martes, 20 de julio de 2010

Las paredes hablan*

Carmen Boullosa

La reunión termina y salen al patio. Ven pasar hacia la calle a Felipa, pre­surosa, y la oyen dar de gritos:
—¡María! ¡Javier! ¿Dónde andan?
En el portón abierto de par en par, los tres amigos del padre Acosta se despiden, ya sin decir palabra. Se irán en breve con la diligencia, de vuel­ta a la ciudad. Federico toma al padre Acosta del brazo, y le dice en voz muy baja:
—Debemos tirar el aguardiente...
—Probemos con otro conejo la próxima semana.
—¿Ya para qué?
—No me resigno. ¡Es tanto! La esperanza es lo único que se pierde. Po­dría ser que en dos semanas la bebida esté en espléndido estado. Nunca ha­bíamos probado esta fórmula. Puede ser. ¿Por qué deshacernos de algo que puede convertirse en un licor soberbio?
—Déjate de sensiblerías donde no hay cupo para éstas... aquí no hay lugar y punto, necesitamos el espacio de la bodega —le contesta Federico, en voz más baja aún—, hay que llevar el cañón y los cartuchos, necesitamos el lugar ya, no hay tiempo de levantar otra bodega.
El padre Acosta hace señas llamando a los músicos, los incita a entrar a la casa. Juntos, músicos, pintor y cura, caminan hacia la sala para reu­nir­se con el resto de sus contertulios.
En lo que todos se acomodan, lle­gan María y Javier, sin aire de tanto co­rrer. Parecen venidos de otro mun­do. No es ilusión: vienen de otro mundo.
Ese otro mundo está frente a nues­tras narices, aquí en la misma sala. Es un hermoso paisaje que Federico pintó hace poco más de un lustro, un paisa­je panóptico que cruza horizontal bue­na parte de la habitación y representa lo que veríamos si la pared fuera tras­lúcida, el área al costado de la casa —la última del poblado—. La pintura re­pro­duce los árboles, el canal de agua, el verdor del suelo, las montañas al fon­do y, más importante, crea un ambien­te, ahí se respira la placidez del paraíso original, un área sin pecado, sin dolor, donde el tiempo no corre, libre del im­perio de la muerte. Lo ilumina otra luz, distinta a la terrestre, proveniente de un astro que no marchita al iluminar, que no come segundos, horas, días, me­ses, años; que no consume.
No es asunto mío, ni nuestro, el que María y Javier se amaran, porque al hacerlo se escapaban de nosotros. Eran los huidos, incluso de pie frente a nuestros ojos, jadeantes, los colores en sus caras encendidos por la carre­ra; aunque hubieran llegado no estaban entre nosotros, los sostenía una nu­be, un codo arriba de la tierra. Lo más preciso es decir lo que ya formulé: que habían entrado al espacio que Federico plasmara en la panóptica. Ve­nían de ahí, de juguetear como cachorritos:
—Vamos, doña María, usted serénese y cuénteme sus cuitas.
—¡Nadie me dice Doña a mí! Ni para bien, ni para mal. ¡No soy Doña! Soy una ciudadana, como usted, como todos... ¡Y más! ¡Yo soy el pueblo! ¡Y usted no me alcanza!
—Si la alcanzo, le doy un beso.
—No me alcanza, verá.
—Ya déjese de cosas, María. Dígame sus cuitas…
—¡Que yo no tengo cuitas, se­ñor marqués! ¡No me puedes al­canzar!
—Ahora verás…
—¡Inténtalo!
—Pícara, bonita, ¡ven!
—¡No me robarás un beso!, ¿viste?
—Cuando te cases conmigo, te voy a robar... ¡Toda!
Pero así hubieran estado en carne y hueso y con toda su conciencia entre los árboles, saltando y corriendo, en cada gesto, en cada respiración dejaban el mundo. Por esto, ahora, frente a nosotros, entrando por la puerta del salón que da al patio, se asomaban desde ese territorio ideal al que habían conseguido entrar, rompiendo la lógica del espacio.
—Una… dos…
La voz de Acosta invita a los miembros del coro a empezar a cantar. Los amantes bajan de la nube, los amigos paran en seco sus charlas respectivas.
Abren las hojas con sus anotaciones, los que las usan. Los demás, fijan la vista en Acosta. Deben concentrarse para empezar.
—Vamos a ensayar Esta noche yo baila.
—¿No la de Gaspar Fernández? —María no sabe obedecer sin previo recular. —¡Pero! —y a una objeción suma otra—. ¿Por qué no Tleycantimo Choquiliya?, hoy que están todos los músicos... aquí está la guitarrilla y el bajón…
—Esta noche yo baila, ¡no! —agrega Julián Goríbar—. Me parece im­propia. Es de negros, ¿por qué vamos a estar cantando eso nosotros, gente de bien?
María mira a Julián con desprecio, le retira la mirada y la cruza con su papá, como diciéndole, “Por eso nos gusta, porque es de negros, ser ne­gro es ser gente de bien.” Acosta dice sin dar mayor explicación:
—Esta noche yo baila. ¿Empezamos?
—¿En qué grupo voy yo? —Esperanza, incómoda, pide con esta frase reacomodo. Julián se ha sentado al lado de ella.
—Aquí, Esperanza, ven —Federico le indica un lugar a su lado. Acosta da algunas otras indicaciones para que el grupo quede dividido en dos par­tes equivalentes, y da la indicación para empezar, agitando una varita en la que en algún punto hay un botón de nardo (ya había empezado a florear, enseñaba el principio de los pétalos algo rosáceos):
—Una, dos, ¡tres!
El tambor suena. Al tercer golpe de éste, entra el primer grupo:
—Esta noche yo bailá.
El segundo su parte:
—A-a-aa.
El tercero dice a ritmo:
—Con María y con José.
Aquí, una voz de mujer casi grita sobre la última palabra de este paso del canto, empalmando con su voz fingida chillante “Javier”.
Parte del segundo grupo, mermada pero entonada emite su estribillo “e-e-e”, pero las risas comienzan a romper el canto. El tambor sigue tocando impertérrito.
Acosta baja las manos:
—No otra vez —dice en tono muy serio—, no de nuevo, no es broma, no es juego, es una labor de recuperación cultural.
El tambor continúa. Los otros instrumentos empiezan otra melodía.
—No es por la alegría del canto que nos estamos riendo —le explica Fe­derico.— Es que María dijo “Javier” en lugar de “José”.
—Y lo dijo con voz chillante, como guacamallita —Esperanza.
Acosta toma un aire más serio todavía:
—Son momentos difíciles, no nos sobra el tiempo. Si estamos aquí con la música nuestra es porque, aunque no sobre el tiempo…
—Estoy de acuerdo: no sobra el tiempo —María interrumpe su discurso que ya todos conocen hasta el cansancio.
—¿Entonces? —presiona Acosta—. Una, dos…
—Porque no sobra tiempo, tenemos que hablar —dice María—, no cantar.
—Yo digo que basta con un Congreso que guarde la soberanía para nuestro monarca Fernando VII —Javier.
—¡Cuál! ¡Debemos exigir la libertad para el país! —María.
—La gente se muere de hambre... —Esperanza.
Acosta continúa con la varita de nardo que Lucita le había dado hoy pa­ra conducir el coro, bien levantada, como a punto de agitarla para marcar los compases. Sin bajarla, dice:
—Hay que declarar la guerra a los monopolistas del carbón. Insisto en que debemos optar por estrategias claras en causas comunes, no dispersar­nos en...
—Eso no lo sé. Lo que sí sé es que urge limpiar los caminos de bandidos —lo interrumpe Julián Goríbar, desplazándose hacia el otro extremo del salón.
—No son bandidos. Son rebeldes —dice María, con voz tranquila.
Su comentario provoca silencio. La varita de nardo baja, golpea la ro­di­lla del cura Acosta. Se detiene del todo la música. Julián vuelve a recorrer el salón de un lado al otro. Está furioso.
—Bandidos es lo correcto —Julián.
Acosta levanta de nueva cuenta la varita.
—Todos a su sitio. Una… dos… ¡tres!
Los tambores empiezan, y el palmeo. La guitarra con lo suyo. Una flauta. Dos acordes del clavicordio: todos en algo distinto. Entra el arpa, también a lo suyo.
—¿Nos dice qué canción vamos a ensayar? —María, sin cejar en su intento de interrumpir.
—Yo vine a eso —Julián—, a cantar en el coro. Cantar alimenta el al­ma, restaura el espíritu, calma las malas inclinaciones. El canto es una ac­tividad pura. ¡No el desorden!
—¡Pura! —dice en baja voz María, en un tono algo burlón.
—Pero ya que ustedes hablan —continúa Julián, ignorando de plano a María—, diré lo mío: las cosas están mal, las aguas revueltas. Un indio des­cendiente de Moctezuma reclama el trono de México...
Los instrumentos continúan sonando, tambor, arpa, clavicordio, guitarra.
—El indio está en todo su de­recho. En su de-re-cho, ¡y en su re­vés! —María—. ¡Que le den el trono mexicano! ¡Pero ya!
Julián se enciende en ira.
—Hasta el sol me amanece —canta a solas uno del coro, y otros le contestan el debido estribillo:
—Ah-ah-ah.
—Hay que evitar un derramamiento de sangre inútil. Es lo que debe preocuparnos. Planear… conservar la calma… pensar bien las cosas —ha­bla con voz calma Acosta, encendido su ánimo de púlpito.
—Esa gente comentaaaa —entona alguien la frase que corresponde a la melodía.
Alguien le responde con el cantante:
—Ah-ah-ah.
Acosta no parece escuchar el ah-ah-ah, y dice muy serio, en marchita voz opaca:
—Cerraron los hospitales y las casas de beneficencia... Las viudas es­tán en la calle... Mi hermano perdió sus tierras... Nos llevan a todos a la ban­carrota...
Lo interrumpe Federico, con ánimo de cambiarle el modo:
—... para robárnoslo todo; su leyezuela es un hurto en despoblado. ¿Vol­vemos al ensayo?
—Y todo para bolsillos corruptos —remata María, que no tiene ninguna gana de cantar.
—Sugiero que nos concentremos en lo que es urgente: ¡Muerte a los franceses usurpadores!, son herejes calvinistas —Javier, con énfasis, en tono acalorado, casi gritando.
—Hay insurrecciones en Buenos Aires, en Santa Fe de Bogotá, en Cara­cas, en Quito… —Esperanza se embellecía con la excitación que le causaba la conversa—. Puedo seguir… pero sería lección de geografía.
—El cura Hidalgo en Dolores, Morelos en Cuautla, nosotros aquí —con­tinúa Federico. Este diciembre nos alzaremos en armas. Hidalgo…
Julián vuelve a rabiar:
—A Hidalgo no hay que tomarlo en cuenta... ¡Por Dios!, ¡qué despro­pósitos! Hidalgo anatema... lo dice el obispo Venegas…
—Usted me perdonará, Julián —le replica María ásperamente, casi re­gañándolo—, pero Venegas tiene de obispo muy poco, y mucho de traidor y ratero…
Julián se molesta sobremanera con el comentario de María. Deja su asiento y se acerca al padre Acosta, con lentitud parsimoniosa.
—No puedo escuchar más estas bocajarradas, faltas de... Cállela, por respeto a lo más sagrado...
—Me va a tener que perdonar, pero me es imposible pedirle que calle. Aquí hay libertad absoluta de expresión. Es la condición de Casa Espíritu. Usted lo sabe en carne propia.
—¡Yo vengo al ensayo del coro! ¡A cantar!
—El que canta y no habla, en verdad no canta —María no pierde las ganas de bromear, alzándole más la sangre a Julián.
—Su comentario, padre Acosta, me produce tanto disgusto como las impertinencias de esta bastarda alzada. Aténgase a las consecuencias.
Sale, tan rápido como un alma que lleva el diablo.
Los músicos miembros del coro regresan a sus instrumentos. El tambor suena, la guitarra y el bajón echan a vibrar sus cuerdas, la flauta baila notas, el clavicordio y el violín se unen con el arpa, interpretan la misma sin haberse dicho nada entre sí.
Tres hombres cantan:
—Su hijito ya nacé…
A lo que otros contestan:
—Eh-eh-eh.
Los primeros regresan con el siguiente:
—Poca gente lo verá…
—Ah-ah-ah.
—Antes que la vuelva a hacer…
—Eh-eh-eh.
Todos tocan y cantan concentrados, dan la impresión de querer restaurar algo que sabían se había roto. Tocan y cantan, pero están como gritando “aquí estamos tocando y cantando”. Poco a poco van dejando este sentimien­to de urgencia y resbalan en la belleza de la canción. El sonido que producen hace honor a la composición.
 
* Fragmento de novela.

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