lunes, 14 de junio de 2010

El consuelo del melancólico



Gabriel Wolfson

Andreas Kurz, Cratilismo. De la pesadilla mimética en literatura y discurso, Ediciones de Educación y Cultura, México, 2010, 208 p.
 
Hace un par de años y aquí mismo, en el número 126 de Crítica, reseñé un libro muy parecido en ciertos aspectos al que ahora me ocupa. Para empezar, por las erratas: como aquél de Frank Loveland, el libro de Andreas Kurz está lleno de ellas: espacios de más, sangrías ausentes, comas sobran­tes, un “enronces” por “en­tonces”, un “ecsritor” por “escritor”, un “derribado” por “derivado”, etc. El pro­blema no es, des­de luego, una errata aquí y otra allá, un desliz en la página diez y otro en la ciento cuarenta: el problema es un error casi en cada página, un confiar­se a que editar un libro sólo consiste (y ya es mu­cho, claro) en el olfato para de­tectar un texto valioso y luego en la pesada tarea de imprimirlo (y lue­go en la aún más pesada labor de vender­lo). Pero más bien, como en el caso de Loveland, el pro­blema real consiste en la discrepancia, en el tremendo contraste que se abre entre un libro notable y los nume­rosos descuidos que lo visten. Quiero decir que sí, en efecto, ha­bría que cuidar la pun­tuación, la ortogra­fía y la tipografía de cual­quier texto, pero sinceramente no me importa­ría que la “pla­taforma electo­ral” del candidato victorioso a gobernador viniera llena de solecismos, gazapos e in­sensateces.

En Cratilismo…, en cambio, sí me im­porta porque, como el de Loveland, se trata de un libro que no debería ni mucho me­nos pasar inadvertido. Ahora bien, re­sulta claro que cuando uno dice —y más en una reseña— algo como “no debería pasar inad­vertido”, el sentido de la frase puede orien­tarse a dos opciones: o es una frase hueca, una fórmula de las varias con que compo­nemos reseñas, notitas, prólogos, tex­tos de presentación, y que en rea­lidad no se refie­re al libro sino, como por alusión, al hecho mismo de haber aceptado reseñar, prolo­gar o presentar otro fas­tidioso libro, hecho que se suma a cientos o miles de otros he­chos idénticos, propios y ajenos, que termi­nan conformando este ecosistema cultural nuestro, tan sexy; o bien la frase afirma justo aquello que dice no de­sear: no tanto “no debería pa­sar inadvertido” como “se­gura­mente va a pasar inadverti­do”. Creo, pues, que el libro de Kurz va a pa­sar inadverti­do (porque la editorial que lo publica no tie­ne una só­lida distribu­ción, porque no habla de cen­tenarios ni bicentenarios ni de “Mé­xico”, porque supongo que su autor no ten­drá tiempo para una gira de presentaciones por toda la re­públi­ca, porque suele ser el destino de lo que se escribe e im­prime fue­ra del DF, por­que si uno googlea el libro de Loveland se en­contrará con una única rese­ña, etc.) y creo que es una lástima que eso pa­se. En lo que sigue intentaré argumentar por qué.
1. Como Loveland, Kurz es fundamen­talmente un profesor, un académico,(1) y es­to determina ciertas elecciones de su libro. Para empezar, el género: como varios acadé­micos de nuestros días, Kurz se ha pro­pues­to escribir un texto sobre te­mas literarios pero en un registro muy distinto que el que emplea regularmente en sus artículos y po­nencias. Pero a di­ferencia de muchos de esos académicos, lo consigue. Quizás el ver­bo es impreciso: “conseguir” aquí implica­ría una especie de reto, un objetivo más o menos técnico que el gran retórico puede alcanzar mer­ced a ciertos giros de su len­guaje. En este caso hablaríamos más bien de “necesitar”: un día Kurz necesita divagar sobre sus intereses literarios de siempre pe­ro en otro lugar, desde otro lu­gar, con otra voz o con muchas otras voces, para liberar­se de ciertas rigideces, para fantasear, para jugar, y también, claro, para decir lo que verdaderamente quiere decir y en el nivel privado en que quiere decirlo, sin preocu­parse de que el texto vaya a ser evaluado por el comité científico de algún congreso o de que haya que buscar las ediciones de referencia de los libros que quiera citar. Así como el poema en prosa, en sus inicios, le vino en general mejor a los poetas, que buscaban en él una vía de es­cape de los acentos y las cesuras, podría pensarse que el ensayo ahora funciona mejor en quienes no son ensayistas, en quienes llegan a él hu­yendo de otros am­bientes llenos de fragan­cias exóticas o pol­vo de gis y que, por tanto, no lo asumen como un formulario para ser rellenado por el interesado: Montaigne no era ensa­yista ni se autoproclamaba ensa­yista, pa­ra el caso.
Y todo esto porque, además, Cratilis­mo… arranca con un “Preámbulo” dedicado, podríamos decir, al estado actual del ensayo en México. El preciso diagnóstico de Kurz señala dos rasgos dominantes en la práctica del género: el tópico —con ecos posmonietzscheanos o hippihermannhessianos— de la primacía del camino sobre la meta (el trayecto en sí es ya el desti­no, la gran enseñanza, etc.); y la po­sición cier­ta­mente vanidosa de que “lo que importa en el ensayo son los azarosos pro­pósitos de las pulsiones privadas, aun las gástricas” (fra­se de una ensayista mexicana que cita Kurz), siempre que tales pulsiones o arrebatos o caprichos vengan reves­tidos de “estilo”, es decir: todos somos iguales en pulsiones o arrebatos pero hay unos arre­batos menos iguales que otros, es decir: mis caprichos son dignos de leer­se porque los sé adere­zar con estilacho. Para recha­zar tales rasgos Kurz hace iró­nicamente explícito el “ca­mi­no” de su ensayo (vean mis digresiones pulsionales, parece decir), se pone gombro­wicziano (“Si el ensayo es un archigé­nero, los chiles en nogada son una archicomida, y el Amé­rica un archi-equipo-de-futbol”) y, sobre todo, se pone escéptico y serio: el arte de escribir bien “es un arte inalcanza­ble para la mayoría de nosotros. Se trata de escri­bir a secas, de ha­cerlo con corrección y dignidad y sinceri­dad, no de lucirse, de payasear, como yo payaseo ya a lo largo de 563 palabras” (y más adelante: “que el yo [del ensayo] no se ensanche, que no tra­te a los que lo es­cuchan como si fue­ran insectos”).
Que Cratilismo… se escribió, diga­mos, en un cubículo universitario pero durante las horas muertas o secuestradas de la jor­nada laboral lo prueban los usos desviados y productivos de ciertos procedimientos aca­démicos. Cuando habla de “José Jus­to Gó­mez de la Cortina y Gómez de la Cortina”, Kurz precisa: “No sé si el nombre así es­crito es correcto, o si se trata de un error de imprenta en mi edición de las Poliantea a cargo de la UNAM. Si es error, espero que no se corrija”, y eso porque, a partir de es­ta curiosa duplicación de ape­llido, Kurz comienza a hilvanar un nuevo capítulo en su disquisición sobre quienes, cratílicos, pu­dieran pensar que un apellido doble acaso corresponda a las hazañas doblemente pres­tigiosas de los an­tepasados. Lo mismo, pe­ro más acusado, cuando Kurz confronta sus conjeturas so­bre Sócra­tes y Cratilo con “la traducción castellana del diálogo [platóni­co] que yo consulto, que es la de ‘todo el mundo’, la anónima de Porrúa”: de este no poder confiarse a una edición muy poco con­fiable pero tener que sujetarse a ella se desprenderán las frases más incisivas so­bre el texto funda­dor del cratilismo. Algo recuerda todo es­to a lo que ocurría en otro libro también reseñado en esta revis­ta: en Leyendo agujeros, Luis Felipe Fa­bre se ajus­taba al he­cho de que en ese tiempo era imposible conseguir los poemas de Mario Santiago Papasquiaro, pe­ro esa carencia era de pronto la mejor base para discurrir so­bre los infrarrealistas. Y algo recuerda, sobre todo, a la mag­nífica lectura que hizo Julio Ramos del Facundo, donde Sarmiento no aparece só­lo como alguien fatalmente ubi­ca­do en una cultura llena de fisuras y anoma­lías, sino como quien maneja voluntaria y malicio­samente esa distinta y fascinante posibi­lidad cultural.
2. Algo que se desprende de este primer comentario sobre el ensayismo de Kurz y sus condiciones de posibilidad son sus “re­creaciones ficticias”, sus coloquialismos y sus chistes, elementos que, me parece, mucho tienen que ver con este espacio intermedio de su enunciación: en­tre la academia y la literatura, también entre la tra­dición alema­na y la mexicana, entre una y otra y otra lenguas. Uno pasa la página y de pron­to ya no es Kurz quien habla sino un Fausto gachu­pín que, para colmo, le lee a Nova­lis un frag­mento de la Crónica mexicana de Hernando de Alvarado; no sólo eso: des­pués de pre­guntar a Novalis si su Enrique de Ofterdin­gen finalmente hallará la flor azul, este Fausto movedizo lo desconcierta con una referencia nada menos que a José María Arguedas. Mo­nólogos (o diá­logos) dramá­ticos, como los que Guiller­mo Sucre estudió en la poesía de Borges, pero aquí potenciados por una malicia lú­dica e impúdica: la de un profe­sor que, una vez vacío el sa­lón de cla­ses, abre su cajón de disfraces y se entrega a montar en solitario una come­dia beckettiana llamada “La literatura mo­derna”. Otras dos de es­tas recreaciones ficticias: Oliverio Girondo, en su cuarto, des­potricando en español bien mexicano contra la muerte, y la muerte, una calaca medio muertesinfín, huyendo del cuarto de Giron­do, “espantada, en pánico, asqueada, pero muy excitada; se le endurecieron los pezo­nes”; el pequeño Arthur Rimbaud, queján­dose y mascullando barbaridades, echando mano de geniales mexicanismos (“¿Por qué siempre tan sobrio Baudelaire? Aun así se peló joven”), preguntándose “¿por qué no nací sinesté­sico?” y rehaciendo su fa­moso soneto: “A ver… ¿Qué color tendrá la A jodida? ‘A jo­dida, E chingada, I bien erecta, O se me antoja, U como un culo grandote’. Como el culo de Paul.”
Aquí han asomado ya, por cierto, los dosificados coloquialismos de Kurz y su enor­me carácter disonante: no sólo por­que apa­rezcan, por ejemplo, en medio de otro monólogo ficticio, la sofisticada perorata del doctor Flechsig, psiquiatra del jurista Da­niel Paul Schreber, sino porque rompen la ilu­sión del discurso: uno lee y supone, o asu­me más bien, que las pa­labras de Flechsig es­tarían en alemán, es decir traducidas del alemán, hasta que nos topamos con su des­cripción de la es­posa de Schreber: “veinteañera apenas y muy ganosa”. Kurz, así, pone en acto uno de los argumentos anti­cratílicos que ni Só­crates ni Gómez de la Cortina, entre otros, quisieron contemplar: si no hay arbitra­riedad del signo, si la len­gua dice directamente el mundo e incluso lo crea, sin mediaciones, ¿qué pasa cuan­do nuestras disquisiciones sobre el poder mimé­tico de las palabras se ven reducidas a cenizas o a disparates al confrontarse con las pala­bras y las particularidades sonoras de otras lenguas?(2)
(3. La escritura en español de Andreas Kurz: bastaría con señalar que el español no es su lengua materna y que no obs­tan­te su prosa es más precisa, dúctil y expre­siva que la de muchos a quienes leemos en suplemen­tos, revistas y desde luego li­bros. Y a ello podría agregarse la libertad que le da el co­nocer los coloquialismos, los gi­ros populares, los usos “vulgares” —también los usos “cultos”—, conocer sus efectos pero, diga­mos, sin experimentarlos, sin sen­tir asco ni vergüenza: una especie de esque­leto conno­tativo ligeramente des­coyuntado del cuerpo.)
4. Porque, a todo esto, ¿de qué trata el libro? Para empezar, de la torre de Babel: una vez que, por ejemplo, Franz Bopp de­muestra en el siglo XIX la imposibilidad de reconstruir el pretendido lenguaje humano original, y demuestra también que el sáns­crito, la lengua conocida más anti­gua, no es precisamente mimético, la literatura se encar­gará, dice Kurz, del sueño del cratilismo. Y entonces aparece uno de sus momentos paradigmáticos: el nacionalismo decimonó­nico. Así en el caso mexi­ca­no, en el ya re­ferido de don Gómez de la Cortina y Gómez de la Cortina según lo hace hablar Kurz: “Un poeta mexicano, si lo hubiera, podría hacer surgir de la na­da la nación nueva lla­mada México”, es decir: un poema —ya no digamos una cons­titución, otro artefacto lin­güístico— puede cons­truir un país e inven­tarle todo aquello —co­mida, “tradiciones”, paisaje, etc.— que luego llamaremos nues­tra cultura, nuestra identidad: somos lo que el poema dice que somos, o mejor aún: so­mos por­que el poe­ma ha dicho que somos: si don Andrés Bello habla de plátanos y ma­gue­yes no es sólo por levantar un registro de la flora americana, sino porque América es eso: plátanos y magueyes.(3)
En Cratilismo… esta reflexión, así co­mo los capítulos sobre Rimbaud, Novalis, Ber­nardo Couto o Franz Grillparzer, sos­tienen el que me parece su asunto central: la po­sibilidad de que la llamada Teoría (Althusser, Lacan, Foucault, Adorno, aho­ra Žižek, etc.) represente la más reciente encarnación del cratilismo: “El cratilismo experimenta una transformación más, muy probablemente no la última. Su portador ya no son las letras o los sonidos, ni tampoco los rasgos fisiológi­cos de nuestro apa­rato lingüístico, ni siquie­ra el texto como entidad tangible. El discurso intelectual —abstracto, multifacético y hete­rogéneo en sus manifestaciones divergen­tes— se adjudica la función mimética que —sin exageración— crea ya no realidades espe­cíficas y limitadas a entornos individua­les, sino mundos enteros”. Como origen de esta deriva Kurz sugiere el “sentimiento de superioridad” de algunos de los grandes filólogos de entre siglos, quienes prepara­ron el terreno —abonado por gran­des acadé­mi­cos del XX, como Hinterhäu­ser— para que este discurso encantador, interdisciplinario (ahora incluso por decre­to gubernamental), la Teoría, que se propone no como una hu­milde contribución a la elucidación de un pequeño hecho con­creto sino como explicación suficiente del mundo en general gra­cias a su alta dosis de creatividad (es decir, de literatura), ter­mine produciendo “la rea­lidad siguiendo el mismo mecanismo que [Edward] Said ha­bía descrito para la inven­ción de Oriente”.
Sobra decir que el libro de Kurz no es un panfleto antiteórico, el trasnochado re­cha­zo positivista a todo aquello no suscep­tible de verificación ni guardado bajo las siete llaves de la clasificación disciplinar. Para empezar, porque sus prevenciones o mati­ces se dirigen no sólo a la Teoría sino a la frecuencia con que se olvida el componen­te lúdico que la conforma y, sobre todo, a la frecuencia con que se la convierte en una interpretación general del mundo: Kurz se muestra más cauteloso que categórico, cuida­doso de que sus pro­pios argumentos sobre la Teoría no termi­nen convirtiéndose en un nuevo fragmento cratílico y encantador, pe­ro igualmente puntilloso en el difícil inten­to de desmontar este paradigma que nos rodea casi como el aire. En algo recuerda al Jorge Cuesta que en los años treinta da­ba dos pa­sos a un lado y hallaba en el mar­xismo no una ciencia ni una metodología sino una fe.
Pero sobre todo, porque el eje subte­rráneo que atraviesa el libro no es el de una crítica a todo cratilismo posible. Des­de el inicio, Kurz defiende “la creencia en la mímesis literaria”, pero entendida efectivamente como creencia, como algo asumi­do tras el desengaño operado por Sau­ssure y sus descendientes: primero ha de perder­se la inocencia para entonces po­der confiar en aquello que, ya se sabe, no es más que humo: sólo en el descreído es posible la creen­cia, o más bien: el empeño en creer. Así, uno de los motivos centrales de Cratilismo… es la vanidad, que, como vimos, asomaba en las prime­ras reflexiones sobre el género en­sayístico y que reaparece en varios episodios, por ejemplo con los románticos sucesores de Hamann, quienes confundieron justamen­te el empeño en la creencia con la ilusión de hallarse en medio ya no de la creencia sino de la realidad, utopía que, para Kurz, constituye “el engaño más desastroso de la historia literaria que nos legó los conceptos peligrosos, y mil veces abusados, de la ge­nialidad y la originalidad”; por ejemplo también con Hugo von Hof­mannsthal, quien, según se expone en el libro, tiró el anzuelo de su “Carta de Lord Chandos” para disi­mular su verdadera con­dición de filólogo, de privilegiado dueño del idioma. Podría de­cirse entonces que lo que está en juego no es la vanidad sino el poder, ese deseo de impo­ner una visión del mundo y de sentirse auto­rizado a ello y merecedor de recompen­sas por ello, que a menudo ha venido asociado al cratilismo. Lo cual nos lleva de vuelta a aquel em­peño en la creencia, y a un episo­dio justo a la mitad del libro y que le da al volumen su tonalidad secreta pero esencial, la de una profunda melancolía: el relato “El pobre juglar”, de Grillparzer, donde una música de violín resulta atroz y desa­grada­ble para quienes la escuchan pero una mú­sica celestial, la música absoluta para quien toca el instrumento. Primera conclusión: “sí hay un lenguaje creador, y sí hay los que lo hablan, pero nadie lo entiende”.(4) Se­gun­da conclusión: que esa música —o ese poe­ma, esa novela— sea percibida como un balbuceo, tonadas ile­gibles de un desquicia­do, conduce inevi­tablemente al aislamien­to social de quien la emite. Última conclu­sión: como el Qui­jote —y agrego, como ese her­mano perfecto del personaje de Grill­parzer que es “El vagabundo” de Torri—, el juglar aca­so se da cuenta de que su percepción cra­tílica es una insensatez, pero “la prefie­re a la mentira y a la intriga políticamente exitosas”. Que esto lo aparte de la gene­rali­dad, que lo señale como uno entre unos cuantos seres diferentes no debe confundir­nos, a estas alturas de Cratilis­mo…, con la diferencia deseada, promo­vida y arranca­da a mordiscos de los genios vanidosos y re­conocidos hasta en los ae­ropuertos. Pero para no terminar mi re­seña con una frase tan sim­plona como esta última, dejo la pa­labra a Kurz, unas fra­ses que bajan magis­tralmen­te el telón: “La literatura en Grillpar­zer, co­mo también en Cervantes, toma la función de la orgía. A través de ella el lector se pue­de embo­rrachar con la muerte y perderle el mie­do. La literatura, esta literatura, se vuelve melancólica porque insiste en una forma de ser que necesariamente es atem­poral, al margen de cualquier entorno histó­rico y social. Precisamente la conciencia de la a-temporalidad y de ser diferente, de ha­berse decidido por un camino evolutivo no exitoso, posibilita el baile hacia la muer­te, la orgía que pretende borrar la doloro­sa —por lo menos así nos la imaginamos— cesura entre el aquí y ahora, y el allá sin tiempo. Entonces la melancolía no es tris­te, sino vital y consoladora.”
 
(1) Y aquí, por cierto, otra de las razones por las que creo que su libro pasará inadver­tido: con excepciones, en México parece cada vez más clara la división entre crítica acadé­mica y crítica periodística. De ahí que una po­sición atractiva y quizá necesaria en su ori­gen —la de burlarse, desde la literatura, de todo lo académico, de lo acartonado, insulso, anti­cuado, pedante y geométrico de todo lo aca­dé­mico— ahora empiece a volverse un gran lugar común, una especie de signo de pure­za, de pe­digrí artístico que facilita la vida. Es cierto que desde la academia suele proyectarse también una mirada displicente hacia escritores o pe­riodistas que, digamos, no es­tén muertos. De ahí que unos y otros en ge­neral se reseñen y comenten sólo a sí mismos, en sus propios y exclusivos espacios, puesto que además son muy distintos sus objetivos (el SNI y el SNCA, por decir algo). Lo curioso es que cada vez hay más escritores que a la vez son acadé­mi­cos. Pero esto merecería un co­mentario aparte.
(2) Aquí me gustaría glosar un pasaje del mismo soliloquio del doctor Flechsig si no fue­ra por el riesgo de que la glosa resulte tediosa, y más larga que el propio pasaje: aquel don­de Flechsig recuerda haber remitido a Schre­ber con un colega, a la clínica Sonnenstein, y de inmediato asocia este nombre alemán con su equivalente español, título de uno de los más famosos poemas mexicanos del siglo XX.
(3) Lo mejor del caso es que Bello no habla de plátanos y magueyes, sino de bananos y agaves: ¿es que desde entonces ya se adivi­naba la problemática relación de México con el Mercosur?
(4) Aquí añado un eco mexicano a un libro que ya tiene muchos, por lo que no sobrará: “Su vocación es soberana: compone música en un mundo de sordos”, pequeño epigrama de Díaz Dufoo.

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