lunes, 14 de junio de 2010

El consuelo del melancólico



Gabriel Wolfson

Andreas Kurz, Cratilismo. De la pesadilla mimética en literatura y discurso, Ediciones de Educación y Cultura, México, 2010, 208 p.
 
Hace un par de años y aquí mismo, en el número 126 de Crítica, reseñé un libro muy parecido en ciertos aspectos al que ahora me ocupa. Para empezar, por las erratas: como aquél de Frank Loveland, el libro de Andreas Kurz está lleno de ellas: espacios de más, sangrías ausentes, comas sobran­tes, un “enronces” por “en­tonces”, un “ecsritor” por “escritor”, un “derribado” por “derivado”, etc. El pro­blema no es, des­de luego, una errata aquí y otra allá, un desliz en la página diez y otro en la ciento cuarenta: el problema es un error casi en cada página, un confiar­se a que editar un libro sólo consiste (y ya es mu­cho, claro) en el olfato para de­tectar un texto valioso y luego en la pesada tarea de imprimirlo (y lue­go en la aún más pesada labor de vender­lo). Pero más bien, como en el caso de Loveland, el pro­blema real consiste en la discrepancia, en el tremendo contraste que se abre entre un libro notable y los nume­rosos descuidos que lo visten. Quiero decir que sí, en efecto, ha­bría que cuidar la pun­tuación, la ortogra­fía y la tipografía de cual­quier texto, pero sinceramente no me importa­ría que la “pla­taforma electo­ral” del candidato victorioso a gobernador viniera llena de solecismos, gazapos e in­sensateces.

En Cratilismo…, en cambio, sí me im­porta porque, como el de Loveland, se trata de un libro que no debería ni mucho me­nos pasar inadvertido. Ahora bien, re­sulta claro que cuando uno dice —y más en una reseña— algo como “no debería pasar inad­vertido”, el sentido de la frase puede orien­tarse a dos opciones: o es una frase hueca, una fórmula de las varias con que compo­nemos reseñas, notitas, prólogos, tex­tos de presentación, y que en rea­lidad no se refie­re al libro sino, como por alusión, al hecho mismo de haber aceptado reseñar, prolo­gar o presentar otro fas­tidioso libro, hecho que se suma a cientos o miles de otros he­chos idénticos, propios y ajenos, que termi­nan conformando este ecosistema cultural nuestro, tan sexy; o bien la frase afirma justo aquello que dice no de­sear: no tanto “no debería pa­sar inadvertido” como “se­gura­mente va a pasar inadverti­do”. Creo, pues, que el libro de Kurz va a pa­sar inadverti­do (porque la editorial que lo publica no tie­ne una só­lida distribu­ción, porque no habla de cen­tenarios ni bicentenarios ni de “Mé­xico”, porque supongo que su autor no ten­drá tiempo para una gira de presentaciones por toda la re­públi­ca, porque suele ser el destino de lo que se escribe e im­prime fue­ra del DF, por­que si uno googlea el libro de Loveland se en­contrará con una única rese­ña, etc.) y creo que es una lástima que eso pa­se. En lo que sigue intentaré argumentar por qué.
1. Como Loveland, Kurz es fundamen­talmente un profesor, un académico,(1) y es­to determina ciertas elecciones de su libro. Para empezar, el género: como varios acadé­micos de nuestros días, Kurz se ha pro­pues­to escribir un texto sobre te­mas literarios pero en un registro muy distinto que el que emplea regularmente en sus artículos y po­nencias. Pero a di­ferencia de muchos de esos académicos, lo consigue. Quizás el ver­bo es impreciso: “conseguir” aquí implica­ría una especie de reto, un objetivo más o menos técnico que el gran retórico puede alcanzar mer­ced a ciertos giros de su len­guaje. En este caso hablaríamos más bien de “necesitar”: un día Kurz necesita divagar sobre sus intereses literarios de siempre pe­ro en otro lugar, desde otro lu­gar, con otra voz o con muchas otras voces, para liberar­se de ciertas rigideces, para fantasear, para jugar, y también, claro, para decir lo que verdaderamente quiere decir y en el nivel privado en que quiere decirlo, sin preocu­parse de que el texto vaya a ser evaluado por el comité científico de algún congreso o de que haya que buscar las ediciones de referencia de los libros que quiera citar. Así como el poema en prosa, en sus inicios, le vino en general mejor a los poetas, que buscaban en él una vía de es­cape de los acentos y las cesuras, podría pensarse que el ensayo ahora funciona mejor en quienes no son ensayistas, en quienes llegan a él hu­yendo de otros am­bientes llenos de fragan­cias exóticas o pol­vo de gis y que, por tanto, no lo asumen como un formulario para ser rellenado por el interesado: Montaigne no era ensa­yista ni se autoproclamaba ensa­yista, pa­ra el caso.
Y todo esto porque, además, Cratilis­mo… arranca con un “Preámbulo” dedicado, podríamos decir, al estado actual del ensayo en México. El preciso diagnóstico de Kurz señala dos rasgos dominantes en la práctica del género: el tópico —con ecos posmonietzscheanos o hippihermannhessianos— de la primacía del camino sobre la meta (el trayecto en sí es ya el desti­no, la gran enseñanza, etc.); y la po­sición cier­ta­mente vanidosa de que “lo que importa en el ensayo son los azarosos pro­pósitos de las pulsiones privadas, aun las gástricas” (fra­se de una ensayista mexicana que cita Kurz), siempre que tales pulsiones o arrebatos o caprichos vengan reves­tidos de “estilo”, es decir: todos somos iguales en pulsiones o arrebatos pero hay unos arre­batos menos iguales que otros, es decir: mis caprichos son dignos de leer­se porque los sé adere­zar con estilacho. Para recha­zar tales rasgos Kurz hace iró­nicamente explícito el “ca­mi­no” de su ensayo (vean mis digresiones pulsionales, parece decir), se pone gombro­wicziano (“Si el ensayo es un archigé­nero, los chiles en nogada son una archicomida, y el Amé­rica un archi-equipo-de-futbol”) y, sobre todo, se pone escéptico y serio: el arte de escribir bien “es un arte inalcanza­ble para la mayoría de nosotros. Se trata de escri­bir a secas, de ha­cerlo con corrección y dignidad y sinceri­dad, no de lucirse, de payasear, como yo payaseo ya a lo largo de 563 palabras” (y más adelante: “que el yo [del ensayo] no se ensanche, que no tra­te a los que lo es­cuchan como si fue­ran insectos”).
Que Cratilismo… se escribió, diga­mos, en un cubículo universitario pero durante las horas muertas o secuestradas de la jor­nada laboral lo prueban los usos desviados y productivos de ciertos procedimientos aca­démicos. Cuando habla de “José Jus­to Gó­mez de la Cortina y Gómez de la Cortina”, Kurz precisa: “No sé si el nombre así es­crito es correcto, o si se trata de un error de imprenta en mi edición de las Poliantea a cargo de la UNAM. Si es error, espero que no se corrija”, y eso porque, a partir de es­ta curiosa duplicación de ape­llido, Kurz comienza a hilvanar un nuevo capítulo en su disquisición sobre quienes, cratílicos, pu­dieran pensar que un apellido doble acaso corresponda a las hazañas doblemente pres­tigiosas de los an­tepasados. Lo mismo, pe­ro más acusado, cuando Kurz confronta sus conjeturas so­bre Sócra­tes y Cratilo con “la traducción castellana del diálogo [platóni­co] que yo consulto, que es la de ‘todo el mundo’, la anónima de Porrúa”: de este no poder confiarse a una edición muy poco con­fiable pero tener que sujetarse a ella se desprenderán las frases más incisivas so­bre el texto funda­dor del cratilismo. Algo recuerda todo es­to a lo que ocurría en otro libro también reseñado en esta revis­ta: en Leyendo agujeros, Luis Felipe Fa­bre se ajus­taba al he­cho de que en ese tiempo era imposible conseguir los poemas de Mario Santiago Papasquiaro, pe­ro esa carencia era de pronto la mejor base para discurrir so­bre los infrarrealistas. Y algo recuerda, sobre todo, a la mag­nífica lectura que hizo Julio Ramos del Facundo, donde Sarmiento no aparece só­lo como alguien fatalmente ubi­ca­do en una cultura llena de fisuras y anoma­lías, sino como quien maneja voluntaria y malicio­samente esa distinta y fascinante posibi­lidad cultural.
2. Algo que se desprende de este primer comentario sobre el ensayismo de Kurz y sus condiciones de posibilidad son sus “re­creaciones ficticias”, sus coloquialismos y sus chistes, elementos que, me parece, mucho tienen que ver con este espacio intermedio de su enunciación: en­tre la academia y la literatura, también entre la tra­dición alema­na y la mexicana, entre una y otra y otra lenguas. Uno pasa la página y de pron­to ya no es Kurz quien habla sino un Fausto gachu­pín que, para colmo, le lee a Nova­lis un frag­mento de la Crónica mexicana de Hernando de Alvarado; no sólo eso: des­pués de pre­guntar a Novalis si su Enrique de Ofterdin­gen finalmente hallará la flor azul, este Fausto movedizo lo desconcierta con una referencia nada menos que a José María Arguedas. Mo­nólogos (o diá­logos) dramá­ticos, como los que Guiller­mo Sucre estudió en la poesía de Borges, pero aquí potenciados por una malicia lú­dica e impúdica: la de un profe­sor que, una vez vacío el sa­lón de cla­ses, abre su cajón de disfraces y se entrega a montar en solitario una come­dia beckettiana llamada “La literatura mo­derna”. Otras dos de es­tas recreaciones ficticias: Oliverio Girondo, en su cuarto, des­potricando en español bien mexicano contra la muerte, y la muerte, una calaca medio muertesinfín, huyendo del cuarto de Giron­do, “espantada, en pánico, asqueada, pero muy excitada; se le endurecieron los pezo­nes”; el pequeño Arthur Rimbaud, queján­dose y mascullando barbaridades, echando mano de geniales mexicanismos (“¿Por qué siempre tan sobrio Baudelaire? Aun así se peló joven”), preguntándose “¿por qué no nací sinesté­sico?” y rehaciendo su fa­moso soneto: “A ver… ¿Qué color tendrá la A jodida? ‘A jo­dida, E chingada, I bien erecta, O se me antoja, U como un culo grandote’. Como el culo de Paul.”
Aquí han asomado ya, por cierto, los dosificados coloquialismos de Kurz y su enor­me carácter disonante: no sólo por­que apa­rezcan, por ejemplo, en medio de otro monólogo ficticio, la sofisticada perorata del doctor Flechsig, psiquiatra del jurista Da­niel Paul Schreber, sino porque rompen la ilu­sión del discurso: uno lee y supone, o asu­me más bien, que las pa­labras de Flechsig es­tarían en alemán, es decir traducidas del alemán, hasta que nos topamos con su des­cripción de la es­posa de Schreber: “veinteañera apenas y muy ganosa”. Kurz, así, pone en acto uno de los argumentos anti­cratílicos que ni Só­crates ni Gómez de la Cortina, entre otros, quisieron contemplar: si no hay arbitra­riedad del signo, si la len­gua dice directamente el mundo e incluso lo crea, sin mediaciones, ¿qué pasa cuan­do nuestras disquisiciones sobre el poder mimé­tico de las palabras se ven reducidas a cenizas o a disparates al confrontarse con las pala­bras y las particularidades sonoras de otras lenguas?(2)
(3. La escritura en español de Andreas Kurz: bastaría con señalar que el español no es su lengua materna y que no obs­tan­te su prosa es más precisa, dúctil y expre­siva que la de muchos a quienes leemos en suplemen­tos, revistas y desde luego li­bros. Y a ello podría agregarse la libertad que le da el co­nocer los coloquialismos, los gi­ros populares, los usos “vulgares” —también los usos “cultos”—, conocer sus efectos pero, diga­mos, sin experimentarlos, sin sen­tir asco ni vergüenza: una especie de esque­leto conno­tativo ligeramente des­coyuntado del cuerpo.)
4. Porque, a todo esto, ¿de qué trata el libro? Para empezar, de la torre de Babel: una vez que, por ejemplo, Franz Bopp de­muestra en el siglo XIX la imposibilidad de reconstruir el pretendido lenguaje humano original, y demuestra también que el sáns­crito, la lengua conocida más anti­gua, no es precisamente mimético, la literatura se encar­gará, dice Kurz, del sueño del cratilismo. Y entonces aparece uno de sus momentos paradigmáticos: el nacionalismo decimonó­nico. Así en el caso mexi­ca­no, en el ya re­ferido de don Gómez de la Cortina y Gómez de la Cortina según lo hace hablar Kurz: “Un poeta mexicano, si lo hubiera, podría hacer surgir de la na­da la nación nueva lla­mada México”, es decir: un poema —ya no digamos una cons­titución, otro artefacto lin­güístico— puede cons­truir un país e inven­tarle todo aquello —co­mida, “tradiciones”, paisaje, etc.— que luego llamaremos nues­tra cultura, nuestra identidad: somos lo que el poema dice que somos, o mejor aún: so­mos por­que el poe­ma ha dicho que somos: si don Andrés Bello habla de plátanos y ma­gue­yes no es sólo por levantar un registro de la flora americana, sino porque América es eso: plátanos y magueyes.(3)
En Cratilismo… esta reflexión, así co­mo los capítulos sobre Rimbaud, Novalis, Ber­nardo Couto o Franz Grillparzer, sos­tienen el que me parece su asunto central: la po­sibilidad de que la llamada Teoría (Althusser, Lacan, Foucault, Adorno, aho­ra Žižek, etc.) represente la más reciente encarnación del cratilismo: “El cratilismo experimenta una transformación más, muy probablemente no la última. Su portador ya no son las letras o los sonidos, ni tampoco los rasgos fisiológi­cos de nuestro apa­rato lingüístico, ni siquie­ra el texto como entidad tangible. El discurso intelectual —abstracto, multifacético y hete­rogéneo en sus manifestaciones divergen­tes— se adjudica la función mimética que —sin exageración— crea ya no realidades espe­cíficas y limitadas a entornos individua­les, sino mundos enteros”. Como origen de esta deriva Kurz sugiere el “sentimiento de superioridad” de algunos de los grandes filólogos de entre siglos, quienes prepara­ron el terreno —abonado por gran­des acadé­mi­cos del XX, como Hinterhäu­ser— para que este discurso encantador, interdisciplinario (ahora incluso por decre­to gubernamental), la Teoría, que se propone no como una hu­milde contribución a la elucidación de un pequeño hecho con­creto sino como explicación suficiente del mundo en general gra­cias a su alta dosis de creatividad (es decir, de literatura), ter­mine produciendo “la rea­lidad siguiendo el mismo mecanismo que [Edward] Said ha­bía descrito para la inven­ción de Oriente”.
Sobra decir que el libro de Kurz no es un panfleto antiteórico, el trasnochado re­cha­zo positivista a todo aquello no suscep­tible de verificación ni guardado bajo las siete llaves de la clasificación disciplinar. Para empezar, porque sus prevenciones o mati­ces se dirigen no sólo a la Teoría sino a la frecuencia con que se olvida el componen­te lúdico que la conforma y, sobre todo, a la frecuencia con que se la convierte en una interpretación general del mundo: Kurz se muestra más cauteloso que categórico, cuida­doso de que sus pro­pios argumentos sobre la Teoría no termi­nen convirtiéndose en un nuevo fragmento cratílico y encantador, pe­ro igualmente puntilloso en el difícil inten­to de desmontar este paradigma que nos rodea casi como el aire. En algo recuerda al Jorge Cuesta que en los años treinta da­ba dos pa­sos a un lado y hallaba en el mar­xismo no una ciencia ni una metodología sino una fe.
Pero sobre todo, porque el eje subte­rráneo que atraviesa el libro no es el de una crítica a todo cratilismo posible. Des­de el inicio, Kurz defiende “la creencia en la mímesis literaria”, pero entendida efectivamente como creencia, como algo asumi­do tras el desengaño operado por Sau­ssure y sus descendientes: primero ha de perder­se la inocencia para entonces po­der confiar en aquello que, ya se sabe, no es más que humo: sólo en el descreído es posible la creen­cia, o más bien: el empeño en creer. Así, uno de los motivos centrales de Cratilismo… es la vanidad, que, como vimos, asomaba en las prime­ras reflexiones sobre el género en­sayístico y que reaparece en varios episodios, por ejemplo con los románticos sucesores de Hamann, quienes confundieron justamen­te el empeño en la creencia con la ilusión de hallarse en medio ya no de la creencia sino de la realidad, utopía que, para Kurz, constituye “el engaño más desastroso de la historia literaria que nos legó los conceptos peligrosos, y mil veces abusados, de la ge­nialidad y la originalidad”; por ejemplo también con Hugo von Hof­mannsthal, quien, según se expone en el libro, tiró el anzuelo de su “Carta de Lord Chandos” para disi­mular su verdadera con­dición de filólogo, de privilegiado dueño del idioma. Podría de­cirse entonces que lo que está en juego no es la vanidad sino el poder, ese deseo de impo­ner una visión del mundo y de sentirse auto­rizado a ello y merecedor de recompen­sas por ello, que a menudo ha venido asociado al cratilismo. Lo cual nos lleva de vuelta a aquel em­peño en la creencia, y a un episo­dio justo a la mitad del libro y que le da al volumen su tonalidad secreta pero esencial, la de una profunda melancolía: el relato “El pobre juglar”, de Grillparzer, donde una música de violín resulta atroz y desa­grada­ble para quienes la escuchan pero una mú­sica celestial, la música absoluta para quien toca el instrumento. Primera conclusión: “sí hay un lenguaje creador, y sí hay los que lo hablan, pero nadie lo entiende”.(4) Se­gun­da conclusión: que esa música —o ese poe­ma, esa novela— sea percibida como un balbuceo, tonadas ile­gibles de un desquicia­do, conduce inevi­tablemente al aislamien­to social de quien la emite. Última conclu­sión: como el Qui­jote —y agrego, como ese her­mano perfecto del personaje de Grill­parzer que es “El vagabundo” de Torri—, el juglar aca­so se da cuenta de que su percepción cra­tílica es una insensatez, pero “la prefie­re a la mentira y a la intriga políticamente exitosas”. Que esto lo aparte de la gene­rali­dad, que lo señale como uno entre unos cuantos seres diferentes no debe confundir­nos, a estas alturas de Cratilis­mo…, con la diferencia deseada, promo­vida y arranca­da a mordiscos de los genios vanidosos y re­conocidos hasta en los ae­ropuertos. Pero para no terminar mi re­seña con una frase tan sim­plona como esta última, dejo la pa­labra a Kurz, unas fra­ses que bajan magis­tralmen­te el telón: “La literatura en Grillpar­zer, co­mo también en Cervantes, toma la función de la orgía. A través de ella el lector se pue­de embo­rrachar con la muerte y perderle el mie­do. La literatura, esta literatura, se vuelve melancólica porque insiste en una forma de ser que necesariamente es atem­poral, al margen de cualquier entorno histó­rico y social. Precisamente la conciencia de la a-temporalidad y de ser diferente, de ha­berse decidido por un camino evolutivo no exitoso, posibilita el baile hacia la muer­te, la orgía que pretende borrar la doloro­sa —por lo menos así nos la imaginamos— cesura entre el aquí y ahora, y el allá sin tiempo. Entonces la melancolía no es tris­te, sino vital y consoladora.”
 
(1) Y aquí, por cierto, otra de las razones por las que creo que su libro pasará inadver­tido: con excepciones, en México parece cada vez más clara la división entre crítica acadé­mica y crítica periodística. De ahí que una po­sición atractiva y quizá necesaria en su ori­gen —la de burlarse, desde la literatura, de todo lo académico, de lo acartonado, insulso, anti­cuado, pedante y geométrico de todo lo aca­dé­mico— ahora empiece a volverse un gran lugar común, una especie de signo de pure­za, de pe­digrí artístico que facilita la vida. Es cierto que desde la academia suele proyectarse también una mirada displicente hacia escritores o pe­riodistas que, digamos, no es­tén muertos. De ahí que unos y otros en ge­neral se reseñen y comenten sólo a sí mismos, en sus propios y exclusivos espacios, puesto que además son muy distintos sus objetivos (el SNI y el SNCA, por decir algo). Lo curioso es que cada vez hay más escritores que a la vez son acadé­mi­cos. Pero esto merecería un co­mentario aparte.
(2) Aquí me gustaría glosar un pasaje del mismo soliloquio del doctor Flechsig si no fue­ra por el riesgo de que la glosa resulte tediosa, y más larga que el propio pasaje: aquel don­de Flechsig recuerda haber remitido a Schre­ber con un colega, a la clínica Sonnenstein, y de inmediato asocia este nombre alemán con su equivalente español, título de uno de los más famosos poemas mexicanos del siglo XX.
(3) Lo mejor del caso es que Bello no habla de plátanos y magueyes, sino de bananos y agaves: ¿es que desde entonces ya se adivi­naba la problemática relación de México con el Mercosur?
(4) Aquí añado un eco mexicano a un libro que ya tiene muchos, por lo que no sobrará: “Su vocación es soberana: compone música en un mundo de sordos”, pequeño epigrama de Díaz Dufoo.

Lectura íntima de Gabriel García Márquez



Marco Tulio Aguilera Garramuño
(Fragmento)

Gerald Martin, Gabriel García Márquez: una vida, Debate, España, 2009, 768 p.

Hay cuatro certezas que el libro de Gerald Martin ha contribuido a reafirmar en mí: que Dios, si existe, debe ser mujer; que sólo los gran­des mentirosos pueden ser bue­nos novelis­tas; que lo único que pue­de salvar al hombre de la miseria meta­fí­sica es la imaginación y que el gran arte sólo es posible en los países azotados por la des­ventura. Al presentar la biografía de Ga­briel García Márquez en Bo­gotá, Gon­zalo Mallarino, uno de los primeros amigos que Gabo tuvo en Bogotá, dijo que la vida de este autor es una mentira fantástica y ma­ravillosa.
Efectivamente, desde que comencé a leer la novela de Martin no pude parar: llevaba el gordo libro a mi estudio de arriba y mi es­tudio de abajo, al baño, el jar­dín, el come­dor y la cocina, lo llevé al hotel en Lechugui­llas donde pasé con mi fami­lia unos días espléndidos… Fue tanta la obsesión por ese libro que cuando le pregunté a mi esposa, “¿Te leo?”, ella respondió: “Ya deja esa ma­nía, parece que estás enamorado de GM.” Ciertamente, lo asumo: si ha habido una ob­sesión notable y hasta censurable en mi exis­tencia es GM, su obra y su vida, tanto así que leí Cien años de soledad de principio a fin acostado en una pensión de Cali y que mi primera novela fue acusada con justa ra­zón de tener una fuerte influencia de las ar­timañas del rey de Aracataca y se llegó a hablar de plagio —cosa que el mismo GM desmintió públicamente (yo le había regala­do mi primera novela con una dedicatoria que decía así: “Para Gabriel García, a quien pienso matar… literariamente”: año 1976, local de la revista Alternativa, Bogotá).
La de Martin es una biografía chismosa, como deben ser las biografías (no es una tí­pica y aburrida biografía inglesa, sino una biografía muy caribeña, de negra con bal­cón): no sólo está basada en he­chos comprobables sino en versiones y chismes de los testigos de esta vida que ya es tan pública que en realidad uno pa­rece estar leyendo algo que ya sabía, co­mo sabe las noticias de las estrellas de la farándula…lo que es pa­radójico, pues GM se ostenta tímido cuando en realidad es desparpajado, absolutamente seguro de sí mismo, fanfarrón, petulante, lo que no se le perdonaba en sus primeros años y ahora, que es más famoso que el pa­pa y la Coca-Cola, se le celebra. Entonces tenía razón: aquel tipo de baja estatura, de­sa­liñado, flaco, vestido de colorines, bigo­tón, que se atrevió a desafiar el protocolo de los reyes de Suecia, en verdad iba a ser lo que prometió desde chiquito: el mejor escritor del mundo. Gabo nació famoso y morirá famoso. Ése parece ser su destino, no sé si aciago o venturoso. Tomás Eloy Martínez registró esta frase que le escuchó a GGM: “Yo era famoso ya cuando me re­cibí de bachiller en el co­legio de Zipaquirá, o antes todavía, en Barranquilla. Fui famo­so siempre, desde que nací. Pasa que yo era el único que lo sabía.”
Martin es un biógrafo crédulo o fingida­mente crédulo, pero inteligente, lo que lo hace de él y de su personaje tan atractivos como los personajes de Faulkner. Eso de pensar que la mamá Grande es en el fondo una crítica a una Colombia incapaz de cam­biar , “una furiosa reacción de García Már­quez ante la situación nacional”, es bastante divertido pero incorrecto des­de el punto de vista epistemológico: la esencia de este re­lato es una bella retórica, palabras, encanto, cuento de hadas: GM ha explotado la realidad para crear una fábula, lo que es coherente con su vida. García Márquez nun­ca ha querido dictarnos cátedra: lo suyo es contarnos cuentos que nos ayuden a conciliar el sueño. GM no ha querido explicar el mun­do sino explotarlo para alegrarnos la vida con sus fábulas y embelecos. Esto lo dije hace muchos años y lo sostengo: GM es un escritor de cuentos de hadas. (Esta idea la expresa Gerald Martin hacia el final de su libro: no sé si porque llegó a la misma con­clusión que yo expresé en un artículo en 1983 o porque leyó mi texto y se apro­pió de mi concepto.)
Hasta llegar a la página 311, en la nota de pie de página, me enteré de que Martin no había incluido mi nombre en sus agrade­cimientos en el prólogo para llenar páginas, sino porque en verdad tuvo una entrevis­ta conmigo. En efecto, en 1993 estuve en la Universidad de Pittsburgh, donde dicté una conferencia sobre un tema diametral­mente opuesto al que había ofrecido. En esos tiempos Martin era profesor en esa universidad y yo un escritor que tenía éxi­to entre dos o tres académicos norteame­ricanos desorientados. El caso es que mi memoria no re­gistraba ese encuentro. Sólo cuando leí la nota de pie de página comprendí por qué su cara de inglés agringado me era tan familiar
Inevitablemente me veo metido en este mundo de GGM cuando me encuentro en el libro con el nombre de Germán Vargas, uno de los siete sabios de Cien años de soledad (a quien conocí cuando fui jurado del concur­so Jorge Isaacs de Novela en Cali y quien me explicó que lo que yo estaba usando co­mo cenicero ante las señoras organizadoras del concurso no era tal, sino un recipiente para mariscos. Germán Vargas fue el pri­mero en recibir el manuscrito completo de Cien años años de soledad y el primer pe­riodista en escribir en Colombia sobre mi primera novela, Breve historia de todas las cosas). Cómo no sentirme aludido por el li­bro de Martin si me encuentro con el nom­bre de José Donoso (miembro del jurado del mis­mo concurso, quien me habló con supe­rioridad de Gabo, me reveló sus íntimos gustos por los mozalbetes (gustos de José, no de GGM, que sin duda debe preferir las mozalbetas, a juzgar por la cándida Erén­dira, América Vicuña, las putas tristes y otras infantas de buen ver) y me reprochó (Do­noso) mis aires de donjuán (no olvido que a Donoso le subió la presión en una multi­tudinaria rueda de prensa y se atrevió a iro­nizar diciendo: “Parece que voy a cumplir mi sueño de morir ante veinte cámaras de televisión y frente a un público ferviente”). Me encuentro en el libro con Carmen Bal­cells, quien me ha representado tres veces y en las tres he­mos terminado separándo­nos, más por mi ansiedad de ver mis libros publicados que por su voluntad (lo que me parece providencial: si Balcells me hubiera seguido re­presentando no dudo que habría escrito mucho menos y de menor calidad y ahora, a mis 61 años, en lugar de ser un sa­no deportista sería un anciano cacreco con todos los reumatismos y resabios del mundo).
Martin llama la atención en el libro so­bre el vuelco de la actitud de GGM ante la fama: en la primera etapa de su vida, antes de la eclosión de Cien años de soledad, la buscó casi con desesperación; una vez que la alcanzó, huyó de ella al punto de no acep­tar entrevistas. Esto es lo que mi mujer llama “el síndrome de la minifalda”. Las mujeres se la ponen y sin embargo se mo­lestan porque les miran las piernas.
El libro es despiadadamente indiscreto: denuncia que GGM es una especie de gara­ñón y que Mercedes es permisiva hasta el extremo; que GGM y su esposa abandona­ban muchas veces a sus hijos para dedicarse a viajar y a vivir los deleites de la gloria; mues­tra a un GGM tan obsecuen­te ante el poder, que se pasa meses ente­ros esperando una palabra de Fidel; afirma que GGM ha sola­pado a los presiden­tes de México incluso en asuntos tan graves como la matanza de Tla­telolco y que tie­ne una particular inclinación a codearse con los poderosos de la Tierra. Y sin embargo, más que juzgarlo o conde­narlo, Martin simpatiza con su actitud. Hay con frecuencia alusiones al carácter mesti­zo de GGM, como si esto fuera un defecto. Hay una ligerísima veta de racismo en el libro de Martin que es difícil soslayar.
No es estrictamente una biografía. Va más allá: entra en cada libro de GGM no sólo buscando los orígenes vivenciales de las anéc­dotas sino tratando de entender sus motiva­ciones políticas, su estructura, su relación con las obras anteriores, mostrando con ello que la obra biográfica es el resultado de una vida entera de dedicación a un tema y no simplemente un trabajo académico que per­sigue prestigio efímero. Simpatiza con su biografiado, al punto de justificar, en aras del arte, algunas zonas oscuras: saca a la luz asuntos que sin duda molestarán a GGM y a Mercedes, como es el del aborto que su­frió Tachia —mujer de Gabo en Europa—, motivado en cierta forma por la irresponsa­bilidad de GGM; por una parte muestra a una Mercedes poco interesada en asuntos intelectuales y más adicta a las compras y las banalidades y, por otra, la muestra como una matrona de mano férrea, una adminis­tradora eficiente y una auténtica madre telú­rica tanto para su marido como para sus hijos.
Martin hizo con GM lo que ningún autor —a excepción de GM, supongo— quiere que sus biógrafos y críticos hagan: a partir de sus libros, sus declaraciones y estudios de otros académicos y periodistas, descubrió las más ocultas debilidades del autor: la fo­bia a su padre, su debilidad por las mujeres, particularmente las demasiado jóvenes, su sentimiento de su­perioridad (petulancia, arro­gancia… repiten una y otra vez sus fuentes), su timidez, su desfachatez y su ansia desca­rada de fama —en la primera etapa, cuando era pobre y sometía a su familia a los rigores de una vida de artista y bohemio—, su de­pendencia casi infantil de mujeres que han ejercido sobre él autoridad soberana (su madre Tranquilina, Carmen Balcells, su re­presentante; también Tachia y Mercedes Barcha —esposa, sargenta, autoridad ejecu­tiva, mujer de poder… sin embargo con­descendiente y dispuesta a sobrellevar todo para mantener viva la llama del artista e in­tegrada a la familia—). Martin pinta en GGM un carácter infantil, caprichoso, obstinado, dispuesto a salirse siempre con la suya —ras­go éste muy notable que GGM quiso ha­cer notar en Vivir para contarla, primer tomo au­tobiográfico en el que Gabito niño es el pro­tegido de todo el mundo, el ungi­do, el elegido.

jueves, 10 de junio de 2010

Ver y no ver lo fantástico



Fernando de León

Alberto Chimal, La ciudad imaginada y otras historias, Libros Magenta, México, 2009, 88 p.

Es inquietante la relación que los argumen­tos fantásticos tienen con la vista: lo mara­villoso, lo grotesco y lo increíble pa­san casi siempre por la vista, pero atra­viesan, van más allá de este sentido y se hospedan en alguna abstracta habitación de nuestra in­trincada memoria. La pala­bra imaginación alude primordialmente a imágenes, pero no es la vista la que rige lo fantástico; por el contrario: la vista, co­mo los demás sentidos, sucumben ante lo que tachamos de ficticio y de súbito se nos presenta. El nuevo libro de cuentos de Alberto Chimal, La ciudad imaginada y otras historias, aporta luces al esclareci­miento de esta oscura relación.
Por principio, y sin pasar por alto que el libro La ciudad imaginada y otras historias ha sido publicado como parte de una colec­ción del sello editorial Libros Ma­genta, in­titulada Narradores de la Ciudad, estamos ante un volumen de cuentos que invoca a la ciudad de una manera muy personal. La ciu­dad es aludida en distintas gradaciones. Nun­ca es una ciudad en particular y siempre es un sitio en el que suceden cosas fantásticas; nunca es un me­ro escenario y siempre es un personaje ineludible: puede ser La Ciu­dad Prohi­bida, una estación lunar o la ra­diografía urbana de nuestras más cotidianas rutinas. Una ciudad así es un sitio mental, algo más que un lugar: es un momento, pero no cualquier momento sino el instante de la creación en el cual todavía es posible des­articular lo creado.
La informática nos ha obsequiado, entre muchas otras perspectivas, una forma de con­cebir la realidad por capas superpuestas. La no lejana idea de las dimensiones está pre­sente, pero Alberto Chimal, en ese primer cuento que da parcialmente nombre al vo­lumen, nos pide y nos ayu­da a pensar en la ciudad como una serie de superposiciones sobre un todo tridimen­sional que es la rea­lidad. Entonces es posible no ver lo que comúnmente entendemos por ciudad, pero que sólo es su exoesqueleto, y dejar en evi­dencia la carne que somos sus habitantes, conservando todavía el ya invisible orden del concreto. Esta imagen fantástica no es gratuita: sirve al cuento para demostrar algo que no debemos olvidar, cuyo descubri­mien­to reservo al lector, y sirve al libro pues en esa deconstrucción surge lo que Cortázar llamó “el sentimiento de lo fantástico”: la sensación de que algo irreal, pero igual de importante para nosotros como lo real, irrum­pe en nuestra percepción del mundo. Es de­cir: para ver lo fantástico tene­mos que dejar de ver lo ordinario.
Ver y no ver son, en este libro de cuen­tos, los detonadores de lo fantástico: el barco que surca un mar diminuto en una peque­ña mesa que sólo puede ver la niña Raquel, en el cuento “Mesa con mar”, podría ser un delirio si no fuera porque el mínimo mari­nero, que timonea la embarcación, ve a la niña agigantada y la desdeña como cualquier adulto. Los fragmentos que componen el tex­to “Siete de sirenas” son enfoques sobre un ser imaginario que debió o debería dejarse ver. Otros cuentos de La ciudad imaginada dan la impresión de ser ventanas abiertas a historias cuya complejidad no vemos total­mente y apenas advertimos, como en “De la arquitec­tura lunar” o “Variación sobre un tema de Coleridge”. En el estupendo cuento “Mo­go”, el acto de ver y no ver se complica y perfecciona, pues para su pro­tagonista no ver también significa no ser visto y en ese umbral fantástico de oscuri­dad se le abre una puerta a otra realidad más hostil en la que es muy fácil perderse. Lo fantástico maravilla por ser único, pero también horroriza por ser irreversible.
Finalmente, en el cuento “La partida“, una madre que no acepta dejar de ver a su hijo recién muerto, atrae sobre ellos una maldición terrible: la de la persistencia en el mundo. Chimal lleva un paso más lejos la idea que plantea Poe en “El extraño ca­so del señor Valdemar” en este breve y sinies­tro cuento.
Precisamente es la palabra “siniestro” la que define la naturaleza fantástica de este libro. Para Freud lo siniestro era aque­llo que no logramos ver en lo que nos re­sulta fami­liar y sin embargo está ahí. Cada uno de es­tos cuentos esconde algo sinies­tro y esta suerte de elegante maldición convierte a su autor en un notable here­dero del cuento mo­derno tal como Chejov lo inaugura. Mucho se ha dicho de que el cuento desempeña con tensión impresionante dos historias, una que es visible y otra que es oculta y, como tal, si­niestra: mediante lo visible llegamos a lo in­visible. Chimal no sólo ejecuta con delicia esa elemental regla, sino que suele dotarla de un aire clásico, antiquísimo: cuentos que pode­mos leer como radiantes minificcio­nes en las que lo fantástico aterriza en proble­máticas cotidianas, tal es el caso de “Génesis 1:4” y “El equipo celeste“. Cuentos en los que, por el contrario, la cotidia­nidad es la que pro­pulsa disertaciones fantásticas, como sucede en “La Balan­za”, donde el lector encontra­rá un pano­rama rico en paradojas narrativas y juegos sutiles: un fragmento que es en sí la tota­lidad, un texto antiguo que aca­ba de ser escrito, en el que pareciera haber una pa­rá­bola y una enseñanza pero lo que hay, en realidad, es una ilusión y una espe­ranza.
En más de una ocasión Alberto Chi­mal ha manifestado su interés por que en cada uno de sus libros de cuentos los textos que lo compongan consigan una suer­te de diálo­go entre ellos. Ese diálogo entre cuentos no sólo sucede en este nuevo li­bro de una ma­nera inteligente; sus cuentos hablan con los cuentos de sus libros anteriores, especial­mente con Éstos son los días (2004) y con los cuentos sueltos de Horacio Kustos que circulan ora como plaquetas, ora como argu­mentos para có­mic. A saber: el hombre que recibe la lla­mada de su doble en el reciente cuento “Variación sobre un tema de Cole­ridge” es acaso el mismo escritor acosado por sus creaturas no escritas en el cuento “Los personajes” de Éstos son los días, pues el humor y la ironía son de la misma pluma; o bien las arquitecturas fantásticas que ci­mientan este nuevo libro tienen correspon­dencia estrecha con las imaginadas por su personaje recurrente: Kustos.
No exagero al afirmar que, con La ciudad imaginada y otras historias, Alberto Chimal agrega una pieza fundamental a su obra cuen­tística que, reunida, perte­nece ya a una es­tirpe incomparable en la que se encuentran libros unidos por el extrañamiento y por la belleza como Las ciu­dades invisibles de Italo Calvino, His­torias de Cronopios y de Famas de Julio Cor­tázar, o Confabulario de Juan José Arreo­la. Así de entrañable y perturbador. Lo que Alberto Chimal está construyendo es una ciudad que después de haberla visitado nos acompañará siempre en dondequiera que estemos.