un sobreviviente, es la corresponsal a quien Frankie escribe infructuosamente y cuyo silencio lacera al entrenador. Cuando Dunn emprende su propio intento de arraigo remontándose a las raíces gaélicas, a quien busca es a su propia y perdida arteria, el significado real de “mo chuisle” —escrito incorrectamente en el filme como “mo cruishle”; un rasgo de vero­similitud, recordemos que Dunn estudia el gaélico—. Y no sólo la hija perma­nece ausente, extraviada en algún lugar entre la na­da y el adiós, según fórmula de Scrap, sino igual­mente Frankie terminará extraviado. Nada extraño en un filme que modula con eficacia el tema del anonimato y la pérdida.
Si la relación entre Dunn y Maggie Fitzge­rald, la peleadora proce­dente de las montañas de Teo­dosia —Hilary Swank, es­pecialista en encarnar gentuza— parece avanzar sobre las vías de la relación por sustitución —él ex­traña a su hija, una hija disgustada por motivo desconocido; ella, extraña a su padre, muerto de cáncer—, y otras líneas igualmente complejas e imbri­cadas. Una de ellas es el tema de la culpa. Dunn asiste diariamente a misa, patentizando el socavador sentimiento. “Sólo los que cargan una culpa muy grande vienen a misa diario”, sentencia socarrón el cura, un irlandés que exige una fe pueril para comprender los misterios de la divinidad. Si tal car­ga no fuera sufi­ciente para agobiar los hombros del entrenador y cutman —el encargado de parar la sangre cuando ocurre un corte—, conlleva el remor­dimiento de la pér­dida del ojo de Strap, a pesar de que éste no lo culpa. Su desdichada tra­yectoria como entrenador, siempre cerca y siempre lejos de un título mundial, obedece a idéntica razón: no quiere arriesgar a sus boxea­dores y éstos, ávidos de un título, lo abandonan, como Big Willie, quien en vísperas de una pelea de campeonato cambia de manager, pese a admitir que todo lo ha aprendido de él. Strap le dice a Frankie que desde hace dos años el chico estaba listo para el campeonato y Dunn, por defenderlo, por sobreprotegerlo diríase, no lo permitió.
De manera semejante se comportará con Maggie. No acepta en principio entrenar a la chica porque es demasiado salvaje y demasiado vieja para convertirse en una buena boxeadora. Frankie, en el fondo, teme que sea lastima­da. Después, una vez que ha aceptado la responsabilidad, cuando conseguir peleas se dificulte debido a la contundencia de Maggie, sólo queda una opción: el combate por el campeonato mundial con la sucia peleadora Blue Bear (in­terpretada por la boxeadora en la vida real, Lucia Rijker), una exprostituta de Berlín oriental, que recurre a toda suerte de artimañas y golpes prohibidos para ganar.
Notamos ya tres cabos: la relación con una hija ausente, con la que presumiblemente ocurrió un conflicto tan terrible que las cartas que Frankie le escribe son devueltas y por cuya causa va a misa; los sentimientos de culpa de Frankie, por la hija y por Strip; y la renuencia en un principio a acep­tar a Maggie como pupila para no propiciar nuevos remordimientos. Pero también el miedo al dolor, inducido acaso por la pérdida del ojo de Strap o por el conflicto con la hija, lo que provoca una conducta sobreprotectora, una cautela que para los pupilos de Frankie raya en la pusilanimidad. Teme tomar riesgos, como si deseara apartarse de la corriente vital cuyas ondas im­plican precisamente redención y muerte. Sólo cuando Maggie está perdiendo en su primer pelea, él acepta la responsabilidad abriéndose al entusiasmo, a sentir que otra vez puede conseguir el elusivo triunfo, redención del fracaso.
Hay una configuración del triunfo como satisfactor y redención de la culpa y de los yerros personales. Para acentuar el movimiento telúrico, la ex­periencia del temor y temblor, de la actualización del tema de Job, el triun­fo no se consigue. Queda entonces aceptar la carga con entereza, pero esa búsqueda de redención —que concluye en una nueva culpa— lleva a un au­téntico callejón sin salida. Ya no se trata únicamente de asumir la culpa, sino de paliar algo de ésta, efectuando un acto radical de insolencia humana ante la divinidad. Si X asesinaba a Y en Río místico, en un acto trasgresor de los valores humanos para salvaguardar la comunidad, Dunn debe asumir la muer­te de Maggie aunque trasgreda las nociones religiosas. He aquí la hondura de Eastwood: de cuestionar los valores comunitarios ha pasado a cuestionar los valores divinos, la axiología de un pacto entre el hombre y la divinidad. Al mismo tiempo ese cuestionamiento es incisivo al enunciar correctamente la pregunta: ¿de verdad la muerte es una decisión divina? Ante la angustia de Dunn, el bueno pero limitado sacerdote no puede resolver el dilema, y contesta que no debe hacerlo porque se perderá “en un sitio tan profundo que nunca se podrá encontrar”. Lo cual puede ser una atinada metáfora del in­fierno —el sitio que alberga a quienes han perdido la gracia divina, oscuro por la ausencia de luz— pero asimismo una perogrullada. El sacerdote no sabe qué responder ante un acto que enfrenta al hombre con Dios.
Historia de equivalencias, al decidir que el triunfo es la ecuación que redime el fracaso, aceptar una derrota toral implica perderse. No en ese lugar oscuro, pero sí también en un sitio donde nadie pueda encontrar a Dunn. Quizá la taberna de Ira, la penitencia del eremita.
Eastwood otorga a su filme una honda resonancia. Detrás de cada vía de sentido, o de significación, detrás de cada posible onda de significancia, viene una segunda ola que modifica el movimiento original, como si asistiéramos a una suerte de lectura cuántica donde cada onda/corpúsculo po­see distinto comportamiento aunque coincidan en la dirección. El afecto entre Frankie y Maggie va más allá de una tópica relación paternal, que se supone rige las relaciones entre mentor y discípulo, más allá incluso de las figuras de sustitución que representan el uno para el otro, hasta resonar como una auténtica relación de amor —y éste es uno de los méritos mayores de una pe­lícula que para mí es ya una de las grandes de la historia: recordarnos que amar implica comprender al otro, trascenderse; en este sentido, estamos ante una de las historias de amor más extraordinarias, justamente por su elusión del tema, un poco como Lo que queda del día de James Yvory, aunque aquí el sentimiento es menos insinuado, y sólo finalmente mostrado, con el beso que sella la decisión final—. De igual modo, la sobreprotección o la necesidad de protección, la cautela, la conducta precavida ante los riesgos, no deriva sólo de una actitud paternalista sino que aparece en intrínseca relación con el boxeo. Hay que protegerse porque el boxeo implica una apuesta límite, una puesta en linde de la condición humana. “Nada es natural en el boxeo”, sen­tencia Scrap y enumera las causas para tal conclusión. Hay que educar al cuerpo para que asimile los movimientos que distinguen a un boxeador de un bravucón. Incluso, dentro de estas resonancias que sutilmente modifican el sentido aparente, bajo el tema, digamos, de la naturaleza y la cultura, palpita el tema de la pa­sión y la educación. Quie­nes defienden la emotividad y la inocencia, el mito del buen salvaje, deben ver esta película que ex­hibe que el box, en apa­riencia uno de los deportes más primitivos e impulsivos, es también uno de los deportes más sutiles y culturales, en tanto la técnica aspira a domeñar el instinto. El boxeo, puntualiza Scrap, decepciona los impulsos: “quieres salirte y tienes que atacar, quieres ata­car y debes retroceder”. Eso es lo que los entrenados, educados ojos de Fran­kie y Scrap ven: un boxeador no necesita pasión o talento, sino educación. Por eso Danger, el retardado huérfano que convierte el gimnasio en su hogar, no será nunca un boxeador —no uno bueno, siquiera un boxeador, alguien capaz de entablar una pela—, porque es sólo entusiasmo; “si he visto a un boxeador que fuera pura pasión, ése era Danger”, dice Scrap, cuyo tono de­sencantadamente ensayístico recuerda a un Voltaire del cuadrilátero. Y ese entusiasmo, la carta de presentación de Maggie, es lo que repele a Frankie. Ella acomete con brío y fuerza el saco, del mismo modo que Danger golpea el aire “como si fuera capaz de devolverle el golpe”, dice Frankie. El secreto está no en qué tan fuerte golpear sino dónde golpear. Y algo más, evitar que te golpeen. Porque la frontera entre un deporte que claramente exhibe que naturaleza y cultura son dos espacios distintos está en el riesgo, en la posibili­dad no de perder, sino de morir. En el box late siempre la amenaza mortal. Y por ello las resonancias heideggerianas de una película que acaso para mu­chos no sea más que una fallida relectura de la fábula de cenicienta y una desdichada copia de Ro­cky —desdichada y falli­da porque Million Dollar se acrecienta ante la de­cepción, es una película que siguiendo la idea de Jorge Cuesta convierte a la decepción en arte—. Si es posible encontrar a Edi­po en la discotheque, no sorprenden las connotaciones metafísicas, las in­sinuaciones a Heidegger, con su cabaña en medio de los pinos y de la niebla matinal —una lectura pa­ranoica debería de explo­tar las resonancias entre cuadrilátero y la cuadratura que conforman el cielo, la tierra, el hombre y la divinidad, el Gelviert heideggeriano—, y por supuesto la implicación kierke­gaardiana.
Million Dollar Baby decepciona sus premisas, sus pautas narrativas, para virar y enmendar la trayectoria —anunciada por la prolepsis fílmica, la profecía narrativa, que representa el automóvil, cuando Frankie y Maggie vuelven de las montañas, donde visitaron a su familia: en un plano medio casi en contrapicada vemos al automóvil tomar una curva y de pronto el paisaje se ensombrece merced a un fundido— con lo que una historia en apariencia de éxito —una sucess movie— remonta sus acciones hacia lo sublime.
Million Dollar Baby es una extraña, compleja, sutil película llena de pe­queños motivos que no son aislados sino significativos, como suele ocurrir en las grandes obras de arte. La niña a la que ven en la gasolinera —la propia hija de Eastwood, Morgan, quien inspira la lullaby elegíaca “Blue Morgan”, tema principal de la cinta— encausa la lectura no sólo de la relación paternal, la onda evidente, sino también implica la menos evidente resonancia, la onda secuencial, del tema de la eutanasia. Y hay una sutileza más profunda en esta escena: niña y perro representan para ambos, Frankie y Maggie, la pérdida, el significado ausente de sus vidas. Es la hija perdida, es el perro y el padre perdidos.
Lectura trágica del mundo, Million Dollar Baby es la obra más estreme­cedora de un director que como pocos está pulsando las cuerdas de la tragedia. Me conmueve especialmente la dimensión de esta empresa. En algún momento muchos pensamos que Eastwood componía una obra sinfónica en torno a la antiépica. La distancia ha permitido apreciar mejor los timbres, más que minimalistas, impresionistas en el sentido musical —la tonada del piano posee el colorido de las notas de una pieza de Debussy o del Grieg pianísti­co—, de esta obra. Hay líneas que se encuentran: la ausencia del padre —en Un mundo perfecto, Río místico, Poder absoluto—, la necesidad de redención —Los imperdonables—, el elogio de la masculinidad —y los valores masculi­nos en un momento en que se impone el retroceso y se exaltan únicamente los valores femeninos, actuando justamente cómo no debe actuarse: sin com­prender que la unidad requiere de elementos complementarios—, pero Million Dollar Baby es la tragedia más lograda de Eastwood. Superior a la extraordinaria y majestuosa Río místico. La diferencia entre una y otra cinta la ilustra un relato borgeano. En “El espejo y la máscara” un rey encomienda a un bardo —la fábula es celta, para que la alusión sea adecuada a los climas gaé­licos que envuelven el filme de Eastwood— componer una oda que celebre la victoria sobre los nórdicos. Tras un año, el poeta lee al rey una composi­ción destinada a perdurar en la memoria poética merced al apego, dominio de las convenciones. A cambio le entrega un espejo de plata y de nuevo le encomienda intente una nueva obra que aprehenda el pálpito de la batalla. Un año después, el bardo entrega una obra de lenguaje más agreste e inéditas metáforas. El rey le corresponde con una máscara de oro. Encomendada una nueva obra, al cabo de un año el bardo recita una obra de una sola frase, que sólo escucha el rey. A cambio del logro que implica comprender el universo en una frase y acceder a la prohibida, secreta belleza, el rey obsequia al bardo un cuchillo, para que se suicide, mientras él decide abdicar y se con­vierte en vagabundo. Demasiada belleza, demasiada sabiduría, para la comprensión humana.

Perro erizado de rayos

Rafael Juárez Sarasqueta
1

El visitante llega puntualmente a la casa del hombre. Se saludan sin agregar más palabras que las señaladas por las reglas de urbanidad. Ambos visten del modo tradicional, lo que parece inapropiado durante ésta época del año. Las vestimentas los asemejan. Lo mismo que la manera de caminar, cuando se internan bajo la sombra del árbol que aboveda el pasaje lateral de la casa y conecta el jardín en la entrada con los fondos del terreno.
Se detienen durante unos segundos frente a la edificación que, en la exten­sa bibliografía de la escuela, se conoce como sala de silencio.
Y es el silencio de la contemplación el que el hombre rompe, al mencio­nar que la construyó sin obviar ninguna de las especificaciones, de acuerdo al plano y a los diagramas explicativos.
El invierno ha deshojado la hiedra que cubría las paredes y algunas fisu­ras aparecen aún bajo gruesas capas de brea. La sala luce, más que nunca, como un inmenso bloque surgido repentinamente de las entrañas de la tierra.
Las bisagras suenan cuando el visitante empuja la puerta. Debe inclinar­se un poco al entrar. La abertura no sólo es estrecha, sino que el dintel está demasiado bajo para su estatura. Se demora en la oscuridad de la sala. El hom­bre espera afuera, algunos pequeños gestos delatan su impaciencia. Observa el cielo donde nada pasa, y los reflejos del sol sobre las ramas. Ve cómo en cierto momento el súbito cambio de dirección del viento provoca un remolino que arrastra la hojarasca y algunas pequeñas flores marchitas.
*
El visitante deja la sala sosteniendo una caja de cartón de embalaje. La de­posita sobre una pequeña mesa ubicada bajo el árbol y procede a sellarla con cinta adhesiva del tipo industrial. El hombre lo asiste. Va aportando las herra­mientas dispuestas en un estuche de cuero, girando apropiadamente la caja sobre la mesa para facilitar la tarea. Da un paso hacia atrás, de manera respe­tuosa, cuando el visitante cruza un cordel sobre la caja y coloca un lacre se­llándolo con su propio anillo.
*
Ahora el visitante monta al hombre a horcajadas. Con visible esfuerzo, el hom­bre camina sosteniéndolo por debajo de los muslos. Sin despreciar el valor simbólico del acto, ambos sonríen al comenzar el paseo: la gran diferencia de estaturas hace que el visitante casi arrastre los pies por el suelo. Va aferrado al hombre con ambos brazos y coloca la cabeza junto a la suya, como un ani­mal bicéfalo o un extraño parásito gigante. Traga puñados de semillas que éste extrae de su bolsillo y le deja en la boca con dificultad, equilibrando momen­táneamente el peso de los cuerpos sobre un costado. Un bocado por cada vuelta alrededor de la sala.
Al completar la séptima circunvalación, el hombre se paraliza. Tiembla so­bre sus piernas y grandes gotas de sudor le cubren el rostro enrojecido. El visi­tante baja de su cabalgadura, le desliza un puñado de barro ensalivado por la espalda. Observen, el hombre tiene los ojos en blanco.
*
Lavan sus manos en una pileta junto a la puerta trasera. En el agua flotan al­gunas hierbas y pétalos colorados. El visitante retira el barro de entre sus dedos.
Dice que ha sido un honor colaborar con el hombre. Ha dejado su anillo sobre la barra de jabón. Tiene la efigie grabada del feroz personaje de las fá­bulas infantiles. Afirma que la próxima tarea exigirá mayor concentración y resistencia. El hombre asiente mientras intenta recuperar el aliento. Le seca las manos y el rostro con una toalla esponjosa. Con un ademán y una leve inclina­ción de cabeza lo invita a entrar a la casa.
*
El visitante se sienta en una cómoda butaca junto a la estufa. Se adormece mientras observa, no las llamas, sino unas brasas alejadas que comienzan a apagarse. Un banquete espléndido se despliega a sus espaldas. El hombre, que sufre una leve cojera producto del esfuerzo realizado, se desplaza una y otra vez desde la cocina hasta la mesa, hacendoso, ordenando fuentes y platillos aromáticos sobre el mantel.
El tachón de barro en su camisa comienza a secarse y el polvo se va des­prendiendo poco a poco de la tela. La prenda sucia contrasta notoriamente con la pulcritud de la mesa servida. La disposición de los diversos platos y la esme­rada presentación de los alimentos recuerda algunos detalles arquitectónicos de la sala de silencio. El barro en la espalda se relaciona de manera inequívoca con los toscos brochazos de brea que cubren las grietas de sus paredes.
Al visitante, aún entregado a sus ensoñaciones, le rugen las tripas.
*
Los líquidos se escurren por las comisuras de sus labios. El visitante se mues­tra complacido por la calidad de los alimentos. Reitera sus elogios entre boca­do y bocado.
Más de una vez, cuando levanta su copa de vino, recorre con la mirada las paredes de la habitación. Observa las diferencias de color en la pintura, los rectángulos claros en el espacio de los marcos que han sido retirados.
Nota que la casa, aunque acogedora, carece de imágenes y elementos de­corativos. Ni siquiera se encuentra presente la familia de simpáticas ratas anu­dadas por las colas de la leyenda local, ni los gatos de cabeza articulada, tan populares en los hogares de la región.
Producto de alguna extraña asociación mental, el visitante menciona una superstición muy arraigada: al momento de nacer, cada niño queda vincula­do, durante el resto de su vida, a un animal que habita en las cercanías.
Suele suponerse, dice el visitante, que la posibilidad de encontrar anima­les en las ciudades es escasa. Afirma que esa apreciación carece de fundamen­tos. El hombre parece perplejo. Ha detenido la copa en medio del trayecto que va desde la mesa hasta sus labios. Satisfecho por haber atraído la atención del hombre, el visitante agrega que, aun sin considerar los zoológicos y las colec­ciones particulares, las ciudades cuentan con parques y paseos arbolados que aseguran la presencia de infinidad de insectos y pájaros de pequeño porte, ade­más de una población siempre abundante de roedores en los basurales de las afueras y en cada ramificación de las redes cloacales.
Dice, el caso de mellizos humanos vinculados a un mismo animal, está documentado de manera fehaciente. Menos frecuente resulta el caso inverso, y ciertamente excepcional, el de una camada completa de cerdos vinculados a un único niño de piel sonrosada y rabo en forma de tirabuzón.
*
El hombre comenta acerca de lo breve que suelen ser las vidas de estos animales con respecto a la duración de la existencia humana. De manera conveniente, como un mínimo espectáculo fugaz que ilustra sus palabras, una mariposa nocturna revolotea desorientada entre los comensales. Se acerca a la estufa, atraída por la luz, hasta caer sobre las llamas.
Ambos guardan silencio mientras el fuego consume al insecto.
El visitante vuelve a concentrase en su plato y después de un buen trago de vino, cuenta, jugueteando con una costilla de cordero, que en las zonas ru­rales miles de niños padecen severos malestares cuando su animal es faenado para el consumo. Las convulsiones suelen pasar desapercibidas por la brevedad de su duración y por la ausencia de secuelas visibles. El sacrificio de un animal asociado, dice el visitante, ocasiona en el humano una mezcla surtida de irreparable trastornos mentales.
El hombre insiste una vez más en la calidad de las legumbres seleccio­nadas y el maridaje perfecto entre los vinos tintos y los quesos azules.
*
Sobre la mesa quedan los restos de la cena. El hombre lo cubre todo con una ligera tela. Las llamas de la estufa se han extinguido y la casa está en penum­bras. Sólo ilumina el fulgor de las brasas y la tenue luminosidad nocturna que se cuela entre las cortinas.
Se desnudan junto a la cama. Los dedos del visitante, entorpecidos por el alcohol, desabotonan lentamente la camisa de espalda embarrada. El hombre inhala el aire frío que entra por la ventana. Algunas costillas crujen mientras la prenda se des­liza y cae arrugada sobre la alfombra. Se tienden de espaldas sobre el colchón, sobre la sábana de blan­cura inmaculada.
La casa vuelve a col­marse de silencio. La sala en el terreno del fondo abre su puerta a los so­nidos de la madrugada. Los ojos del hombre se agitan bajo los párpados.
Pronto se quedan dormidos.
Poco después del amanecer, el visitante se retira de la casa con la caja de cartón lacrada y media docena de bollos recién horneados. El hombre lo despide junto al portón, lo ve dirigirse rumbo a la plaza central. Pronto lo pier­de de vista.
Algo reclama su atención desde la sala de silencio, tal vez un breve mur­mullo o la cálida oscuridad de su interior. El hombre cruza descalzo el jardín y el pasaje lateral rumbo al terreno del fondo. La visión de una línea irregu­lar de cenizas esparcidas frente a la puerta de la sala le impide la entrada, o es tal vez un intenso cólico abdominal lo que le obliga a correr hacia el retrete.

2

El hombre se distrae mientras el empleado de la oficina de correos busca su encomienda en los anaqueles de una sala contigua. Observa el escudo de latón colocado en la pared, muy cerca del techo. So­bre el texto que identifica la sucursal hay un par de sandalias aladas, rodeadas de una corona trenzada de laurel y de cintas que os­tentan los colores patrios. El esmalte dorado que real­zaba las plumas de las alas se ha desprendido. Cuel­gan algunos fragmentos descascarados, sostenidos por una densa red de te­larañas. Según el ángulo de visión, las alas desapa­recen o se distinguen sólo con imaginación y esfuerzo. Las sandalias han sido retocadas burdamente con esmalte y pincel. Perdida la gracia de su trazo original, se han convertido en toscos zapatos embetunados.
El empleado regresa con el paquete y un sobre cubierto de matasellos. Los deposita sobre el escritorio. Sin dejar de mirar al hombre, que sigue con­centrado en los detalles del escudo, sube a una pequeña escalera plegable y, con un plumero, retira las telarañas que lo cubren. Algunos restos de es­malte dorado caen sobre su rostro. Dentro del hueco oscuro de su boca.
*
El paquete contiene un punzón metálico y un pesado martillo rústico. El hom­bre los deposita en una tela extendida sobre la mesa. Pliega el grueso papel de embalaje y lo hace a un lado, junto al pequeño ovillo de cordel.
Lee con atención las instrucciones del visitante. Nada menciona acerca de su visita.
En las herramientas, notoriamente viejas, son visibles las huellas de un uso severo y reiterado. El desgaste de los materiales aparece entre la herrum­bre y una capa de sustancia untuosa.
Considerando el peso probable de ambos instrumentos, se deduce que el costo del envío por correo triplica con facilidad su precio de venta en cual­quiera de las tiendas del lugar.

El hombre prepara su almuerzo. En varias oportunidades, mientras rebana las legumbres, mira por la ventana que da hacia el terreno del fondo, donde la puerta de la sala continúa entreabierta, o se detiene a releer algunos fragmentos de la carta del visitante que ha pegado en una puerta de la alacena. Ha subrayado las palabras “Hablar con los ausentes”. Las repite pausadamente, con el ceño fruncido, una y otra vez, hasta que el significado comienza a modificarse. El olor a comida quemada lo saca de sus pensamientos. La mesa, sin mantel, con un solitario plato blanco y un tazón de leche a su lado, recuerda el servicio de una austera celda monacal.

viernes, 23 de abril de 2010

La novela negra latinoamericana

Amir Valle
(Fragmento)

El ámbito de lo citadino, los límites de la urbanidad social, el concepto lite­rario de “ciudad” en la narrativa latinoamericana escrita en Cuba durante los últi­mos veinte años, adquiere una esencia más compleja a partir de la publicación y éxito de crítica de un amplio grupo de novelas escritas por autores que habían propuesto, a fines de los años setenta y principios de los ochenta, algunas obras con un nuevo sello en este ámbito, pero siempre aisladas de cualquier proyección fenoménica. Con la aparición de nuevas obras de Rubem Fonse­ca en Brasil, Paco Ignacio Taibo II en México, Daniel Cha­varría y Justo Vasco en Cuba, Ricardo Piglia y Vicente Battista en Argenti­na, y Luis Sepúlveda en Chile, según la crítica literaria especializada de esos países se abre un proce­so de
atomización de la marginalidad y la entrada al escenario cultural isleño de un enfrentamiento tirante entre los códigos artísticos impuestos por los influjos polí­ticos, económicos y sociales de la megahistoria y los códigos de supervivencia social de un ente que comenzaría a denominarse Marginalia, retomando la contienda iniciada en los primeros años del proceso revolucionario, a nivel cultural, con obras como PM en el cine, Andoba en el teatro y la llamada narrativa de la violencia (básicamente los sectores y códigos de marginalidad introducidos por Eduardo Heras, Jesús Díaz y Norberto Fuentes en sus relatos); un proceso truncado por conveniencias y miedos políticos, como bien ya se sabe.

Esta tesis, que el colombiano Mauricio Tejera aplica al caso cubano, puede aplicarse al resto de los países del continente, donde males como el recrudecimiento de la pobreza, la ino­perancia económica de los gobiernos de turno, la corrupción política y so­cial, entre otros muchos males, van sentando los cimientos de un cambio de conciencia social, a partir del cambio de la estructura social y la aparición, de modo preponderante, de amplísimos sectores marginales que conformarán, entonces, ese nue­vo ente socio-pobla­cional llamado Marginalia.
Llegado a este momento debe­mos intentar esclarecer algunos tér­minos a partir de preguntas cómo: ¿es la novela negra para este nuevo mile­nio lo que fue la novela realista para las grandes literaturas euro­peas?, ¿po­demos hablar de novela negra, novela policial o policiaca?
Estas dos preguntas se hallan, en la actualidad, en el centro mismo de los debates que internacionalmente se realizan sobre esta mo­dalidad de enfren­tamiento al género por excelencia del siglo XX y que parece será también el género del siglo XXI: la novela. Dos preguntas que, sea en cualquiera de los eventos teóricos regionales de la Asociación Internacional de Escritores Poli­ciacos, en las reuniones y mesas redondas o ferias y eventos a las cuales asisten sus más prestigiosos miembros, o sea en la ya tradicional Semana Negra de Gijón, en Asturias, a mediados de cada año, constituyen un espacio reiterado para reflexiones y polémicas de críticos, periodistas, escritores y público.
De algo no cabe duda: dentro del género mayor de la novela es precisa­mente esta modalidad la que más cambios ha experimentado en los últimos quince años.
Por un lado, este tipo de no­vela, que arrancó con aquellos ya lejanos pero imprescindibles cuentos de Ed­gar Allan Poe y continuó creciendo con la pluma magistral de Arthur Co­nan Doyle, Agatha Chris­tie, Raymond Chandler o Dashiel Hammett, por só­lo citar a los de más escandoloso éxito, comenzó a permearse de muchas de las corrien­tes filosóficas y sociológicas de estos úl­timos años y fue adaptando su len­guaje, su universo ficcional y su husmeo crítico a la nueva realidad que vivía el mundo. Mencionaré so­lamente la que, en mi opinión, tiene que ver más con las tesis defendidas por uno u otro autor, de latitu­des e idiosincracias distintas, en la mayoría de las obras publicadas en el periodo: el fin de las ideologías y de la historia y, con ello, la pérdida de grandes valores humanos en la socie­dad moderna contemporánea.
Por otro lado, esta forma de enfrentarse a la novela a partir de la elección de un tema ha sido también la que más ha bebido de los continuos cambios ocurridos en el mundo de las artes, las letras y el pensamiento contemporá­neo. Mencionaré solamente los cuatro grandes sucesos de fines y principios de siglo que han influido en el pensamiento novelado de la mayoría de los es­critores de esta modalidad: el impacto de las nuevas tecnologías aplicadas al cine, al video, a la televisión y a los mass media; el impacto del fenómeno cultural (literario también) conocido como postmodernidad; el impacto del establecimiento de un pensamiento comercial universal en relación con el libro y su valor de uso como mercancía, más allá de sus valores literarios (recuér­dese la introducción del best seller y los cambios que ha ido llevando hacia el terreno de la “literatura seria”); y el impacto de la extensión global de la información en el mundo mediante la introducción del moderno y cambiante espacio virtual de la computación, aplicada a su más multitudinario suceso: la Internet.
Sólo teniendo en cuenta estos presupuestos podemos entrar a respondernos las dos preguntas:
1) ¿Podemos hablar de novela negra o novela policial o policiaca?
Podemos asumir la más generalizada de las opiniones coincidentes: para que exista esta modalidad, es necesario que haya un crimen o un enigma por resolver. La diferencia radicaría entonces en que novela policial o policiaca es aquella en la cual interviene el esquema crimen o enigma vs agente del orden establecido por la sociedad, mientras que la novela negra establecería el es­quema simplificado a crimen o enigma vs agente. Por generalidad, en el primer caso, suele entenderse que debe aparecer, luchando contra el crimen, el de­lito o a la busca de ese enigma por resolver, cualquiera de los agentes que la misma sociedad ha establecido para estos fines: policías, agentes de instituciones estatales no netamente policiales (FBI, Seguridad del Estado, por ejem­plo), etc. En el caso de la llamada novela negra la participación de los entes que se enfrentan al crimen, al delito o al enigma se amplía a una gama de perso­najes que no están vinculados directamente al esquema represivo establecido por la sociedad para esas tareas: detectives privados, abogados, periodistas, gente común y hasta los mismos que delinquen o forman parte vital del mun­do al cual deben enfrentarse.
Veámoslo de otro modo: desde el enfoque al mundo novelado. Si el objetivo básico de la novela policiaca es la revelación de un enigma, crimen, la justicia sobre un delito y, en esa misión, el mundo novelado en el cual transcurren los hechos aparece como una referencia, ambientación; el objetivo de la novela negra es mostrar, reflexionar, revelar las zonas putrefactas, oscuras, los grandes traumas humanos, los inmensos desastres sociológicos, que ocurren en ese mundo donde ocurrió el crimen, el delito o donde está el enigma a resolver.
2) ¿Es la novela negra para este nuevo milenio lo que fue la novela rea­lista para las grandes literaturas europeas?
Ciertamente, lo es. Ha sido un consenso en todos los foros de discusión sobre el tema que la novela negra, precisamente por ofrecer una visión crítica, reflexiva, analítica, sobre la sociedad donde ocurren los hechos delictivos que sirven de pretexto para la elaboración del mundo novelado, se ha ido con­virtiendo en un inmenso álbum testimonial de la decadencia de la sociedad moderna, de sus males más enraizados, de sus grandes traumas históricos y sociológicos, y (justamente por llevar siempre el enfrentamiento del universo humanista, ético, civil, hacia esas desgracias) también es un espacio donde se testimonian los valores que han podido salvarse dentro del desarrollo de la especie humana y de su sociedad.
Si Marx aseguró que podía conocerse mejor la historia de la Francia del siglo XVIII leyendo a Balzac, hoy puede decirse que puede conocerse me­jor la real historia del mundo moderno (recuérdese que se ofrece otra visión en las transnacionales de la información que dominan el planeta) leyendo a Manuel Vázquez Montalván, Paco Ignacio Taibo II, Lawrence Block, Andrea Camilleri, Leonardo Padura y otros escritores que desde muchos países del mundo establecen la fortaleza de esta modalidad dentro del género. La mayo­ría de las novelas negras que hoy se escriben en el mundo realmente son in­cisiones muy profundas y críticas sobre la sociedad en la cual vive el autor. Son verdaderos estudios sociológicos que, por ello mismo, cada día son más utilizados como material de estudio por sociólogos, historiadores e investiga­dores de las ciencias sociales y el pensamiento moderno.
Durante la década de los noventa, como resultado de la edición por edi­toras nacionales e internacionales de un amplio grupo de “novelistas negros” latinoamericanos (fenómeno que sucedía también en España a través de una decena de autores encabezados por Manuel Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma y Andreu Martín), se consolida el género que comienza a ser llamado en todos los escenarios teóricos novela negra o “neopolicial” (término acuñado originalmente por Paco Ignacio Taibo II para diferenciar el comportamiento de esta modalidad en América Latina, pero que hoy puede extenderse a escritores de Italia, Grecia, Reino Unido, Estados Unidos e Israel, por hablar de aquellos países con más desarrollo en los últimos años), y se hace centro de un conflicto cada vez más habitual en las ciudades de América Latina: las tensiones entre la megahistoria (entendida esta como aquellos su­cesos históricos, sociales y políticos que marcan el desarrollo de una nación en una época determinada) y esa Marginalia a la cual ya nos hemos referido. En otros de mis trabajos he escrito que el recru­decimiento de ese conflicto y su traslación ficcionada a las letras de los nuevos autores del géne­ro remueve los cimientos funda­cionales de la mirada específica que había existido en nuestras letras para los conceptos “ciudad” e “individuo social como ente literario”, dos aspectos dis­tintivos, diferenciadores y tipificadores de la actual novela negra o neopolicial latinoamericano. ¿En qué sentido se produce ese cambio en el nivel social? Veamos:
los sociólogos hablan de una pirámide social. Arriba, en lo estrecho, en la punta, están los ricos, los que rigen los destinos. Abajo, en la amplia base, están los po­bres, los dueños de los destinos que han de ser regidos. En el borde inferior de esa pirámide, en el rincón más invisible, el más oscuro, está la sociedad marginal. Se ha dicho que es una tesis opresiva, esgrimida por el poder, desde el poder, para mantener su status. (...) otra tesis suele ser más real: la pirámide invertida. Arri­ba, en lo ancho, en su rincón sólo en apariencia invisible la marginalidad rige. Al centro, la marginalidad rige. En la punta, donde los ricos siguen rigiendo los des­tinos ajenos, la marginalidad es asqueante.
No estamos hablando ya de ese bajo mundo, de esa entidad universal llama­da bajo mundo, perfectamente localizable antes en nuestras sociedades, donde se mantuvo viva generando sus propios códigos de honor, sus reglas de convi­vencia, su lenguaje evasivo, sus historias. Decimos más: ese bajo mundo se ha ex­tendido a toda la sociedad. La nueva ciudad latinoamericana real, entonces, es una sociedad marginal: los ricos y los políticos, con sus vicios y su doble moral, son marginales; eso que llaman “pueblo”, por su necesidad de sobrevivir bajo toda circunstancia es marginal; el aire que se respira, viciado con los vicios que tradicionalmente destinamos a la marginalidad, es también marginal. Todos somos marginales bajo ese concepto.

lunes, 19 de abril de 2010

La identidad silenciosa

Luis Vicente de Aguinaga
 
Rafael Cadenas, Obra entera. Poesía y prosa (1958-1998), prólogos de Darío Jaramillo Agudelo y José Balza, Fondo de Cultura Económica, México, 2009, 2ª ed., 733 p.
 
Nacido el mismo año que Juan Gelman y Francisco Urondo, un año antes que An­tonio Gamoneda y María Victoria Atencia y un año después que José Ángel Valente y Enrique Lihn, Rafael Cadenas (Venezue­la, 1930) parece confirmar en cada una de las páginas que ha publicado aquello que Samuel Beckett insinuara en su ensayo so­bre Marcel Proust, a saber: que no decir “yo”, al escribir, es imposible. Adversario, sin embargo, de la egolatría, Cadenas por lo general se plantea la escritura como la última intemperie genuina de la humani­dad. “No quiero estilo, / sino honradez”, ha escrito en uno de sus poemas. También ha escrito, a contrapelo de casi todo lo que se haya opinado en el mundo acerca de la poesía, que “no hace falta música / para un dicho / real”.

El yo de Cadenas, por lo tanto, se quie­re silencioso y escueto. Como en los mejo­res libros de Valente y de Gamoneda, en los mejores de Cadenas —pienso en Memorial, en Amante— aparece, al trasluz, el rostro de un hombre serio, de pocas palabras, fir­me a la hora de negar, parco a la hora de afirmar, incapaz de humoradas o desplan­tes. Como en los mejores libros de Gelman y de Lihn, en los de Cadenas el discurso no se confirma en su fluir sino en su interrum­pirse. Propenso al aforismo, a la sentencia, Cadenas evita proferir, con todo, verdades enormes o regañinas generalizadoras, limi­tándose (lo digo con perfecta conciencia: limitándose) a verificar la existencia del mundo en sus manifestaciones más humil­des, a la manera del que acepta que un mo­desto rayo de sol a través de la persiana basta para confirmar el vigor de todas las estrellas.
Dispuesto, así, a tomar el pulso de unos pocos objetos y personas, Cadenas apoya su pensamiento en la incertidumbre y su palabra en la cortedad, infundiendo en su lector —ha sido mi caso, por lo menos— un sentimiento de insatisfacción que, tras algunos esfuerzos y tanteos, lo compromete finalmente a trabajar en el cumplimiento del poema. Y no es que haya que descifrar ni aclarar nada en la poesía de Cadenas, que no se atarea con referencias ocultas ni consiente misterios artificiales. Más bien ocu­rre que las nociones mismas de cons­truc­ción y de composición parecen impacientar a Cadenas al punto de hacerlo concebir la poesía como una renuncia, incluso como un abandono. Su energía, su entusiasmo —un entusiasmo ceremonial, afín a ciertas formas de atención o concentración en lo sagrado—, son asimilables, por todo ello, a la felicidad paradójica de los que asisten a su propio vaciamiento y a su propia de­sintegración, habiéndolos propiciado casi siempre por vía religiosa: “Si callas / toda­vía te oyes tú, / el muy lleno, / que nada vales / (o sólo vales en tu errancia).”
Ésta, la segunda edición de la Obra entera de Cadenas, básicamente se distin­gue de la primera en la incorporación de una docena de poemas que, titulados Des­de Boston, acaso datan de la estancia del poeta en dicha ciudad a fines del siglo pa­sado. También añade al prólogo de José Balza otro de Darío Jaramillo Agudelo. Complementarios, ambos prólogos consti­tuyen sendos recorridos lineales por la vida y la obra de Cadenas (más por la obra, el de Jaramillo Agudelo; más por la biografía, el de Balza) y, cada uno en su estilo, invitan a leer esta Obra entera de principio a fin. Lo cual es factible, pero no in­dispen­sable: la coherencia de los poemas, notas, aforismos y ensayos de Cadenas ra­dica no tanto en la eventual concatenación de sus libros como en la reiteración y de­sarrollo de una misma convicción, de una misma fe que, de tan milimétrica y frágil, apenas logra manifestarse de manera explí­cita en versos esporádicos o en poemas brevísimos como éste, de Memorial: “Un momen­to separado de todos los momentos / tiene años esperándote fuera de los años.”
El al que se dirigen las palabras que acabo de citar, así como el invocado en el poema que reproduje más arriba, es desde luego uno mismo con el yo que di­ce no querer “estilo”, sino “honradez”. Esta penetrante y sencilla herramienta ex­presiva —presentar el yo como un — es tal vez la única que Cadenas emplea sin desconfianza. Cualquier otro asomo de re­tórica le parece una veleidad, cuando no una imposición inadmisible. Los dos volú­menes de aforismos (Anotaciones y Dichos) y los dos ensayos de aproximación al he­cho literario (Realidad y literatura y En tor­no al lenguaje) que Cadenas ha escrito, así como sus profundos Apuntes sobre san Juan de la Cruz y la mística, en última instancia pueden leerse como lanzas rotas en pro de la sencillez y la desnudez de la palabra.
Cadenas habita sus poemas en la me­dida que los entiende como espacios abier­tos, potencialmente acogedores. Obsérvese de qué manera se refiere a la palabra: “palabra, / casa sin atavíos”. Obsérvese, luego, cómo habla del cuerpo (del suyo propio y de todo cuerpo humano): “Lugar de la presencia, / lugar del vacío”. Cobra sentido, así, que para Cadenas el poema sea el punto donde logran juntarse pala­bra y cuerpo, donde la más estricta reali­dad exterior se hace interior, y donde, por lo mismo, la identidad personal responde a la enorme sencillez del universo.

¿Camellos en el Mictlán?

Gabriel Wolfson
Yuri Herrera, Señales que precederán al fin del mundo, Periférica, España, 2009, 123 p.

En nuestros días una lectura del famoso primer capítulo de El canon occidental de Harold Bloom, “Elegía al canon”, quizá pueda derivar en esta curiosa impresión: el libro que apostaba visceralmente por la ahistoricidad y la feroz individualidad de la literatura, que consagraba lo estético co­mo entidad misteriosa, como resto intocado tras la batalla contra todos los socio­logis­mos y demás corrientes contaminantes, pa­rece un libro cada vez más datado, sujeto al ancla de ciertas disputas concretas entre académicos: un alegato, digamos, notable­mente regional (supongo que no le gusta­ría a Bloom, pero cabe la posibilidad de que El canon occidental sea incorporado en el futuro a un programa no de crítica literaria sino de literatura autobiográfica o de discurso testimonial). Bloom se pelea­ba con cada enemigo a la vista, real o an­helado, esgrimiendo el escudo de la estética, pero postergaba la presentación de sus pro­pias armas. En realidad, sólo en un parra­fito tardío se anima a poner en palabras simples a qué se refiere con “fuerza es­tética”, aquello que ha estado construyen­do como una imponente oquedad: “Uno sólo irrumpe en el canon por fuerza esté­tica, que se compone primordialmente de la siguiente amalgama: dominio del lengua­je metafórico, originalidad, poder cogniti­vo, sabiduría y exuberancia en la dicción.” Dejando a un lado lo de “sabiduría”, por inaccesible, los tres primeros elementos los supongo enlazados, porque a estas al­turas parece difícil concebir un “dominio del lenguaje metafórico” meramente técnico, una destreza que no implicara una apropiación conflictiva de tal tradición re­tórica y que, además, se edificara en el aire como puro ejercicio, desligado del “poder cognitivo” del sujeto (o a que el texto dé lugar). Y, en fin, la “exuberancia en la dic­ción” me gustaría verla como la tensión entre el escritor y su lenguaje, la disputa con su fuerza desubjetivadora, para llegar al caso de que la opacidad pudiera revelarse como la verdadera exuberancia.
Y todo esto porque, de aceptar su postulación o de no haber parafraseado abusi­vamente la sencillez de Bloom, tales rasgos de “fuerza estética” son los que con más fuerza me quedaron grabados de Señales que precederán al fin del mundo, segundo libro de Yuri Herrera tras de que Tra­bajos del reino, publicado por la misma editorial española (aunque antes, si no me equivoco, por Tierra Adentro), recibiera el aprecio de muchas lecturas. Pero pare­ce que tampoco estoy diciendo nada nuevo: después de leído el libro, repasé algunas reseñas y notas de prensa que en general coincidían en despuntar el mismo lengua­je asombroso, construido a partir de com­binar lengua culta con hablas populares, y en enfatizar la importancia de los nombres, la contundencia de algunos términos y la sabiduría de sustraer algunos otros. También había cierto consenso en seña­lar a Jesús Gardea como lectura decisiva para Herrera y en aproximar su prosa a la “pólvora”, la “dinamita” y a otras metáforas no siempre menos candorosas.
Me gustaría entonces tratar de desa­rrollar un poco esta impresión sobre la “fuerza estética” en Señales…, sobre todo cuando ahora, como reseñista, casi puede uno eludir la obligación de referir la trama dada la gran cantidad de sinopsis que una buena googleada te pone en pantalla (por ejemplo: “La mujer de la novela, que inicia un periplo transfronterizo en busca de un familiar, se mueve entre diversos refe­rentes y personajes típicos de ese escena­rio: frontera, drogas, violencia, inmigración.” Podría agregarse que la protagonista se llama Makina, que su madre la envía a Estados Unidos para darle un recado a su hermano, y que la novela narra el viaje completo: los preparativos en un pueblo del centro de México, el traslado al DF y de ahí a una ciudad fronteriza, el cruce, la búsqueda, y la borradura de la posibi­lidad —y la noción— de retorno). Veamos: hay frases tremendas, que se imponen a la lectura como para lograr que esta no­vela de 120 páginas dure como si fuera de 300: “Recaditos a media noche a un ace­lerado que se movía por fuera del enjua­gue” (entre el señor Q y el señor H, capos del pueblo de Makina), “permaneció así, mirando la ropa extendida sobre el catre, con unas como ganas de orinar y un como aliento en ascuas”, “Eran como allá pero menos chifladores, y ninguno pordiosera­ba” (lo que piensa Makina en su primer atisbo del paisanaje en Estados Unidos); otras se imponen por la violenta transición de la acotación al habla, de la voz organizadora a la encarnada (“Timbraba, ella respondía, le preguntaban por tal o por cual, ella decía Voy vengo”; “Palmeó y palmeó su cuchillo mientras le sonreía a Makina en lo que los socios abrían el pa­quete, en lo que lo cerraban y en gabacho decían Frescos”). También creo que hay frases que se quedan en el extremo del riesgo (“perderse en el asombro de tanta carne viva levantando palacios”, cuando Makina recién ha llegado a un df con ecos de El amor de las sirenas (los destripados), de Heriberto Frías), y otras que lo cruzan y acaso se despeñan en cierto regodeo con lo profundo y esencial (“Finalmente el ca­mión llegó hasta el límite de la tierra”, “des­pués se preguntó cómo es que algunas cosas del mundo, algunos países, algunas personas, podían parecer eternas si todo era como ese diminuto palacio de hielo: irre­petible, precioso y frágil”). En realidad, la concentración obsesiva de Herrera por su lenguaje deriva, en casos concretos, a fra­ses que parecen expresar únicamente su propia singularidad. Me refiero a algunos parlamentos de los personajes: en gene­ral hablan poco en la novela, de ahí que cuando ocurre a menudo sus palabras han sido tan cuidadosamente recortadas y or­denadas que producen aire sentencioso, materia por fuerza memorable, puro ex­trañamiento caracterizador (“él respondió Qué más da si lo hice o no, lo que importa es que a ninguna le niego el placer”, “hasta el aire, dijo, le entibiaba el pecho de otro modo”). Lo mismo puede suceder cuando la expresión deja de ceñirse a su necesidad y tiende al deseo de gustar, a seducir (“Dentro habría no más de cinco borrachos. Era difícil precisarlo porque frecuentemente había alguno perdido en el aserrín”).
Estos reparos puntuales, sin embargo, no deben ensombrecer la potencia verbal de Yuri Herrera, fundada, en principio, en una voluntad de decir las cosas simples del mundo como nunca se han dicho: no la invención verbal desligada de la materia y floreciente en su privadísimo orbe, sino la originalidad que se sigue de la ne­cesidad de precisión y del compromiso de instalarse dentro del mundo narrado para hablar desde ahí, desde sus especificida­des léxicas y sintácticas. De esa voluntad surgen términos inusitados, asombrosos al mismo tiempo que justos (“Si los cruzaba todos [los espejos] eventualmente llegaría, trascurvita, al mismo lugar”, “Algo menos preciso la requebró al andar por los resto­ranes: dulzuras y chilosidades inauditas, mescolanzas que jamás le habían pasado por la nariz o el paladar, frituras deliran­tes”), y surge también, más importante, una íntima capacidad de síntesis, un no­vedoso apretujamiento donde asoma un concebir el lenguaje como materia aún mo­delable y un no concebir la narración como fatigoso requisito que me lleve de A a B (“No tenía ninguna razón para ir primero donde el señor Dobleú, pero un apuro de agua la condujo al vapor donde aquél se mantenía”, “Todos los esbirros se parecían, ninguno tenía nombre que ella supiera, mas nadie extrañaba fusca”). En una entre­vista googleada encontré esta frase de He­rrera, supongo que una de sus premisas de trabajo: “La realidad no está escrita en una gramática original”, lo que ahora me lleva a plantear a Daniel Sada (¿y a Deniz?), más que a Gardea, como una fuerte presen­cia en su escritura: no tanto un re­pertorio de usos desérticos o parcos como un no dar al lenguaje por hecho ni por terminado, ni tomarlo como el mejor de los posibles.
Me interesa resaltar, además, que esta singularidad verbal no sólo proviene, así, en general, del interior del mundo narrado: más específicamente, se origina en el espacio de mixtura, en el transitar donde habitan los personajes, una acción y una disposición —el transitar— vueltas, más que escenario, mundo. En el capítulo cinco in­cluso se hace explícita o se materializa la poética de Herrera para este libro: se habla de quienes “son paisanos y son gabachos” al mismo tiempo, y que “de repente ha­blan. Hablan una lengua intermedia con la que Makina simpatiza de inmediato por­que es como ella: (…) un gozne entre dos semejantes distantes y luego entre otros dos, y luego entre otros dos”. Que Makina en un momento se piense a sí misma como una “puerta” abre claramente las varias posibilidades de cruza que operan en el lenguaje de Señales…: la intermediación no entre dos cosas (espacios, países, “cul­turas”) sino entre dos tiempos, que se mez­clan y ya no existen puros nunca más; la oportunidad de connotar pero no dentro de la misma lengua a través del tiempo sino saltando de una lengua a otra. El resultado es un lenguaje en principio más simple, un lenguaje pobre, con menos términos es­pecíficos: en vez de varios nombres, un so­lo sustantivo al que hay que adjetivar para referirse a las nuevas realidades de este espacio de tránsito: en lugar de español e inglés, la “lengua latina” y la “lengua ga­bacha”; no niños y hombres sino “escuin­cles” y “escuincles adultos”; los paisanos de México y los “paisanos gabachos”, o la ma­nera fantástica de Makina de percibir una ciudad de Estados Unidos como “el llano de concreto y varilla”. Un lenguaje pobre, sí, desacostumbrado a una riqueza de signos y usos que a menudo ha desembocado en su empleo automático y como resignado: un lenguaje entonces más vivo, con una car­ga afectiva superior en cada una de sus extrañas nominaciones.
Y una cruza más: la que se da entre los requerimientos de lo narrado y las razones o caprichos del escritor, entre la lógica del texto y el pálpito de lo privado. De ahí al­gunos verbos claves en el libro, que se resemantizan de acuerdo con esa otra di­námica, al margen de la ley, de quienes han compuesto un mundo paralelo al de las arterias del Estado y de las grandes corporaciones. Verbos como “cruzar”, aca­so el emblemático en Señales...; como “des­granar” (Makina “la había desgranado con él”, se había acostado con él. En el Dic­cionario de Autoridades hay dos acepcio­nes que me gustarían para la invención de este uso: “Por extensión vale esparcir, dejar caer con advertencia y estudio algu­na cosa que no sea grano”, y sobre todo ésta, que le daría un toque antiguo y ba­tailleano al verbo de Herrera: “Metafó­ri­camente es quitar la vida, por la similitud a la dislocación que padece el grano cuan­do le separan de la espiga o mazorca en que le dispuso su lugar la naturaleza”); y sobre todo, el verbo que habría podido ser, sin duda, el título del libro, “jarchar”: en su origen las jarchas, las “salidas” de las moaxajas, poemas en lengua mozárabe, pe­ro después un verbo tremendamente plás­tico, que parece recoger las sonoridades predilectas y más resistentes de nuestro español, y que, fácil de conjugar, vale tan­to para “salir” como para “partir”, “marchar”, “atravesar”, quizás “escapar”, quizá “rasgar” y quizá más significados que irán apareciendo más allá del libro.
Hasta aquí la fuerza verbal de Herre­ra. Me gustaría plantear en adelante lo que, en cambio, no me produjo admiración y certeza sino muchas dudas. En principio, la estructura del libro, que alude al descen­so al Mictlán de los rituales mortuorios prehispánicos. Uno de los cuatro destinos de los difuntos, dependiendo de su estatus social o de la forma o causa de su muerte, el Mictlán era el punto final de un recorri­do atravesado por distintas etapas y obs­táculos, entre otros algunos que es sencillo relacionar con ciertos pasajes de Señales…: dos montañas que chocan y amenazan el tránsito de quienes las cruzan, un camino custodiado por una serpiente, “un lugar donde soplaban vientos de obsidiana”,* etc. Mi primera duda tiene que ver con la pertinencia de este esquema, a partir de dos cuestionamientos: por una parte, el asun­to meramente práctico de que la citada estructura pueda llegar a ser sólo un conjunto de alusiones curiosas pero que, ya metido en ella, hay que mantener de una u otra forma. Así, el capítulo siete se llama “El lugar donde son comidos los corazo­nes de la gente”, y hacia el final se lee una frase a mi gusto recargada, melodramática, sólo como para justificar tal título y cuyos símiles parecen evidenciar lo forzado de la relación (“Fue como si le arrancara el cora­zón, como si se lo extirpara limpiamente y lo pusiera en una bolsa de plástico y lo guardara en el refrigerador para comérse­lo después”). Por otra, la posible contra­dicción entre el sustrato arraigador de la estructura y una narración que desarrolla para Makina una condición existencial de tránsito, de no fijación. Entiendo que la concepción precolombina del Mictlán y los otros lugares de la muerte implicaba justo el tránsito permanente de un mundo a otro; el problema es que en Señales… el Mictlán no es el Mictlán sino un como Mic­tlán, un tesoro de alusiones que termina, si no luciendo como puro ornamento, sí for­zando la alegorización, explícita y enfática, del último capítulo.
Cercano a esto, otra posible contradicción, otro desfase que provoca mis dudas. El título de la novela no alude al colapso final de la Tierra, sino al fin del mundo tal como lo entendíamos. Que Makina arran­que el libro diciendo “Estoy muerta” tras presenciar un terremoto, y lo cierre pensando “Estoy lista” tras haber atravesado una puerta con un cartel que dice “Jarcha” no hace más que reforzar la postulación de este nuevo mundo donde algunos, como Makina, han comenzado a moverse, espa­cio singular no planteado como destino ni morada sino como disposición de cruzamiento, movilidad permanente, desanclaje, un mundo más hecho de cuerpos que de abstracciones, más de voces que de escri­tura. Ahora bien: ¿no descansa contunden­temente este mundo en la ya señalada elaboración léxica y sintáctica de Herrera, pero también en elementos, como el sustrato mítico de la estructura o el esquema dramático del viaje y la novela de aprendizaje, que harían de Señales… un muy buen relato tradicional? ¿No podría así es­tarse apuntando al nuevo Gran Tema Post­mexicano, que sustituyera al viejo México y recuperara las posibilidades rulfianas (y fuentianas: ¿así se dirá?) para un entorno ya del todo desdibujado?
En uno de los capítulos finales Makina escribe lo siguiente: “Nosotros somos los culpables de esta destrucción, los que no hablamos su lengua ni sabemos estar en silencio. Los que no llegamos en barco, los que ensuciamos de polvo sus portales, los que rompemos sus alambradas. Los que veni­mos a quitarles el trabajo, los que as­pira­mos a limpiar su mierda, los que anhelamos trabajar a deshoras. Los que llenamos de olor a comida sus calles tan limpias, los que les trajimos violencia que no cono­cían, los que transportamos sus remedios, los que merecemos ser amarrados del cuello y de los pies; nosotros, a los que no nos im­porta morir por ustedes, ¿cómo podría ser de otro modo? Los que quién sabe qué aguardamos. Nosotros los oscuros, los cha­parros, los grasientos, los mustios, los obe­sos, los anémicos. Nosotros, los bárbaros.”
Dentro de la trama este tempestuoso pá­rrafo de Makina está plenamente justifica­do (un policía gringo tiene sometidos a un grupo de mexicanos. A uno le encuentra un libro. Para humillarlo, arranca una ho­ja y le ordena al hombre que escriba “por qué crees que tu culo está en las manos de este oficial patriota”, pero Makina asu­me la tarea). Sin embargo, siento que hay en el párrafo una oscilación muy bien calcu­lada, un arrebato previsto, el diseño retórico de unas líneas menos del personaje que del autor, un parlamento demasiado ilustrativo que haría de Makina una función de Herrera, una mensajera pero no ya en­tre los paisanos y los gabachos o entre el viejo y el nuevo mundo sino entre el escri­tor y sus lectores. Aquí, entonces, la última duda que me dejó Señales… ¿no hay en el libro un deseo primerísimo de decir algo —una idea, una noción, una intuición, una certeza—, de trasladarle al lector un mensaje, un marco interpretativo para uso de las nuevas generaciones de postmexica­nos? Del primer libro de Herrera varios comentaristas habían elogiado la decisión de no incluir en ninguna de sus páginas la palabra “narcotráfico”; ahora se ha aplau­dido también la opción de no emplear nun­ca la palabra “migración” (que yo también, hasta aquí, me había preciado de no utilizar) en una novela sobre migración. ¿Pero ese énfasis no enfatiza más bien el sobre? ¿No una novela no debería mejor ser so­bre nada? Cuando Borges decía que en el Corán no había camellos se refería a la fatalidad de quien no siente que deba in­formar sobre lo esencial. En Señales… a ratos pienso que la ausencia de “migración” no es más que aquel énfasis, todo lo elegante que se quiera, que disocia a la nove­la —como forma— de los “grandes temas” como asunto, como contenido a transmitir: novela sobre algo. ¿Podría ser entonces la fuerza verbal de Herrera el ropaje artísti­co que hiciera legible y socialmente válido un cierto discurso político? ¿Y no las nove­las deberían ser pura política, y no discur­sos sobre política?
(Preguntas, preguntas, frente a las que, por lo pronto, sigo sin respuesta. Había anunciado dudas, y como tales, no como preguntas retóricas, querría que se leye­ran estos últimos párrafos. Que queden co­mo problemas ofrecidos a los generosos lectores de Crítica que llegaron hasta aquí.)
 
* Esta frase y la información sobre el Mic­tlán se las debo al ensayo “Días de muertos en el mundo náhuatl prehispánico”, de Patrick Johansson.