lunes, 9 de agosto de 2010

Para entender a Borges*

Christopher Domínguez Michael
(Fragmento)

Es sorprendente leer en la Historia de la literatura hispanoamericana (1961), de Enrique Anderson Imbert, libro que todavía se reimprime, que Jorge Luis Borges, según el profesor argentino, “consciente de su originalidad, renunció a ser popular, hizo una literatura que ignora al lector común”. El juicio de Anderson Imbert resultó, como ya preveerá el propio lector, falso y por varios motivos. Si Borges, para empezar, hubiera renunciado “a ser popular” escribiendo los cuentos y los ensayos que escribía, el tiro le habría salido por la culata. A partir de 1960, cuando le dieron el Premio Internacional de Literatura Formentor, que compartió con el dramaturgo irlandés Samuel Beckett, sus libros inundaron el mundo, demandados precisamente por ese “lector común” al que cortejaron otros autores actualmente desprovistos del carisma póstumo de Borges. Pienso en Anatole France o Ernest Heming­way, por ejemplo, clásicos expulsados del canon como hay santos bajados del altar.
Y si por “lector común” entendemos al que Virginia Woolf definía como tal y que Anderson Imbert probablemente no despreciaba, es decir, a la mujer o al hombre presumiblemente jóvenes, que sin ser necesariamen­te escritores, profesores o críticos, leen por placer y con perplejidad, ten­dremos que durante la segunda mitad del siglo XX esos lectores le dieron a Borges una fama y fortuna que él mismo nunca habría sospechado.
La obra de Borges se convirtió para el lector común en un equivalente de esa Enciclopedia Británica que Georgie, como le llamaron sus familares y amigos durante toda su vida, no se cansaba de “fatigar” en la biblioteca de su padre. Es una enciclopedia, la de Borges, en la que caben muchas de las maravillas de la literatura antigua y moderna. Er­nesto Saba­to, un escritor contemporáneo suyo con el que él no se llevó nunca muy bien, hizo una enumera­ción caótica —una manera de expresar la variedad del cosmos que el propio Bor­ges practicaba— de lo que podía encontrarse en su obra: “manus­critos de heresiarcas, naipes de truco, Que­vedo y Stevenson, le­tras de tango, demostraciones ma­temáticas, Lewis Carroll, aporías eleáticas, Franz Kafka, laberin­tos cretenses, arrabales porteños, Stuart Mill, De Quincey y guapos de chambergo requintado”.
“La mezcla”, continúa Sa­bato, “es aparente: son siempre las mismas ocupaciones metafísicas, con diferente ropaje: un partido de tru­co pue­de ser la inmortalidad, una biblioteca puede ser el eterno retorno, un compa­drito de Fray Bentos justifica a Hume. A Borges le gusta confundir al lector: uno cree estar leyendo un relato policial y de pronto se encuentra con Dios o el falso Basílides.”
¿Cómo abordar la obra de Borges sin confundirse? Hay que seguir el orden, un tanto desordenado, que él le dio a su propia obra, ir de libro en libro, usando sólo como material de consulta las diferentes ediciones de sus obras completas, que él mismo recopiló sin preocuparse porque fueran realmente completas y que sus herederos no han terminado de recoger y no han organizado de manera convincente. Tampoco conviene leer separada, en la medida de lo posible, su poesía de su prosa, pues algunos de sus libros (co­mo El hacedor, Historia de la noche, Los conjurados) son misceláneas perfec­tas de cuentos y poemas mientras que la clasificación comercial anglosajona de ficción y no-ficción es la primera que se torna inútil frente a Borges, au­tor de falsas reseñas y relatos que parecen ensayos. Y de cuentos que él prefería llamar ficciones.
La cronología se debe seguir sólo relativamente: Borges mismo des­creía de la historia de la literatura. A grandes rasgos, podemos clasificar su obra en las siguientes regiones:
1. La poesía de juventud. Aparece corregida por el propio Borges lo mismo en sus Obras completas que en su Obra poética en tres tomos: Fer­vor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Mar­tín (1929).
2. Los ensayos de juventud. Borges prohibió la reedición de los tres pri­meros durante su vida: Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1929). Evaristo Carriego (1930), bio­grafía fragmentaria de un poeta popular, fue la primera obra en prosa de la que no se arrepintió.
3. Los ensayos, relatos y poemas de madurez: Historia universal de la infamia (1935), Historia de la eternidad (1936), Ficciones (1944), El Aleph (1949), Otras inquisiciones (1952) y El hacedor (1960), Para las seis cuerdas (1965), Elogio de la sombra (1969), El otro, el mismo (1969), El oro de los tigres (1972), La rosa profunda (1975) y La moneda de hierro (1976).
4. Los relatos, poemas y ensayos de los últimos años: El informe de Brodie (1970), El libro de arena (1975), Prólogo con un prólogo de prólogos (1975), Historia de la noche (1977), Siete noches (1977), La cifra (1981), Nueve ensayos dantescos (1982), La memoria de Shakespeare (1983), Vein­ticinco de agosto 1983 y otros cuentos (1983) y Los conjurados (1985).
5. Obra crítica recuperada. Es una parte importantísima del conjunto, que empezó a publicarse con Textos cautivos (Ensayos y reseñas en El Hogar, 1936-1939), siguió con Borges en Sur, 1931-1980 (1997) y con tres tomos de Textos recobrados, aparecidos en 1997, 2001 y 2003. Estos tomos, además de incluir toda clase de materiales inéditos o poco conocidos, lo mis­mo que correspondencia de juventud, iluminan a Borges como reseñista y editor literario.
6. Los prólogos escritos por Borges para las bibliotecas de autor que se hicieron en su honor: Prólogos con un prólogo de prólogos de 1975, Bi­blioteca personal de 1988 y Prólogos de la Biblioteca de Babel, de 2001.
7. La obra de Borges en colaboración es amplia y está reunida en un solo tomo (no del todo completo): Obras completas en colaboración (1991). De este gran cuerpo se agruparían aparte los cuentos, las crónicas y una no­vela (Un modelo para la muerte, 1946) que Borges escribió con Adolfo Bioy Casares, usando los seudónimos comunes de H. Bustos Domecq y B. Suárez Lynch: Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), Dos fantasías memo­rables (1946), Los orilleros. El paraíso de los creyentes (dos obras de teatro, 1955), Crónicas de Bustos Domecq (1967) y Nuevos cuentos de Bustos Do­mecq (1977).
8. En colaboración con sus amigas, pues para Borges las mujeres fue­ron esenciales en su vida de escritor, escribió varios títulos, que atañen gene­ralmente a temas de divulgación en los cuales se encuentran ideas literarias y opiniones decisivas del escritor: Antiguas literaturas germánicas (con Delia Ingenieros, 1951), El Martín Fierro (1953) y Manual de zoología fantástica (con Margarita Guerrero y a partir de la edición de 1967 titulado El libro de los seres imaginarios), Leopoldo Lugones (con Betina Edelberg, 1953), La her­mana de Eloísa (con Luisa Mercedes Levinson, 1955), Introducción a la lite­ratura inglesa y Literaturas germánicas medievales (con María Esther Vázquez, 1965 y 1966), Introducción a la literatura norteamericana (con Esther Zem­borain de Torres, 1967), Qué es el budismo (con Alicia Jurado, 1976), Breve antología anglosajona y Atlas (con María Kodama, 1976 y 1984).
9. Además de “Two English Poems” publicados en El otro, el mismo, de una importancia emblemática, Borges escribió en inglés una única Auto­biografía (1970 y traducida al español en 1999) y dictó sus conferencias en Harvard (traducidas como Arte poética, 2000), ambos volúmenes de gran im­portancia.
10. Hay finalmente algo que podría llamarse el “universo expandido” de Borges, que va desde su propio Borges oral (1979) hasta sus abundantes conversaciones recogidas por interlocutores suyos como Antonio Carrizo (Bor­ges el memorioso, 1981), Fernando Mateo (El otro Borges: entrevistas 1960-1986), Victoria Ocampo (Diálogos con Borges, 1969), Fernando Sorrentino (Siete conversaciones con Borges, 1973), Ma­ría Esther Vázquez, (Borges: imá­genes, memo­rias, diálogos, 1977, y Borges: sus días y su tiempo, 1984) y Oswaldo Fe­rrari (En diálogo, I y II, 2005), para hablar solamente de lo pu­blicado originalmente en español. Al universo expandido pertenecen, además, los poemas y cuentos de atribución du­dosa y las parodias que circulan por la red.
11. El monumental Borges (2006), de Bioy Casares, también puede ser considerado obra de Borges, en la medida en que re­gistra, transcritas por su amigo, medio siglo de conversaciones sobre todo lo humano y lo divino, es decir, sobre lo literario. En este libro indis­pensable y polémico (polémico porque no que­da explícito cómo lo recopiló Bioy Casares y qué grado de colaboración le ofreció Borges) quien habla, esencialmente, es Borges y lo ha­ce en toda libertad, desde la privanza y la in­timidad. Quien tenga una imagen piadosa de Borges quizá debe de abste­nerse de leer este voluminoso diario.
Hablemos del joven Borges y sus poemas sin olvidar que, en sus pri­meros años, fue lo que se esperaba que fuera, al menos en su apariencia, un joven escritor en las primeras décadas del siglo pasado: vanguardista, provo­cador, gregario, ávido de construirse una identidad ejerciendo la distancia activa con la tradición, organizando cenáculos ardientes y revistas efí­meras, observador entusiasta de los experimentos sociales. En una “Invocación a James Joyce”, poema aparecido en Elogio de la sombra (1969), recordará aquellos tiempos: “Fuimos el imaginismo, el cubismo, / los conventículos y sectas / que las crédulas universidades veneran.” “Ceniza”, concluye Borges, “la labor de nuestras manos/ y un fuego ardiente nuestra fe.”
Como la figura principal del ultraísmo hispanoamericano —jefatura que le fue reconocida de inmediato—, Borges creyó, durante esos pocos años o meses que en la juventud son decisivos, que la poesía debía concentrarse en lo esencial, la metáfora. Como ultraísta Borges tuvo, además, la suerte de ser discípulo de Rafael Cansinos-Asséns, un escritor español orgullosísimo de su origen judío, traductor de Las mil y una noches y de las obras comple­tas de Goethe, de Balzac y de Dickens. También en el movimiento ultraísta conoció al español Guillermo de Torre, historiador de la vanguardia y espo­so, desde 1928, de la pintora Norah Borges, hermana menor de Jorge Luis. Y por uno de sus juegos de espejos propios de la vida literaria, de la tertulia rival a la de Cansinos-Asséns, Borges recibió la influencia del genial Ramón Gómez de la Serna, que sería de los primeros en reconocer su talento y es­cribir sobre él. El extrovertido RAMÓN —así nada más se le conocía en ambas orillas del Atlántico— le enseñó al tímido Borges las maneras que, aprovecha­ría casi medio siglo después, del gran escritor internacional, a la vez nuevo y tradicional. La lección de Cansinos-Asséns sería más profunda y quizá más perdurable: a Borges, que en su día fue nacionalista, le enseñó el orgu­llo de ser extranjero en su tierra. Al olvidado Cansinos-Asséns, Borges lo alcanzó a visitar, en Madrid, en 1963. A Gómez de la Serna, muerto ese mis­mo año en Buenos Aires, Borges le alcanzó a dar una última entrevista.
Una vez que volvió definitivamente a la Argentina en 1923, Borges pu­blicó, uno tras otro, sus tres primeros libros de poemas: Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, el resultado del amor loco que le despertó Buenos Aires, su ciudad natal que conocía poco. Fue Néstor Ibarra, su primer traductor al francés tenido también por haber sido su primer discípulo, quien dijo que Borges dejó de ser ultraísta tan pronto es­cribió su primer poema ultraísta. Más allá de las imágenes y los tropos de la vanguardia, aquellos primeros poemas no sólo son con frecuencia excelentes sino son una lectura cuya hondura sentimental —y no pocas veces hasta ingenua—sorprenderá a quien espera toparse con el escritor frío y ce­rebral pintado por quienes, con mala fe o un conocimiento precario de su obra, lo caricaturizaron.
Borges sabía mucho de sí mismo —no todos los escritores lo saben y si lo saben no lo dicen con propiedad— y definió así, en su Autobiografía, la esencia de Fervor de Buenos Aires: “El libro era esencialmente romántico, aunque fue escrito en un estilo escueto y abundaba en metáforas lacónicas. Celebraba los atardeceres, los sitios solitarios, los rincones desconocidos; se aventuraba hasta la metafísica de Berkeley y hasta la historia familiar; regis­traba primeros amores.”
Paseándose por Buenos Aires, Borges se identifica con Walt Whitman, el gran poeta de los Estados Unidos que había descubierto en alguna página de las revistas alemanas de poesía durante los años de Ginebra. Como Whitman, va creando Borges una geografía imaginaria que a veces coincidi­rá —en su largo trecho de poeta— con los viejos barrios de su ciudad natal y, en otras, con el mapa inverosímil de las civilizaciones antiguas. Borges es fantástico cuando quiere ser realista y su realismo es muchas veces fantástico. En el joven poeta fascinado por el atardecer ya aparecen —según veo en mis notas al margen de sus primeros poemas— obsesiones que lo acompañarán hasta su último libro de poemas, La cifra, publicado antes de su muerte, como aquello de que lo que le ocurre a un hombre le ocurre a to­dos. Borges confiesa haberse atormentado con Dostoievski, como tantos jóve­nes lectores. Pero nunca creyó culpables —como el novelista ruso— a todos los hombres de algún pecado original.
Ni en Madrid ni en Buenos Aires les interesaban mayor cosa a los ul­traís­tas “los ferrocarriles, los motores, los aeroplanos o los ventiladores eléctricos”, lo cual libró a Borges de los amaneramientos más toscos de la vanguardia e hizo que naciera, en él, de manera natural, un poeta en el más amplio sentido de la palabra, es decir, no sólo quien escribe verso —medido o libre— sino quien resguarda la totalidad del lenguaje y es, como esperaban los griegos que lo fuera el poeta, el contador de historias. A través de los cuentos y los ensayos, Borges continúo una misión poética nombrando antiguas cosas —una flor que viene de la tierra de los sueños, una espada aparecida en la Odisea— con el mismo deslumbramiento con que había descubierto Buenos Aires tras sus años de infancia, adolescencia y juventud en Europa.
Durante varios años de su vida Borges dejó de escribir relatos, pero nunca abandonó la poesía. En 1955 los oftalmólogos le prohibieron leer y es­cribir dada la gravedad que tomaba su ceguera. Borges aprendió entonces a memorizar sus textos y a dictarlos. Como es más fácil memorizar y dictar un poema rimado, le dio preferencia a las formas tradicionales, como los sonetos y las décimas. Era una cortesía para su madre, doña Leonor, que fue su amanuense como para los amigos y las amigas que lo ayudaban. Pero aun en la vanguardia, Borges fue un poe­ta de temperamento tradicional, lo cual, dado el amor del siglo XX por sí mis­mo, por su vanidosa moder­ni­dad y sus “inocentes novedades ruidosas”, provoca que a veces no se le mencione entre los cuatro o cinco gran­des poetas hispanoamericanos donde yo creo que tiene un lugar.
Si Borges fue tolerante con sus poemas de juventud y con el joven poeta que los escribió, reuniéndose con él a través de conmovidos en­cuen­tros imaginarios, en cuentos y poemas, fue inclemente con esos tres prime­ros libros de ensayos —Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928)— cuya reedición no autorizó jamás. No fue sino hasta después de su muerte que María Kodama, su viu­da, los hizo publicar. Aparecerán, se anuncia, en el tomo pendiente, el quin­to, de sus Obras completas.
Borges rechazaba esos ensayos, capitales para comprender el sentido de su obra de madurez por razones ante las cuales no sé si el lector pueda ser benevolente. A los 25 años padecía, según confesó después, del mal de “querer ser argentino” y atiborró, en consecuencia, ese par de libros de lo­calismos, ansioso también de ser una suerte de escritor barroco, como sus admirados Thomas Browne, el inglés, y Diego de Torres de Villarroel, el es­pañol. Aunque la estructura de la frase ensayística es ya la suya, aparece todavía hinchada y a veces hasta descompuesta, como si fermentara. Fue el ensayista Alfonso Reyes, entonces embajador de México en la Argentina, quien le aconsejó a Borges —consejo por el cual le manifestaba pública gra­titud— cómo podar esa vegetación. Pero ese argentinismo barroco sólo era el síntoma de un mal mayor, que llamado criollismo o regionalismo era la variante que a Borges le tocó padecer del nacionalismo que se generalizó en el mundo durante los años treinta, enfermedad que le avergonzaba haber su­frido.
En “El escritor argentino y la tradición”, conferencia incluida en Dis­cusión, Borges ajustó cuentas con el asunto, con un ingenio firme que a otro espíritu menos severo le hubiera bastado para perdonarse sus errores de ju­ventud. Conviene recordar a Borges —y así lo presenta Sergio Pastormelo en Borges crítico (2007)— como el más peleonero de los escritores argentinos, un polemista consuetudinario que se aviene poco a la imagen, difundida du­rante sus gloriosos años finales de peregrinaje, del sabio y ocurrente gurú.
Dijo en aquella conferencia que la hipótesis en la que se basaba el nacio­nalismo literario argentino tenía un origen falso: creer que la literatura gau­chesca y, sobre todo, el Martín Fierro (1872), de José Hernández, su libro capital, contaban la epopeya del pueblo argentino. Los voceros de esta tesis eran el venerado poeta Leopoldo Lugones, con cuya obra Borges sostuvo una relación muy ambigüa, y Ricardo Rojas, el aparatoso historiador de la lite­ratura argentina.
No, decía Borges, la literatura gauchesca es obra de refinados intelectua­les nacionalistas; los héroes de la pampa retratados por Hernández, o por Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra (1926), hablan a través de li­te­ratos que, como lo había hecho el propio Borges, se nutren de dicciona­rios de argentinismos. Los poetas populares, agrega, nunca son deliberadamen­te populares. No en balde dice Alan Pauls, interpretando a Borges, que los nacionalistas son los verdaderos turistas que recorren sus patrias en busca de lo exótico y de lo pintoresco. En la Argentina de aquella época se batían los nacionalistas contra los cosmopolitas, como en México, donde el crítico Jor­ge Cuesta libró una batalla similar. En “El escritor argentino y la tradición”, Borges concluía recordando a los escritores irlandeses a quienes les basta sen­tirse irlandeses para diferenciarse de los ingleses: “Creo que los argentinos, como los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; po­demos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.”
El nacionalismo se le pasó a Borges y se convirtió en una de las doctri­nas que abominaba. Y a la distancia, en aquellos libros condenados, se pue­den encontrar ensayos esenciales sobre Norah Lange (escritora argentina de origen noruego que fue uno de sus grandes amores), sobre el filósofo Ber­keley y sobre su maestro Cansinos-Asséns. Tiene mucha importancia, a su vez, el orgullo por sus ancestros, explícito en El tamaño de mi esperanza y cultivado en él por su madre. Estela Canto, en Borges a contraluz (1993), se burla un poco de doña Leonor, orgullosa del linaje familiar que incluía a per­sonajes históricos de segundo orden, situación que, dado el reducido número de viejos criollos que poblaron el Río de la Plata, era bastante común. Impor­ta, y mucho, que Borges escribiera en honor de su linaje algunos de sus poe­mas más bellos, no exentos de polémica, dada la admiración que sentía por la parada y el porte militares, afición que el siglo XX y sus guerras han torna­do de dudoso gusto. El mismo Borges, en sus últimos años confrontado a la devastación dejada por la dictadura impuesta en la Argentina entre 1976 y 1983, diluyó un tanto ese orgullo y vindicó el pacífico anarquismo conserva­dor de don Jorge Borges, su padre.
Es cosa de leer, en ese tono épico y legendario, poemas de los que Bor­ges se sentía particularmente orgulloso, como “Rosas” (en Fervor de Buenos Aires), “El general Quiroga va en coche a la muerte” (en Luna de enfrente), “Isidoro Acevedo” (en Cuaderno San Martín), como antecedentes del muy famoso “Poema conjetural” (en El otro, el mismo), que expresa lo que el doc­tor Francisco Laprida, asesinado el 22 de septiembre de 1829, piensa antes de morir. Ése era el museo familiar de Borges, como dice Rodríguez Mo­negal.
Evaristo Carriego (1929) fue siempre reconocido como un “hijo legítimo” por Borges. Carriego, un poeta popular vecino de la familia Borges y amigo de su padre, le ofrecía a Borges un motivo insólito para ensayar en la confluencia entre temas diversos que, según Pauls, son la biografía fallida, el ejercicio de historia o de antropología urbana, “manualcito de crítica lite­raria”, ficción que vacila, colección de cuadros de costumbres. Yo desta­caría de Evaristo Carriego la biografía imaginaria, más que fallida y el culto, tan borgesiano, por el poeta menor, por el escritor cuyo fracaso sólo anuncia el nuestro, el mal poeta que solamente se le adelanta al ge­nio en llegar pri­mero al olvido. De ese culto destacan poemas de Borges como “A un poeta me­nor de la antología” (en El otro, el mismo), “A un poeta menor de 1899” (del libro anterior, también). Borges “se inventa” a Ca­rriego como después se inventará a Kafka, el escritor más influ­yen­te del siglo XX, y esa igualdad con la que trata a uno y otro se­rá muy convincente. Tomando una idea crítica del poeta T.S. Eliot, dirá Borges, en “Kafka y sus precursores”, que “cada escritor crea a sus precursores. Su la­bor modifica nuestra concepción del pasado como ha de modifi­car el futuro.” (Otras inquisicio­nes, 1952)
En Discusión Borges remata el tema del nacionalismo y de la literatura gauchesca, argumenta su admiración poética por Whitman, se interesa por la Cábala y en un ensayo muy leído, “La postulación de la realidad”, toma posición ante la querella de los clásicos y de los románticos, entre la narra­ción de lo nuevo y la invención circunstancial, querella entre la literatura explicada como fije­za y la literatura vivida como fiebre, batalla del orden contra la alucinación. El romántico quiere expresarse; los clásicos quieren que las imágenes sean del bien público. En Edgar Allan Poe —tras una búsqueda de varios años— habría de encontrar Borges a esa figura paradójica que superaba el conflicto atávico entre clásicos y románticos, al transferir —como indica Pastormelo— los privilegios del autor al lector, disociando, a su vez, a la poesía del sentimiento poético. Contradictorio, Poe no fue exactamente un teórico de la li­teratura —como tampoco lo fue Borges— sino un escritor creyente en valores propios de las religiones del romanticismo (Dios, el más allá, el alma inmortal, la belleza platónica) al mismo tiempo que explicaba (a la vez neoclásico y moderno) que la poesía podía deducirse “solamente”, en la práctica, de una serie de procedimientos. En Borges mismo puede observarse esa tensión: no es el mismo, argumenta Pastormelo, el autor escéptico de los años treinta que denuncia las supersticiones del lector y el viejo poeta que le canta a la ins­piración y a los dones del amor y del destino.
Con Discusión (originalmente publicado en 1932 pero enriquecido con otros ensayos a lo largo de los años) Borges acabó por convertirse, redundan­temente, en un escritor discutido, admirado y hasta insultado. El escritor fran­cés Pierre Drieu la Rochelle afirmó, en una conocida declaración, que Borges bien había valido su visita a la Argentina, todo ello en el contexto de una “Discusión sobre Jorge Luis Borges” publicada por la revista Megáfono. A esa fama como escritor de culto contribuyó la fundación, en 1931, de la re­vista Sur, de la cual Borges acabó por convertirse, más que Victoria Ocam­po (1892-1979), la artífice y dueña de la revista, en el sello de la casa. Con los años, Victoria, escritora con un valor propio y admirable mecenas, se avi­no a reconocer, primero con reticencia y luego un tanto golosamente, el im­previsto genio de Borges.
En 1936 y por un par de años, Borges dio un paso más allá en la conquista de ese público de los lectores comunes, que acabaría siendo el suyo, al empezar a publicar reseñas literarias en El Hogar, una revista de amplia circulación. Estas reseñas, dedicadas lo mismo a narradores de ciencia-ficción como Olaf Stapledon y Karel Capek, a escritores policiacos como Ellery Queen o a Rimbaud, Joyce, Eliot, Chesterton, H.L. Mencken o Huxley, se convirtieron, una vez reeditadas en libro tras la muerte de Borges bajo el título de Textos cautivos (1986), en un verdadero archivo de su canon li­terario. Nunca ha quedado claro si el alto nivel de esas reseñas borgesianas estaba respaldado por la difusión, ahora improbable, de la buena literatura entre el público argentino o si “Borges trataba a los lectores de El Hogar como si fueran Borges...”, según dice Pastormelo.
Piezas maestras de la brevedad, ensayos engañosamente simples los aparecidos en El Hogar, se impusieron, subrepticiamente, en el ánimo de los lectores que una década después convertirían a Borges en el más importante de los escritores argentinos. Sus escasas ventas (él dijo, famosamente, que Historia universal de la infamia, al aparecer en 1935, sólo vendio 37 ejemplares) resultaron, en retrospectiva, algo así como un depósito a mediano plazo del cual vivirían, para el resto de la posteridad, Borges y su público.
A la Historia universal de la infamia, que tanto hará por establecer la ambigüedad borgesiana entre el ensayo y la ficción, seguirá Historia de la eternidad (1936), donde aparece, entre otros temas tratados ya en el estilo maduro de Borges, “El acercamiento a Almotásim”, una falsa reseña, en to­da la regla, que engañó, con su invención de una novela alegórica y policíaca, al propio Adolfo Bioy Casares (1915-1999), quien desde principio de la década se había convertido en el mejor amigo y en el gran cómplice de Bor­ges. Meditaciones sobre el Eterno retorno, de Nietzsche, o los prolegómenos de una teoría literaria que omite al original inexistente en nombre de la traducción, como en “Los traductores de las 1001 noches”, aparecían, en His­toria de la eternidad, como el resultado de una extraña batalla ganada, la de quien imponía la lectura de sus cuentos como ensayos y de sus ensayos como cuentos.
Los primeros buenos lectores de Borges —y ello se comprueba leyendo las antologías críticas que dan cuenta de su recepción— destacaron, a veces sin saber bien a qué atribuirla, su originalidad, y así lo sostuvieron Cansinos-Asséns, Gómez de la Serna o el crítico Valery Larbaud, admira­dor pionero de la literatura de América Latina. Sin embargo no fue sino hasta la publicación de Ficciones (aparecido en 1944 como resultado de la unión de dos libros previos: El jardín de los senderos que se bifurcan y Artificios) y de El Aleph (1949) que Borges se convirtió, primero en la Argentina y lue­go en el resto del mundo, empezando por Francia, en Borges. En su país, dejó de creerse que él y su literatura no fuesen argentinos y se inició un proceso contrario, paradójico: quien se había burlado de su pretensión juvenil de ser argentino sobre todas las cosas, al escapar del nacionalismo, acabó por ser identificado, por la vía negativa, con una suerte de argentinismo absolu­to. La literatura mundial vio cómo, desde la periferia, se imponía, como un clá­sico inesperado, y en un equívoco escritor tenido por súper-europeo.
Historia universal de la infamia estuvo compuesta, en su origen, de una “serie de bosquejos”, al de­cir del propio Borges, que, con su pro­verbial fal­sa modestia, llama a las suyas “tímidas variaciones” de las vidas patibularios de asesinos e im­postores. Más que meras parodias tomadas del acervo universal de la nota roja del que provie­nen, los de este libro son verdaderos cuentos que el autor deseaba ajustar al gran público del suplemento cultu­ral sa­batino de Crítica en cuya redacción Borges participa activamente.
Borges empezó por ser un ex­tra­ño tipo de reportero literario que se nutría lo mismo de la inventiva de Ste­venson, tenida en exclusividad como lectura para jóvenes, que de los filmes de Joseph von Sternberg (director de El ángel azul, entre otros), como confiesa en el prólogo a la primera edición de Historia universal de la infamia. Pero también era —es preciso subrayarlo— un narrador “normal”, es de­cir, un realista a quien la experiencia vívida le era esencial. Una breve y es­peciosa visita a las tierras de un pa­rien­te en Uruguay, el es­critor comunista Enrique Amorim, permitió que Borges mirara por primera vez gauchos “al natural” y hasta que fuese testigo circunstancial de un asesinato, experiencia de la que extrajo no sólo material para “El hombre de la esquina rosada”, uno de sus primeros cuentos, sino para varias más de sus ficciones. Una y otra vez, entrevistado, el viejo Borges dijo que si sus cuentos eran tenidos por “impersonales” ello se debía quizás a su torpeza pero no a una frialdad deliberada.
1938 fue el año de las dos muertes: la de su padre y la del poeta Lugo­nes. También la fecha de un accidente doméstico que adquiriría dimensión novelesca. Tras chocar, por distracción, con el quicio de una ventana en el rellano de una escalera, a Borges, la herida, mal atendida, se le infectó, pro­vocándole una septicemia que lo condujo al hospital tras varias noches de delirios afiebrados. Borges temió perder el habla o la capacidad de leer y, para probarse a sí mismo que se había recuperado, ensayó escribir algo nuevo: de allí nació Ficciones, el libro donde aparecen sus primeros cuentos, por así llamarlos, clásicos. Borges y su madre —como es natural en un re­cuerdo familiar— dieron versiones distintas de un accidente que Rodríguez Monegal interpreta como una verdadera palanca de Arquímides que, al mo­ver a Borges, hubo de trastocar el orden de toda la literatura.
Todo resumen de Ficciones le recordará al lector la riqueza del deta­lle, las dosis bien administradas de lo real y de lo ficticio que caracterizan el arte de Borges, lo mismo que el condimento de la falsa erudición y de la fantasía humorística que han hecho la fama de los cuentos más representativos de Ficciones, algunos de los cuales aparecieron previamente en revistas literarias. Los más comentados y celebrados son “Pierre Menard, autor del Quijote”; “Funes, el memorioso”, esa pesadilla minuciosa; “Tlön, Uqbar, Or­bis Tertius”, la crónica de cómo una sociedad secreta inventa una civiliza­ción completa que aparece y desaparece de las enciclopedias; “La biblioteca de Babel”, símbolo de la obra de Borges y, metafóricamente, de su vida en­tera, o “La muerte y la brújula” y “El jardín de los senderos que se bifurcan”, muestras de esa lectura metafísica que hizo Borges de la literatura policiaca y que hará decir a Bioy Casares en 1942:

Es verdad que el pensamiento —que es más inventivo que la realidad, pues ha inventado varias para explicar una sola— tiene antecedentes literarios capaces de preocupar. Pero los antecedentes de estos ejercicios de Borges (...) están en la mejor tradición de la filosofía y en las novelas policiales. Tal vez el género policial no haya producido un libro. Pero ha producido un ideal: un ideal de in­vención, de rigor, de elegancia (en el sentido que se da a la palabra en las mate­máticas) para los argumentos. Destacar la importancia de la construcción: éste es, quizá, el significado del género en la historia de la literatura.

Ficciones nombra el género que impondrá a Borges como el autor de una literatura que parecía imponer una nueva manera de leer: al escribir “miniaturas paródicas” que son relecturas del Quijote o de la Divina comedia, Borges cumple radicalmente con la primera función atribuido al clásico, la de mantener a los vivos y en discusión a los venerables maestros antiguos y al convertirse él mismo en un clásico ejemplifica con la movilidad del ca­non, con las lecturas incesantes. Ello es notorio al leer la reacción, del todo entregada que los cuentos van provocando tanto en Reyes, el antiguo maestro de Borges, como en Bioy Casares, el discípulo aventajado que asocia pa­ra siempre su nombre al de Borges. Dice Reyes en 1943: “Borges es un mago de las ideas. Transforma todos los motivos que toca y los lleva a otro regis­tro mental.”

* Capítulo del libro del mismo título que aparecerá próximamente bajo el sello de Nostra Ediciones

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