viernes, 22 de octubre de 2010

Buscando a Caín

Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco

Comienza a existir una vez que escuchas su nombre, acompañado enseguida por calificativos y valoraciones. Sólo después, al indagar, peticiones median­te, llegan sus libros y la lectura despierta la necesidad, el vicio por conocer más de él, de los sucesos que lo rodearon y la manera en que se apropió del acer­vo mediático y cultural que nutriría su ulterior obra literaria.
Sabes entonces que su llegada a la capital en 1941 cerró el capítulo de su vida provinciana en Gibara y abrió las puertas a la función continua en los cines, la música norteamericana, el habla popular habanera y el estudio del idioma inglés. Compruebas en la realidad lo que parecía ficción en las páginas de La Habana para un infante difunto: la caseta de madera del Par­que Central durante la Dirección de Cultura de Raúl Roa a fines de los cua­renta y principios de los cincuenta, la existencia de una revista llamada Nueva Generación y las tertulias en el cuarto del solar situado en Zulueta 408 donde aquel-que-es-nombrado vivió hasta su juventud, y en las que eran vi­sita frecuente Harold Gramatges, Carlos Franqui, Matías Montes Huidobro, Rine Leal, Silvano Suárez, Oscar Hurtado, Miriam Acevedo, Roberto Branly, Julia Astoviza, Antonio Alejo, Juan Blanco, Gloria Antolitia, Néstor Almen­dros y Lisandro Otero.
De aquel tiempo se ha visto recientemente, gracias a Manuel Zayas, una fotografía tomada en 1948 por Germán Puig en el patio común allende la puerta del cuarto. El encuadre es un escenario de la penuria, la vestimen­ta de las dos niñas que aparecen en el primer plano, el enlosado irregular del suelo, los cubos y las palanganas, las paredes descascaradas del fondo, excepto por el elemento anacrónico de los dos jóvenes lectores de unos 19 años sentados frente a sen­dos libros: Ricardo Vigón y “Gui­llermito”.
Preguntas por Guillermo Ca­brera Infante a mucha gente, si lo reconocen, si lo recuerdan. Pero en el lugar, en el momento y con la per­sona menos pensada llegará la res­puesta inimaginada que buscas. Te cuenta Luis Marré que lo vio entre­gar a Nivaria Tejera, como regalo por su boda con Fayad Jamís, una plancha eléctrica. Otros buenos sa­maritanos facilitan el contacto con dos asiduos colaboradores de Lu­nes de Revolución: Luis Agüero y Edmundo Desnoes.
Encuentras en la misma ciudad que creías conocer otras ciudades ya olvidadas, y en la misma historia que te habían contado otras muchas historias ignotas. Por ello la advertencia: “La posibilidad latente de que se pier­da el pasado, la muerte de los lugares, los objetos, las personas, no hace descabellada la suposición de que todo esto que nos contaron y lo que prefirieron callar, por muy verídico y apegado a la realidad que haya querido ser, algún día podrá leerse como una ficción.”

MATÍAS MONTES HUIDOBRO
Soy de Sagua la Grande y cuando tenía trece años mi familia se trasladó pa­a La Habana. A Guillermo lo conocí en el tercer año de bachillerato. Lo recuerdo como un tipo al que le gustaba burlarse de los demás. Yo era muy tímido e introvertido, pero Guillermo conocía las flaquezas ajenas y le gustaba “joder”, haciendo a veces jueguitos de palabras. Un amigo mío del aula se llamaba Elio Cruz, y Guillermo se sentaba detrás de nosotros y le decía “Orange Cruz” para molestarlo. Creo que conmigo no se metía. Pero hacía este tipo de cosas que denotaba ya un sentido del juego de palabras y un deseo de chocar, que también es una característica pueblerina.
De todas formas, nos hicimos amigos. Los dos participamos en una re­vistica estudiantil llamada Criterios. Guillermo publicó un poema y yo, entre otras cosas, una reseña de cine. En el grupo estaba Rine Leal, también muy amigo mío, más que Guillermo, porque tenía otro carácter, y nos llevábamos muy bien. Para el quinto año, formé parte de un club y sacamos la revistica Ultra. En ella di a conocer una reseña sobre La bella y la bestia, de Coc­teau, y Guillermo, un artículo sobre David Alfaro Siqueiros, pintor que, creo, no le gustaba. Teníamos intereses comunes de tipo cultural ya desde los quin­ce y 16 años, y eso nos unía. Creo que yo era más amigo suyo que él mío.
Yo era un adolescente muy traumatizado y Guillermo tenía un especial talento para buscar los puntos flojos de una persona. Sabía cómo herirme. No quiere esto decir que no sintiera afecto hacia mí, pero era su modo de ser, y había un contraste entre nosotros que siempre perduró. El otro punto en común era el cine, porque juntos, o con Rine, íbamos obsesivamente de una sala para otra (Majestic, Verdún, Alkazar, Universal, Neptuno, Radio Ci­ne), particularmente a las tertulias porque no teníamos dinero. De ahí em­pezamos a asistir a la cinemateca que funcionaba gracias al entusiasmo de Ricardo Vigón y Germán Puig.
En realidad, el vínculo clave en todo esto era su mamá, Zoila Infante. Una de las mujeres más inteligentes y fascinantes que he conocido en mi vida, quien dejó una influencia muy grande en todos nosotros. No recuerdo en qué momento la habitación en la cual vivía Guillermo comenzó a ser el centro de reunión. No íbamos a reunirnos con Guillermo, sino con Zoila y otros amigos que entraban y salían. Ella limpiando, conversando, metiéndose en todo, haciendo tacitas de café. Un estado absoluto de pobreza. Era una es­pecie de Greta Garbo, muy sofisticada y delgada, que sin llegar a ser bonita tenía un definitivo atractivo físico. Durante muchas temporadas, Sabá, que padeció de tuberculosis, se la pasaba en aquella habitación en una cama, re­costado. Te­nía un carácter diferente al de su hermano Guillermo, pero una fuerte personalidad también. Zoila era dominante y posesiva. Si no íbamos a diario se ponía a preguntar las razones por las cuales no la visitábamos. Gui­llermo po­día estar allí o no, porque el ritmo era de entradas y salidas sin un definitivo concierto. Hubo momentos en que además de Zoila, Sabá, Guiller­mito y su pa­dre, también venían de Gibara la abuela y una prima, Rosita. El padre de Guillermo hablaba poco. Llevaba una vida arruinada como correc­tor de prue­bas en el periódico Hoy y estaba dedicado a la causa del Partido Comunista.
Yo vivía en Malecón número 13. Una casa de vecindad algo mejor que la de Guillermo porque teníamos dos habitaciones. En una estaba mi tía con su esposo, y en la otra mi madre, mi prima y yo, sirviendo todo de cocina, sala y cuarto. Así que no pertenecía ni remotamente a las clases privilegia­das de la República. Mi casa quedaba al lado de lo que se conoce como el Palacio de las Cariátides. No era centro de reunión como la vivienda de Gui­llermo, porque mi madre y mi tía tenían otro carácter. Los únicos días de excepción eran durante los carnavales, porque Sabá se volvía loco con las carrozas y las comparsas, y nosotros teníamos una ubicación privilegiada. Después Néstor Almendros también iría. Guillermo con alguna frecuencia, aunque no era punto fijo como su hermano.
Entre las personas que nos reuníamos en torno a Zoila Infante se en­contraba Carlos Franqui, que era algo mayor que nosotros. Franqui era una persona que se hacía mucha ilusión con las cosas, muy por las nubes (me daba siempre esa impresión), pero tenía buenas intenciones. Muy amigo de la familia, sentía mucho cariño por Zoila y el padre de Guillermo. El proyecto de Nueva Generación fue idea de él. En esa época, Sabá, más joven que no­sotros, estaba seriamente enfermo de tuberculosis y hacía reposo. Durante la convalecencia, le dio por pintar interesantes motivos fantasmagóricos, que a Carlos le parecieron extraordinarios. Incluso le auguró a Sabá una trayectoria importante en la plástica cubana. No fue así, pero en todo caso sus bo­cetos sirvieron para ilustrar el primer número de la revista. Como yo estaba entre los que se reunían, pues fui uno de los fundadores, junto a Guillermo, Rine Leal, Jorge Tallet, Ithiel León. Fue sencillamente un esfuerzo personal de Carlos, quien logró algunos contactos para publicar el primer número, que quedó muy bien. Los siguientes fueron algo más pobres. Exactamente no sé de dónde sacó el dinero, porque no creo que él tuviera mucho y los que nos reuníamos allí teníamos menos. Sólo recuerdo que íbamos a una tertulia en una casa del Vedado perteneciente a alguien de mejor posición social que la nuestra, donde se hablaba lo mismo que en el cuarto que presidía Zoila, pe­ro bajo circunstancias muy diferentes.
La propuesta de Nueva Generación murió por la apatía de una época y porque éramos jóvenes de apenas unos años que teníamos que comer y nos fuimos orientando hacia trabajos diversos y carreras universitarias. La revista se distribuía como todas las publicaciones culturales de aquella épo­ca: entre amigos interesados en la cultura y algunos patrocinadores que que­rían ayudar y dar algo. Se organizaba a la buena de Dios, cada cual contribuía con algún texto y Franqui tomaba las decisiones. Raúl Roa ayudó en algo, porque Fran­qui tenía el contacto. En ese momento también se imprimía el Mensuario de Arte, Literatura, Historia y Crítica, donde yo publiqué un cuen­to y Guiller­mo un guión de cine titulado El aullido. No sé en qué medida Nueva Gene­ración fue un antecedente de Nuestro Tiempo, que se inaugura en la calle Reina en 1951 con una exposición de Wifredo Lam y una puesta en escena de mi obra Sobre las mismas rocas, bajo la dirección de Fran­cisco Morín. Sólo nos unía entonces el interés intelectual alejado de cualquier meta política.
Nueva Generación se gesta en torno a la inquietud intelectual de una generación de escritores que no se define políticamente, sino a través de una preocupación individual e independiente por la cultura. Ése era el espí­ritu no partidista que animaba a Guillermo, Rine Leal, Silvano Suárez y otros escritores que nos reuníamos en torno a Zoila Infante, la figura matriarcal que nos gestaba casi de una forma posesiva y producto de una personalidad que se había fortalecido porque la solía pasar negra. Tanto Guillermo como Sabá eran temperamentales y la atmósfera no era precisamente la de una familia aburguesada, común y corriente. De ahí que siempre se desprendía una es­pecie de tensión dramática en la cual todos estábamos envueltos, dominada sobre todo por el espíritu de Zoila, que era muy teatral y había influido a Guillermo. Quizás una cosa taciturna emergía del padre, siempre muy callado. Él también debió ser una corriente oculta en Guillermo, que era esencial­mente una personalidad hermética, que se construía a sí mismo como en una concha. Claro, a lo mejor me estoy llevando por mi imaginación.
El grupo Prometeo formaba parte del contexto general en que nos de­senvolvíamos. Morín representaba en ese momento la vanguardia de nuestra dramaturgia. Franqui era un apasionado de su trabajo y del de Miriam Acevedo. De esa admiración emerge su gestión para que no quiten una ca­seta que había en el Parque Central. Su idea consistía en que Morín llevara a escena obras de teatro allí. El equipo de actuación se cambiaba en “casa” de Guillermo. Estas actividades fueron muy importantes para los jóvenes dramaturgos (incluyéndome), porque se estrenaron, por ejemplo, montajes de La canción del pescador, una obrita de Rine Leal (poema del cual escribí un guión de cine) y La máquina rota de Silvano Suárez, que en aquel tiempo era una promesa. Roa dio alguna ayuda y permitió que la caseta siguiera en el Parque Central por algún tiempo.
A Guillermo no le interesaba para nada el teatro. El único interés de Guillermo por la dramaturgia cubana se llamó Miriam Gómez, pero eso vino ya con la Revolución. No sé si tuvo algún interés “teatral” por Julia Asto­viza. Zoila Infante, que no sabía lo que estaba diciendo en este sentido, quería que Guillermo se casara con Julia porque le parecía la esposa ideal. Pero a veces las madres están muy despistadas. En su lugar, Guillermo se casó con Marta Calvo, que era una muchacha también muy bonita y, sin du­das, mucho mejor elección. Creo que él no supo apreciarla en la medida que se merecía. Ella siempre me ha parecido la protagonista de “Abril es el mes más cruel”, pero eso ya son interpretaciones subjetivas.
Íbamos mucho a la cinemateca de la calle Consulado, incluida Zoila. Entre los escritores, William Faulkner era el profeta, especialmente para Guillermo. En realidad, la literatura norteamericana era la que nos interesaba. La Biblioteca Circulante de la aburguesada Sociedad del Lyceum fue muy importante también para nosotros, porque hizo una contribución a la cultura nacional, realmente extraordinaria, con exposiciones de arte, confe­rencias… Los que no teníamos dónde caernos muertos asistíamos y apren­díamos de forma autodidacta. Guillermo también iba. De allí sacábamos libros sin orden ni concierto: Romain Rolland, Kaiser, Supervielle, Faulkner, Hemingway, cualquier cosa. Literatura europea y norteamericana, pocas co­sas de autores españoles y latinoamericanos. El teatro español en general nos parecía malísimo. Morín publicaba la revista Prometeo, la primera de teatro que salió en Cuba.
“El cine, industria y arte de nuestro tiempo”. Así se llamó un curso de verano que se ofreció en 1952 en la Universidad de La Ha­bana, algo sintomático de lo mucho que representaba el cine para noso­tros. La 20th Century Fox convocó a un concurso de crítica sobre la película El capitán de Castilla. Co­mo el único modo que teníamos de asistir al curso era cumpliendo ese requisito, pues Guillermo, Vigón, Puig, Natividad González Freire, Rine y otros más, enviamos reseñas y pu­dimos entrar. Con Guillermo a la cabeza del reparto, seguido de cer­ca por Vigón y Puig, se le hizo la vida imposible a José Manuel Val­dés Rodríguez, que en aquel tiempo era el decano de la crítica cinemato­gráfica y se creía el dueño de la cinemateca universitaria. Se desató una antipatía mutua entre éste y aquél. Las interpretaciones fílmicas de Valdés Rodríguez las considerábamos caducas. Pero el curso ofrecía una oportuni­dad única de ver películas que no habríamos podido conocer de otro modo.
La generación de los cincuenta, que se da a conocer a principios de los sesenta, tenía un verdadero concepto de ruptura con los moldes previos y cada cual funcionaba teniendo presente esta especie de principio, de acuerdo al género que seleccionaba para expresarse. Por eso durante los tres primeros años de la Revolución hay una verdadera efervescencia creadora, una verdadera vanguardia que produce una renovación estética. Lamen­tablemente, los objetivos de esta renovación estética no coincidían siempre con los objetivos políticos, y se creaba un desajuste, una disonancia. Y Gui­llermo, a través de Lunes de Revolución, fue una figura dominante en el espíritu de vanguardia verbal.
En lo dramático, se trataba del absurdo, la crueldad, el teatro dentro del teatro. No sé muy bien cómo definirlo en relación con la narrativa, pero diría que la característica principal (que en Guillermo se refleja muy bien) era el texto en sí mismo como protagonista de la creación, la palabra como objetivo, lo cual difería con el concepto de la Revolución como centro. Éste fue el choque fundamental y, por extensión, cualquier cosa que oliera a realismo socialista era inaceptable para las figuras representativas de esa generación. De ese modo afirmábamos nuestra identidad y diferencia contra las postu­ras más tradicionales y convencionales.
Conocía a Guillermo desde mucho antes y me resultaba natural verlo como un “infante” terrible, a veces muy pesado, pero siempre normal. Sa­bía que era su manera de impresionar y, al mismo tiempo, de protegerse co­mo un erizo. Mucha gente tiende a subestimar a las personas dóciles. Así que creo que estaba en lo correcto cuando actuaba de ese modo, como un pesado, porque realmente Guillermo —a pesar de sus juegos de palabras— nunca fue “gracioso”. Ulteriormente, lo vi en una conferencia en Miami. Trató a la gente a las patadas, y a todos les gustó. Ésa fue parte de su estrategia pa­ra “construir” su presencia y éxito públicos. No obstante, era una persona brillante, de extraordinario talento, que no tenía nada de mediocre. Eso hay que acreditárselo, teniendo en cuenta que muchas personas no perdonan el talento. En los “círculos intelectuales” se veía (y se seguirá viendo) con la óptica opuesta de amor-odio, un poco a lo Marlene Dietrich, a quien tanto admiraba.
Cuando el triunfo de la Revolución, no estuve dentro de Lunes. Contri­buía con bastante regularidad, llevaba mis trabajos, los publicaban, pero no tenía nada que ver con la Redacción. En realidad no me sentía del todo a gusto. Trabajaba de día en una escuela privada y, de noche, en otra pública situada en la Esquina de Tejas. Franqui me consiguió trabajo como profesor en la Escuela de Periodismo. Llegó un momento en que no había alumnos. No recuerdo las razones, pero así fue. Con esa excusa, me reintegré a la escuela pública en 1961.
En Lunes de Revolución en Televisión participé en una oportunidad con Luis Orticón (Luis Agüero) y Fausto Canel. Fue estupendo. Nos llevábamos muy bien y me sentí cómodo. Contribuí con una adaptación de Electra Ga­rrigó, donde trabajaron Miriam Gómez y Adela Escartín, y el día en que se estrenó el documental P.M. en televisión se presentaron dos obras mías: Gas en los poros y El tiro por la culata.
Nunca vi a Guillermo “limpiar los establos” con “la escoba política”. Si él dijo tal cosa, lo hizo para épater, como parte de la construcción de su perso­nalidad pública. Muchos artistas, como Dalí, hacen eso y les dan excelentes resultados. Otros, como Van Gogh, se joden y construyen su personalidad mediante lo que escriben, pintan, componen. Guillermo usó ambos recursos. Puede que fuera un pesado para mucha gente; la verdad es que no era la persona más encantadora del mundo, pero no fue un persecutor intolerante.
Estuve en las tres reuniones de la Biblioteca Nacional. Es posible que Guillermo hablara, pero no creo que fuera una intervención tan significativa como la de Virgilio Piñera. Las Palabras a los intelectuales dejaron una im­presión muy negativa, y en lo que a mí respecta, la Revolución, más exactamente, la alta jerarquía, definía su posición con claridad y el que no la entendiera así sus razones tendría. El que un documental en sí mismo cau­sara tanto revuelo porque se consideraba que no reflejaba el proceso revo­lucionario era una obvia exageración, y así lo comprendimos algunos. Fue realmente un golpe brutal para aquellos que nos identificábamos con muchos aspectos del cambio revolucionario, pero no con todos. Este criterio refleja el de muchos de aquellos que contribuíamos en Lunes y nos sentíamos cerca­nos al espíritu de vanguardia intelectual que representaba esta publicación y, por extensión, a Guillermo Cabrera Infante. Yo no abrí la boca, porque en boca cerrada no entran moscas y el pez por la boca muere.
Mi salida coincidió de modo casual con el cierre de Lunes. Yara y yo habíamos pedido el permiso hacía meses y nos tocó por azar un 27 de noviem­bre de 1961. Ese día mi obra Gas en los poros era estrenada por el grupo Prometeo, con Verónica Lynn y Parmenia Silva. No pude asistir. Me fui a des­pedir de Franqui (prácticamente en arresto domiciliario). Me metió una filípica por­que me iba con los colonialistas, bla bla bla bla, pero nos despedimos ami­gablemente. Me creía en la obligación de despedirme de él y de Guillermo.
Empecé a enseñar en la Universidad de Hawai en 1965 y continúe por unos treinta y cinco años, lo cual explica que viera a Guillermo en muy po­cas oportunidades. Estando de paso por Londres, fui a su flat unas tres veces. Miriam nos brindó unos sándwiches de pepino, todo muy inglés. Después, en un viaje a Miami, mi esposa tuvo la idea de que nos volviéramos a ver. Nos encontramos en una cena en casa de Palenzuela, un poeta cubano ami­go de Guillermo. No fue buena idea. Llegó tarde y con Andy García. A mí se me ocurrió plantear el problema de quién de los dos había sido más pobre en Cuba. No nos pusimos de acuerdo. Él estuvo pesadísimo y posiblemente yo también. Nunca más nos volvimos a ver.

NIVARIA TEJERA
Recibo sus e-mails referentes al trabajo que preparan sobre GCI por si tengo alguna anécdota personal que pudiera referirles, dando por ejemplo la que mencionan y que considero una fabulación al estilo del bueno de Marré y su humor algo socarrón. A ver si se aclara este malentendido de las serpentinas anécdotas: mi relación con Guillermo se redujo al corto año que coincidimos en la entonces Escuela de Periodismo y fue más bien distante, dado su comportamiento machista que me resultaba particularmente desa­gradable. Tampoco existió la pertenencia a un mismo grupo (mi vía era la poética; la suya, periodística), por lo que nuestros encuentros muy esporádicos se reducían a uno de sus característicos sarcasmos que me lo hacían aún más antipático: “¿Sigues escribiendo poesía?” Convergimos más tarde en los puestos de agregados culturales que nos fueron confiados y también en el mo­mento de abandonarlos, yo primero y él después; pero tampoco hubo comunicación entre nosotros. Y en el terreno literario (ni qué decir), nuestras búsquedas se aproximan únicamente —y así lo ha considerado cierta crítica— en que mi novela Sonámbulo del sol describe la diurnidad habanera y él la nocturnidad.
Así pues, que se deje de fabular alrededor de lo que Vallejo denomi­naba “la nonada”. Les deseo éxito en su tesis. Y, desde luego, ruégoles que feliciten al viejo Marré por la condecoración a su buena conducta cultural...
Saludos cordiales.

LUIS AGÜERO
Conocí a G. Caín antes que a Guillermo Cabrera Infante. Creo estar seguro de que fue a finales de 1958, en un lugar llamado La Corea, próximo a la calle Ayestarán, donde las compañías distribuidoras de películas tenían unas salitas para exhibiciones privadas a la prensa. Lo que más me llamó la atención de Caín, a pesar de que ya era un feroz lector de su sección “Cine/Los Estrenos”, fue que usaba unos extraños lentes con armadura de plástico color gris ratón. El filme que se proyectó esa noche fue Sombras del mal, de Orson Welles. Cuando leí su crónica en Carteles, una semana más tarde, tuve la certeza de que debía agenciarme un par de espejuelos semejantes pa­ra ir al cine. La mayoría de las veces me interesaban más sus crónicas que las propias películas que reseñaba. Algún tiempo después —o antes, como diría Guillermo Cabrera Infante, si la memoria no me falla—, tuve el privilegio de leer el original de “Josefina, atiende a los señores” en versión mecanografiada por el propio autor. Hasta entonces no supe que eran la misma persona.
Cuando él estudiaba bachillerato, en un periodiquito estudiantil, re­dac­tó una columna que firmaba un tal Reporter Sesos, “el último con las prime­ras”, una parodia de un boletín informativo de la radio cubana de la época llamado “El Reporter Esso, el primero con las últimas”. También publicó algunos excelentes textos humorísticos, bajo el nombre de El Estrungundán, en el semanario El Pitirre del periódico La Calle, muy al principio de la Re­volución. Son los seudónimos que le conozco, además de Caín.
Muchas son las anécdotas que me vienen a la mente cuando mencionan el nombre de Guillermo Cabrera Infante, pero hay una en particular que suele ser más frecuente. Ocurrió la misma tarde del último viernes de reuniones en la Biblioteca Nacional con Fidel Castro, cuando todavía algunos ingenuos como yo pensaban que a Lunes de Revolución le quedaba mucho por vivir, como dice el bolero. Guillermito me dijo: “Mírame, Jockey —así me llamaba a veces, aludiendo a mis cinco pies cinco pulgadas, ‘mi ver­dadera estatura de escritor’, de acuerdo a su criterio—: estás hablando con el hombre que fue lunes y no logró sobrevivir el tercer viernes. ¡Se acabó lo que se daba!” Y así fue.
Muchos de los jóvenes —algunos no tan jóvenes— escritores de los se­senta tenían al menos dos sueños en común: que se acabara de caer Batista y publicar su primer libro. De un solo golpe de pólvora, la Revolución abolió el azar y les cumplió esos dos deseos y otros muchos más. Guillermo devino líder en dicha coyuntura al ser situado por Carlos Franqui al frente de Lunes de Revolución y salir al res­cate de un grupo de escritores que había emigrado en su mayoría a Esta­dos Unidos —Pablo Armando Fer­nández, Humberto Arenal, Heberto Padilla, Oscar Hurtado…—. En cuan­to a las “estrategias de legitimación”, que en mi opinión no se caracterizaron precisamente por sus “posturas rupturistas” ni siquiera en el ámbito estrictamente literario, los escritores de los sesenta publicaron todo lo que tenían almacenado, lo cual hizo posi­ble que apareciera más de un libro de dudoso valor, entre ellos De aquí para allá, del cual soy autor.
Un día envié al magazine un cuento titulado “Este pequeño pueblo” y, para mi sorpresa, fue publicado casi enseguida, lo cual demuestra que Lunes podría ser cualquier cosa, menos una publicación elitista —en última instancia, yo en ese momento era un perfecto desconocido—. Meses después repetí el tiro con “Todos los sá­bados son iguales”, que para mayor sorpresa mía apareció en “A partir de cero”, una sección sólo para debutantes a cargo de Virgilio Piñera. Creo que fui el único escritor que perdió su virginidad literaria dos veces en Lunes. Puede ser que eso me animara a seguir colaborando. Yo era el más joven, así que no estuve muy al tanto de sus luchas intestinas, esofágicas o de cualquier otra índole anatómica que se suscitara. Si las hubo, Guillermo Cabrera Infante tuvo que estar involucrado en todas ellas. Cualquier relación con él —la de trabajo en particular— era siempre problemática. Guillermo no estaba de acuerdo con casi nada, a veces ni con sus propias opiniones.
No existían formalmente sesiones para organizar los números. Cuando el periódico Revolución estaba en el antiguo local de Alerta, las reuniones del magazine se realizaban en los pasillos, en los talleres o en un bar aleda­ño al que todos llamábamos “El agua fría”. Después, cuando se tomó por asal­to el suntuoso edificio del periódico Prensa Libre, como había pronosticado su director Sergio Carbó, la Redacción de Lunes compartió un local con los periodistas que trabajábamos en la sección de “Espectáculos”, que éramos los mismos salvo muy raras excepciones, y de esa época sí recuerdo haber participado en algunas sesiones de números especiales, en particular uno de­dicado a la televisión que jamás llegó a publicarse.
No sé si Lunes tenía una nómina aparte. Pero de ser así, creo que únicamente Pablo Armando Fernández, como subdirector, debió cobrar por esa vía; también los colaboradores ocasionales, desde luego. El resto de los redactores fijos, incluyendo a Cabrera Infante, cobraban por el periódico. No podía existir ninguna diferencia.
El trabajo del magazine con el programa Lunes de Revolución en Te­levisión y Ediciones R se articulaba como se hacía todo en esa época, un poco al arbitrio del poeta. Yo fui el guionista de Lunes de Revolución en Televisión durante algún tiempo, y no recuerdo que existiera una relación estrecha en­tre ambos. Más o menos sucedía lo mismo con Ediciones R, dirigida por Vir­gilio Piñera. Ahora, a la distancia de medio siglo del primer número de Lunes, es lógico que ese fenómeno editorial, cultural e incluso político que fue el magazine obligue a que sea analizado desde una óptica más compleja. Cin­cuenta años atrás, como el mismo Guillermo Cabrera Infante señaló en el comentario editorial iniciático: “Nosotros no formamos un grupo, ni literario ni artístico, sino que simplemente somos amigos y gente de la misma edad más o menos.” Sólo me gustaría añadir que entre la gente de Lu­nes lo que no faltaba era el talento y el deseo de hacer nuestro trabajo lo me­jor posible.
Un sonero cubano, no estoy seguro si Puntillita o Cascarita, repetía con orgullo en cada una de sus presentaciones que “él sí estaba en la ultimitilla”. Lunes ídem de ídem, y la “ultimitilla” en este caso era, sobre todo, la Beat Generation y la Nueva Ola francesa. Por eso el magazine se ocupaba de Ginsberg y de Kerouack, de Los 400 golpes y de Hiroshima, mon amour. Sin embargo, eso no significa que la gente de Lunes fuera seguidora incondicional o estuviera identificada plenamente con esos movimientos.
Lunes, desde su mismo nacimiento, afrontó muchas dificultades. Tenía que ser así, como dice la canción de Laserie: dentro del mismo periódico, gente como Lisandro Otero o Jaime Sarusky abogaba porque el magazine fue­ra lo que ahora se conoce como “un poco más ligth”, refiriéndose en particular a ciertos textos de carácter teórico que sin duda estaban fuera del alcance del lector no especializado. En parte tenía razón, aunque Guillermo Cabrera Infante siempre respondía que eso era subestimar al lector.
La editorial y el programa de televisión, a pesar de que tuvieron vidas más efímeras que el magazine, también realizaron una notable labor. En “R” se publicaron títulos como Así en la paz como en la guerra, la primera poesía de José Álvarez Baragaño, esa extraña joyita que es Señorita corazo­nes solitarios de Nathaniel West, el Teatro completo de Virgilio Piñera y, sobre todo, un excelente tomo sobre la pintura cubana que armó Oscar Hurtado con indudable acierto. Lunes de Revolución en Televisión no sólo tuvo el mé­rito de haber trasmitido por primera y única vez en la pequeña pantalla esa inventada manzana de la discordia que fue P.M., sino que además se ocupó de divulgar la obra de los más jóvenes creadores cubanos de entonces, y rea­lizó una emisión especial dedicada al jazz, que recuerdo como uno de los pro­gramas de televisión más logrado que se ha hecho en Cuba.
Puede ser que haya algo de verdad en eso de que Lunes de Revolución aplastaba a todo aquel que estuviera en desacuerdo con sus posiciones esté­ticas, pero no siempre lograba su objetivo. Un ejemplo es José Lezama Lima. Claro: es sumamente difícil aplastar a un súper pesado como Lezama. Ni si­quiera la Revolución lo consiguió. Lezama, como advirtió Luis Ortega en un curioso ensayo no muy conocido, es más que un escritor: una entidad litera­ria; probablemente su obra sea menos importante que su persona o, mejor aún, que ese personaje tropical rabelesiano que él mismo se creó. Visto así, me parece consecuente que no le quitara el sueño ningún tipo de ataque.
La declaración de que “como director intentó limpiar los establos del auge literario cubano recurriendo a la escoba política para asear la casa de las letras” no encaja mucho en el estilo de Guillermito, pero durante los prime­ros y fervorosos días de nuestro enero revolucionario cualquiera podía decir cualquier cosa. A Heberto Padilla, con su habitual acidez, le gustaba contar que Guillermo echó a pelear a Baragaño y a él contra Lezama, pero que por detrás de ellos hacía gestiones para “mejorar al Gordo y que pudiera seguir visitando el restorancito árabe de la calle Rayo que tanto le gustaba”. Es todo lo que oí decir. Y con respecto a su encuentro con algunos de los miem­bros del grupo Orígenes a comienzos de 1959, debió producirse, pues por esa época Cabrera Infante fue nombrado en la dirección de Cultura donde, dicho sea de paso, duró lo que el clásico merengue a la puerta de un colegio. Guillermo no tenía talento como funcionario.
Por otra parte, ¿a quién se le puede ocurrir que Lunes le disputó la hege­monía cinematográfica al ICAIC, pero si por casualidad hubiera sido así podía constituir un peligro? Un número dedicado al cine y al filme experimental P.M., de Sabá y Orlandito Jiménez Leal, no pueden tomarse ni siquiera en cuenta para suponer una auténtica confrontación de poder con el ICAIC, que tenía todos los recursos oficiales para hacer cine. Alfredo Guevara fue uno de lo comisarios del ámbito artístico-literario que más “silenció, atacó, ensal­zó” a cualquiera “sobre la base del favoritismo y la discriminación”. En el ICAIC no logró hacer carrera nadie (aunque le sobrara el talento como a Nés­tor Almendros) que no fuera incondicional, afectuoso o al menos transigente o embarajador con Alfredo, como es el caso de Titón y de algunos otros rea­lizadores que supieron enmascarar su ojo fétido. No vale insistir sobre las de­claraciones de Alfredo, “el otro Guevara”, como decía a veces Guillermito. En realidad, el único que tenía vocación sacerdotal y quería expresarse a tra­vés de una capilla era él.
Los integrantes de El Puente, con José Mario a la cabeza, eran los noví­simos en ese momento, de manera que los de Lunes, mientras existió el magazine, no tuvieron mucho tiempo para mirarlos, ya sea con displicencia o de cualquier otra manera. Me parece recordar que Antón Arrufat y Vir­gilio Piñera eran quienes a veces hacían comentarios más ásperos sobre El Puente, en especial sobre algunos poetas a los que consideraban demasiado prolíficos. El talento de Ana María Simo como ensayista y narradora, una fi­gura emblemática del grupo, era reconocido por todos o casi todos los de Lu­nes. Creo inclusive que fue el propio Guillermo quien le gestionó a Ana María un empleo en el periódico La Calle como comentarista de música popular.

Para explicar las contradicciones con el Partido Socialista Popular, vuel­vo a Heberto Padilla, quien en una de las sesiones de los tres viernes en la Biblioteca Nacional le respondió a Carlos Rafael Rodríguez que una de las contradicciones o, más bien, de las diferencias entre Lunes de Revolución y Hoy Domingo era que el primero publicaba a T.S. Eliot y el segundo a Ma­nuel Díaz Martínez, entonces un joven poeta comunista. Casi medio siglo después, Eliot sigue siendo un gran poeta, Heberto y Carlos Rafael están muertos, mientras Manolito vive exiliado de Islas Canarias.
En lo referente a la polémica con el Diario de la Marina, el choque generacional era inevitable y se remonta a mucho antes del 1 de enero de 1959. Desde el principio de la lucha en Sierra Maestra, la mirilla del fusil guerrillero apuntaba al periódico de los Rivero, que tradicionalmente representó a los sectores más conservadores del país. Lo curioso de la polémica en cuestión es que terminó liquidando a los dos contendientes.
Usar el término “reduccionista” para calificar el motivo del cierre de Lunes me parece un eufemismo. Dicho en cubano, fue una cañona, un atropello. Se justificó en una nota periodística donde se informaba que el país estaba atravesando una aguda escasez de papel. Sin duda la mejor coartada, porque algún tiempo después el país se repuso en ese rubro y se creó la UNEAC, a la que se le asignó suficiente papel para que editara La Gaceta de Cuba y la revista Unión.
La verdadera discusión sobre P.M. tuvo lugar algún tiempo antes en Casa de las Américas, de manera que los participantes en las sesiones de la Biblioteca Nacional parecían saber que la peliculita financiada por Lunes era tan sólo una excusa para definir la política cultural de la Revolución. Es­toy convencido de que Cabrera Infante lo sabía mejor que nadie y estaba convencido, además, de cuáles serían los resultados. Ya mencioné que yo era uno de los ilusos que creía, consideraba, confiaba en que Lunes iba a continuar con vida, al menos por algún tiempo más. Tal vez por eso me re­sultó más doloroso cuando supe, por el propio Guillermo, que el último nú­mero del magazine iba a ser dedicado a Picasso y que no llevaría el número 131 que le correspondía en la serie. ¿Por qué no se numeró la edición final? No lo sé, tampoco intenté averiguarlo. Pienso ahora que tal vez fue un intento fallido en pos de la reencarnación, un ingenuo ejercicio de magia simpática que estaba destinado al fracaso.
Me he referido a algunos de los valores que reconocía en Lunes, pero quiero insistir en el que me resulta el más sólido visto a distancia: el ma­gazine intentó, y además lo logró en buena medida, épater al burgués y al proletario al mismo tiempo, si acaso eso fuera admisible; o sea, a trancazos consiguió alterar, revolucionar la visión que en ese momento el cubano promedio tenía de una obra de arte. El ejemplo mejor es el atrevido dise­ño del magazine, que gracias a Jacques Brouté, Guerrero, Tony Évora, Cuti­llas y, sobre todo, Raúl Martínez, le abrió literalmente los ojos al hombre común y sirvió de avance para que años más tarde resultaran tan exitosos los afiches de las películas del icaic, por citar uno solo de sus méritos como francotirador de la vanguardia.
De Guillermo en Cuba puedo decirles que nunca le interesó dirigir cine. Aparte de que él mismo en alguna entrevista, o tal vez en uno de los textos recogidos en Mea Cuba, aseguró que no le hubiera gustado sentarse en una silla que tuviera en el espaldar un letrero que dijera DIRECTOR. Así en la paz como en la guerra, el libro que publicó en La Habana, fue un éxito de venta. Continúa siendo un excelente libro, pero está compuesto por textos escritos en diversas épocas y con diversos propósitos (y hasta uno de ellos por encargo, como es el caso de “El día que terminó mi niñez”, porque ha­cía falta un cuento en Carteles para el Día de Reyes) y en realidad no refleja de manera cabal la “individualidad creativa” de Cabrera Infante.
De la novela que ganó el Seix Barral con el título Vista del amanecer en el trópico, y que se publicó como Tres tristes tigres, sólo se conocía entonces la primera parte de “Ella cantaba boleros”, donde ya están bien diferenciados los elementos que conforman un arte de narrar muy propio, donde todos los aportes están sabiamente procesados. Se dice que Carlos Barral había comentado en un viaje a La Habana que ese año el premio sería para un cubano, de modo que la mayoría de los escritores se pusieron a terminar la novela que ya habían comenzado o a escribir lo más rápido posible la que tenían en mente. Debe haber sucedido algo así, porque desde Cuba se en­viaron muchos manuscritos ese año al Seix Barral. Como en los buenos com­bates de boxeo, esa vez ganó el mejor. Algún tiempo después, cuando ya se sospechaba que Guillermo no iba a regresar a Cuba, Mario Vargas Llosa me comentó que él estaba muy enojado porque como jurado del concurso había premiado Vista del amanecer en el trópico y no Tres tristes tigres, que fue el título definitivo del libro después de que Guillermo le hizo los cambios y añadidos. Sin duda este hecho debió haber influido en la poca atención que se le dio al primer, y creo que único premio Seix Barral que ganó un cubano.
Pero es en Un oficio del siglo XX donde Guillermo pone de manifiesto, ya en época temprana, su talento para armar un libro que nadie más que él podría hacer. Guillermo Cabrera Infante es, en mi opinión, uno de los grandes innovadores del lenguaje, más allá de cualquier moda.
La última vez que lo vi fue en casa de Abelardo Estorino y Raúl Martínez, donde le dieron una fiesta de despedida cuando se fue de Cuba tras el azaroso viaje que hizo en 1965 a La Habana por causa de la muerte de Zoila, su madre. Nunca más lo volví a ver ni logré hablar con Guillermo. Lo recuerdo mucho en sueños, como era cuando lo conocí. Por eso, al año de su muerte, escribí un breve trabajo que se publicó en Venezuela: “Soñar con tigres”. Me niego a recordar a Guillermito de manera diferente a la primera vez que lo vi, con aquellos horribles espejuelos con montura plástica de color gris ratón.

EDMUNDO DESNOES
Elizabeth y Carlos:
Guillermo y yo estábamos (y estamos) en polos opuestos de cierta vi­sión del mundo o, si prefieren, de las cosas. Yo busco la inclusión y él prefiere, en su vida y en su obra, la exclusión. Los opuestos se tocan, decía André Gide, y en esa tierra de nadie intento vivir y expresarme. En cual­quier situación conflictiva suelo pensar en la posibilidad de que el otro tenga la razón. Es una incertidumbre que disfruto, que me permite ahondar y sobrevivir entre las ruinas.
Un ejemplo: Guillermo era amigo íntimo de Ramón Alejandro, le dedi­có un ensayo a su pintura, pero cuando Ramón aceptó ilustrar un número de Encuentro, Cabrera Infante le cerró las puertas de su amistad. Cuando me exilé y me negué a viajar al otro lado de la luna, a incorporarme a la agresiva y ciega hostilidad a la Revolución, Guillermo decidió atacarme durante una conferencia a la que ambos asistimos en una universidad norteamericana, y sólo bajo presión de los organizadores aceptó eliminar el ataque personal de su charla. Cuando apareció mi antología, Los dispositivos en la flor, donde había incluido tanto autores cubanos viviendo en la isla como en el exilio, Guillermo declaró que incluirlo en el volumen era como incluir a Tho­mas Mann en una misma antología junto a Hitler. Lo cual probablemente yo hubiera hecho si intentara definir la realidad alemana. Lo cierto es que no le había informado de su inclusión, sea porque durante esos primeros años de mi exilio no pensaba en derechos de autor o porque sabía que se negaría. Fue editorialmente un enorme error pero de una absoluta honestidad intelectual. Creo que los escritores de la isla y los del exilio forman par­te del mismo árbol. Hoy muchos cubanos del exilio cultural me consideran un agente del castrocomunismo y, en Cuba, Alfredo canceló mi invitación al Festival de Cine de La Habana cuando publiqué Memorias del desarrollo, donde Fidel aparece como una cabeza de perro en la empuñadura de mi bas­tón, un bastón en el que me apoyo y con el cual mantengo un diálogo cordial y agresivo.
En cuanto a nuestra obra alrededor del cine, tanto en la crítica como en la creación, vuelve a expresarse nuestra coexistencia nada pacífica; na­da, como dijo Unamuno, se parece más al abrazo que la lucha cuerpo a cuer­po. Cuando se cansó de hacer crítica de cine, me propuso que me hiciera cargo de la tarea y acepté. Inclusive una de mis críticas, “La infancia de Iván”, apareció en la primera plana de Revolución. Mis críticas, desde lue­go, no merecen recogerse en un libro. Las de Guillermo son ocurrentes, frescas y a veces penetrantes. Siguen teniendo vigencia.
Donde realmente fracasó Cabrera Infante fue en su afán de escribir un guión de calidad y verlo convertido en una película trascendente. El guión para la película que dirigió Andy García es de una mediocridad bochor­nosa. Ni siquiera se atrevió, por otra parte, a ver Memorias del subdesarro­llo para mejor destruir la narración visual. Y la película, como todos saben, ha sido seleccionada por la crítica internacional como la más importante de todo el cine iberoamericano. Llegó a decir que Titón y yo denigrábamos a Lam porque uno de sus cuadros aparece en el departamento de Sergio. Que estábamos sugiriendo que Lam era un pintor de la burguesía. Y Guillermo sabía que Lam había sido íntimo amigo mío.
Ya habrán notado la sana o enfermiza competencia entre nosotros. No lo niego. Muerto Guillermo, Padilla y Titón… me siento el principal sobrevi­viente de mi generación. Como no tengo abuela que hable maravillas de su nieto me veo obligado a celebrarme.
Resumiendo la valoración antagónica: Cabrera Infante es una de las raíces de nuestra cultura, su uso y abuso de las palabras para exaltar y deni­grar, para crear un mundo donde la imaginación, el resentimiento y el humor criollo son un mecanismo de defensa ante un mundo caótico, son ingredien­tes constantes de nuestra existencia. Guillermo Cabrera Infante es parte inse­parable de nuestra identidad (cosa que Guillermo, y tal vez con razón, jamás diría de Edmundo). Guillermo es mucho más auténticamente cubano que yo, pero espero que muchos jóvenes se vean reflejados y expresados cada día más en mi obra y mi pensamiento. Un sueño ridículo e imposible.
Martí, cuando no podía elogiar, prefería callar. Yo no quiero, no puedo callar. El silencio pronto será mi realidad.
Espero que lean y destruyan mi respuesta demasiado personal y subjetiva.

Engranajes

Alejandro Badillo

Góngora y Lemus jugaban cartas en el silencio de la habitación. Un foco ama­rillo, medio muerto, aleteaba. Las manos escondían el juego. Los ojos en la mesa, velados por el humo acumulado, por las nubes que las bocas alentaban. Dis­plicentes, lentos ajedrecistas, a sus piezas. A los dados habían jugado antes. Sin embargo la aburrición, el azar que en ese momento no decía nada, los había conducido a las cartas.
—Es medianoche —dijo Góngora.
—¿Y qué? —respondió el otro
—Ya debería estar aquí.
—A veces tarda —lo tranquilizó.
Los vasos brillosos. Sus orillas redondas y nubladas. El alcohol —apenas diluido en los hielos— los despabilaba. Desde hacía años tenían varias coincidencias: la paz del whisky, su lenta fiebre, su progresivo ascenso a la cabe­za. Lemus tenía una herida reciente sobre la ceja derecha. Góngora, huellas de sangre en la nariz. Los zapatos habían dejado un rastro de lodo en la coche­ra. En la siguiente mano de cartas la herida de Lemus brilló, quizá motivada por las esquirlas de luz, por el semblante descolorido y sin vida. El foco parpa­deaba, casi inservible. Entre amarillos, volutas, las cosas.
—¿Y la maleta? —preguntó Góngora.
—Está en el cuarto
Con codicia miraron el inventario de cartas. Siguieron jugando un rato aunque las nervudas manos los delataban. Los ínfimos movimientos. Góngo­ra, buscando desahogo, se rascaba las sienes. La codicia en los dos, la imagen de los billetes. Después de la última partida Lemus dijo:
—Voy por la maleta.
Góngora inclinó la cabeza. Los ojos grandes siguieron los pasos del otro. Y la inestable luz le carcomía la cara y la sombra de su cuerpo ane­gaba una parte de la mesa. Tan den­sa como un charco, pen­só. Tan ní­tida era, una silueta viva, en la espera.
Lemus regresó:
—Deberíamos contar los bi­lletes.
Los hombres comenzaron a sacar los fajos de la maleta.

El whisky volvió a fulgurar en los vasos. El mantel manchado de la mesa, los motivos frutales medio bo­rrados; los tenedores. La botella menguó, asediada por los ofician­tes. Los escrupulosos habían contado los billetes dos veces. Apilados por denominaciones, junto a los vasos. Por precaución una pistola. La siguien­te partida. Pero los ojos atentos al reloj. Los segundos sin ruido, más lentos. Hecho el tiempo esa noche, para atascarse.
—¿Lo habrán atrapado? —dijo Lemus
—No sé.
—Al menos una llamada.
Acabó de improviso la partida. Los dos se miraron. Las cartas descubiertas y el juego expuesto. Abundantes tréboles y ases. Magro juego. Pocas combinaciones. Las cabezas en dirección al teléfono. La vasta habitación re­producía sus temores. El vuelo de un mosquito, amoroso al halo del foco, era amplificado por el silencio.
Góngora fue a la ventana. Dudó un instante antes de apartar la cortina. Afuera, un camino de tierra, los desperdicios del maíz, perros nocturnos, falenas, desperdigadas luces.
—¿Miras algo?
—Bien muerta, la noche.
Volvió a su lugar la cortina. Las ventanas comenzaban a helarse. El vaho de la noche las opacaba. Intentaron volver a la normalidad.
—Hay que esperar al día, unos horas, nada más —dijo Lemus mirando sus dedos. Las uñas despostilladas fueron a la herida en la ceja. Se concen­tró en la hinchazón, en el ardor que le aguijoneaba el ojo.
Góngora, buscando respuestas, remiró la cocina: en la mesa sólo los inú­tiles reflejos, el ámbito amarillo en todo y los hielos en los vasos, a pesar del frío, desmoronándose.

El transcurso de las horas, una tortura. El whisky en los ojos amilanaba. Ya no había cigarros. Sólo cadáveres en el cenicero, apilados; una solitaria voluta so­bre ellos. Lemus, mirando a la leve, retorcía el cable del teléfono. Imaginaba al ausente, interrogado en una silla, su cara anónima por las bocanadas de una lámpara. ¿Dónde están? ¿Sus nombres? ¿Por dónde huyeron? Lemus casi miraba en la penumbra a los captores. Las voces difusas, los brillos de los ojos; también las placas.
—¿Qué piensas? —dijo Góngora.
—En que no hay mucho tiempo.
—No podemos estar aquí.
Cavilosos consumieron los asientos del whisky. Prendieron el radio en busca de alguna noticia. En vano. Entre la estática, entre las inútiles voces, sólo algarabía y acordes. Caminaron en círculos. Triste carrusel los dos. Pe­rros enjaulados.
—¿A dónde vamos? —dijo Góngora.
En el silencio de la habitación quisieron huir en despoblado, aferrados a la maleta, alejándose de la carretera. Borrarían innumerables pistas, vigila­rían huellas. Atentos al horizonte de la bruma, en el imaginario la llegada de barcos enemigos, peligrosos contingentes. Las heladas respiraciones y la lujuria expuesta en los rostros, incontrolable por los billetes.
—No sé —respondió Lemus.
—Quizá esté cerca de aquí.
—No va a llegar.
Sin alcohol, con los cigarros vueltos humo, nada en la mente. Góngora se acercó a la puerta. El whisky en su cuerpo bullía. Recordó el gesto del desco­nocido mientras lo amenazaba con la pistola. La sangre, entonces, un hervide­ro. Los ojos calientes, tensos los nervios, el torrente que venía de alguna parte y que le abultaba las venas. Recordó que el desconocido, a pesar de la amenaza, del probable fuego, le buscaba la mirada deseando la muerte. El hombre, pensó Góngora mientras huía por la calle, tenía en sus rezos al dios de los prematuros, de las naves que naufragan, de los árboles que nunca crecen.

Lemus, gato apresado, dio una última vuelta por la habitación. Miró a Góngora.
—¿Salimos?
—Espera —murmuró Góngora, después inclinó la cabeza y movió el cuer­po. Los brazos como los insomnes, por instinto, hacia las ventanas. El sonido de un auto llenó la calle. El silencio alrededor era pleno: sólo el transcurrir de las llantas y el resto del andamiaje. Insectos se reunían en las ventanas por la inestable luz. El zumbido de los convocados, murmullo de mucha gente, casi los engañaba.
Los impacientes se miraron. Ganas de romper el reloj, de tomar el teléfono, marcar números al azar, esperar una voz y confesarlo todo.
—Hay que apagar la luz —dijo Lemus.
Hubo en Góngora un poco de incredulidad. Pero el semblante de Lemus no era de nieve. Ahora temblaba y era rico en temores. Oprimió el apagador. El auto pasó a un lado de la casa pero no se detuvo. En las ventanas un último reflejo. La habitación tuvo nuevo peso. A la distancia los objetos zozobraban, inundados por la noche. En el ámbito sólo luz del exterior, muy leve entre los hombres, vagando. Varadas en sus lamentaciones, las figuras. En un sutil ar­tificio, una búsqueda de señales, las manos abiertas y vencidas, como si en ellas el peso de innumerables peces.

¿Había pasado el tiempo? Sentados en la mesa, repletos de oscuridad, ignorantes. La faz de las cartas, manchas de luz entre sus manos. Pensaron en la luna, entre las ramas de un árbol, dejando una cauda. Góngora le contó a Lemus del hombre, de su mirada que todavía lo buscaba. Las consecuencias se encadenaban, infinitas y redondas. Tal vez el hombre lo siguió. Tal vez en la esquina, en el edificio de enfrente. Tal vez la casa, en ese momento, rodea­da por la policía. Góngora decía que imaginaba las voces, los susurros, los pasos. Que la cara del hombre en la faz de las cartas, nítida, mientras jugaban.
—Tonterías —dijo Lemus.
—¿Qué hacemos? —arremetió Góngora.
Miraron las desmesuradas pilas de billetes. Torres anchas, vigías, imagi­naciones. Llevaría tiempo guardarlas en la maleta. A un lado la pistola.
—El otro quizás esté muerto; tu hombre, no sé —dijo Góngora mientras iba a la mesa, motivados los ojos por el metal de la pistola. Lemus, apenas vi­sible, avanzó a tientas, vacío, vadeando los muebles.
—¿Y nosotros? —dijo Lemus.
Góngora apretó los labios. Sin sombra, sólo silueta, indeciso junto a los estantes. Miraba y se relamía y husmeaba el espacio con la tosca nariz. De re­pente quiso consultar el reloj y lo buscó ahogado en el mueble de enfrente, entre las demás cosas.
—¿Dónde está?
—¿Qué?
—El reloj.
Lemus aguzó la vista. Buscó encima del refrigerador, cerca de las llaves, junto al coronado cenicero. Después fue a la mesita de madera, la del teléfo­no, precisa por la luna al inicio de las escaleras. Nada.
—¿Dónde está? —repitió, reclamándose.
Siguieron buscando con una lámpara de pilas. Indagaron los cojines de la sala, cajones inferiores, botellas de cerveza, calendarios. Restos de polvo, por el haz, se descubrían. También los muebles intactos. Las manos de Le­mus abandonaron la lámpara y tantearon. Atentas a la forma redonda, a la retumbante campanilla. Góngora, inútil comparsa, revolvía el aire.

Hartos estaban de buscar cuando escucharon al auto en la calle. El sonido más vivo que antes, el pesado andamiaje, el rechinido, las luces. El resplan­dor a través de los cristales, amarillo, el de un faro. La bocanada tocaba a los hombres. Instantes de ámbar en los rostros, como antes, con el foco. Se en­corvaron por instinto. Las miradas a la puerta, a la cerradura, al improbable giro de la perilla. Pero cuervos en el temblor de una rama, con entereza, esperaron. Bajaron las voces:
—¿Y si es él?
—¿Por qué no se detiene entonces?
—No sé, tal vez desconfía.
—Es la policía.
—Hubiera llamado.
—No tuvo tiempo.
—¿Entonces?
El auto, como la primera vez, siguió de largo. Y destacó el mutismo del teléfono y el hervor de insectos siguió y de nuevo en el punto de inicio. Inde­cisos, sólo en los cuerpos los latidos. Después el aullido de un perro, el frío que ascendía y asediaba los huesos.
—Va a regresar —dijo Góngora.
—Esperan que salgamos —completó Lemus.
—No lo haremos.
Góngora tomó la pistola. En el otro aún perduraba la inseguridad, la sensación de que intensos ojos lo espiaban.

El auto pasó una vez más. Orbitando la casa, sus cortos intervalos, casi im­posible la huida. La desparramada luz. En los cristales el fantasma, la proce­sión entrevista tras los sillones. Y los dos espectadores, fugitivos en su casa, boqueando. Los ojos de pez llenos de asombro. Imaginaban nubes de tierra entre las llantas, por los baches. Incluso intentaron poner un rostro al conduc­tor. El del ausente, quizás un testigo del robo, un policía de bigotes. ¿Iría solo?, ¿con pasajeros?, ¿cuántas armas? Pensaron en una risa bullendo en el auto, justo cuando pasaba frente a la casa. Una risa aguda, carcajada festiva, serpentinas, burbujas en el aire. Y después la luz recorriendo la calle, posada en la ventana, detenida ahí, por instantes, con avidez de insecto.
Góngora sopesó la pistola. El brillo de la empuñadura en los dedos, dimi­nuta luna, alumbraba. Quiso tener un blanco para disparar, quiso chispas en la boca de la pistola, fuegos artificiales; un cuerpo enfrente, a sus pies, humeante.
—Tenemos que contar —dijo Lemus, haciendo a un lado sus ima­ginaciones.
—¿Qué?
—El tiempo en que tarda en pasar el auto.
—¿Piensas en el intervalo?
Góngora asintió en silencio.
Buscaron una hoja de papel y un lápiz. La lámpara avivó muebles, cajones. Como viento apartan­do nu­bes, el haz, en los objetos. Esta­ban listos cuando hubo un problema im­portante: la desaparición del reloj. La ausencia renovó el malestar, una intromisión en la cuidada estrategia, la única seguridad que tenían para aferrarse.
—Tendremos que calcular nosotros —dijo Lemus.
—En cuanto pase empezamos a contar.
—Al mismo tiempo, sin distracciones.
—Muy bien.
Escondidos tras un sillón. Un consumido lápiz entre los dedos, la hoja cuadriculada; las armas. Con nervios, en una trinchera, no hablaron. Sólo faltaba el humo de los cigarros y los sacos de arena. Pero las quijadas apretadas remitían a la guerra, también los ojos devorados por el alcohol, por el forzado insomnio.
Después de un rato escucharon el auto. A la misma velocidad, tiempo suficiente para prepararse, una respiración profunda. Los hombres inclina­ron las cabezas. La velocidad del auto disminuyó, rodaba tan lento que pensaron en el andar de un animal esforzado, en un barco pequeño, suspendido en la inmóvil marea. Góngora, impaciente, enderezó el cuerpo y avanzó un trecho para espiar por los cristales.
—Creo que es un Datsun viejo, color blanco —dijo.
El informe tentó a Lemus.
—¿Distingues al conductor?
—No.
—Regresa, es peligroso.
Góngora se arrastró hasta su posición de combate. A pesar del esfuerzo, del movimiento dócil y cuidado, no pudo ocultar el tintineo de las monedas, inquietas en el fondo de los bolsillos.
El auto llegó al final de la calle y, como antes, dobló en la esquina de­recha.
—Ahora —dijo Lemus.
Empezó el murmullo de números, un rezo vivo en las bocas. A la distan­cia las voces se unían, una sincronía de insectos. Siguieron contando. Las len­guas al unísono, también los labios. El tiempo, sujeto a las palabras, transcurría de otra forma. Más verdadero que el otro, el de los relojes.

El auto volvió a pasar: en el papel diez minutos exactos. La redonda cifra alarmó. La precisión maléfica, de miniaturista, perturbaba. ¿Habían sido ellos? Quizás una sutil maniobra, de los de afuera, en sus bocas.
—Tal vez se dieron cuenta
—¿Qué?
—De que los viste, te vieron.
—No lo creo.
Sopesaron probabilidades, las más fantásticas ganaban. Lo único cierto era la inmovilidad. Estar los dos, en charola de plata, listos para el depreda­dor. Sólo el enroque final y la última embestida. Una señal que así, a oscu­ras, no vislumbraban. Quizá por el jardín, caminando en la azotea. Sigilosos poli­cías en el cerco. Miraron el techo. ¿Volver a contar? ¿Huir ahora? En cóncla­ve meditaron: a favor la semioscuridad, acrecentada por las densas nubes que manchaban la luna. Y después, más seguros, al otro lado de la calle, aprovechar el siguiente intervalo para internarse en despoblado o, en caso con­trario, buscar el amparo de los matorrales. Tal vez, incluso, habría tiempo suficiente para recomenzar o componer el trayecto. Sólo la coordinación, la fortuna del movimiento, el instante preciso, garantizarían la victoria.
—Muy bien.
—Esperamos una última vuelta y nos largamos.
Decididos fueron a la cocina. Miraron las altas torres, las varias deno­minaciones. Lemus puso la maleta en la mesa. Abrió el cierre. Desbara­taron las torres, pronto ruinas entre las manos. Mientras metían los fajos Góngora miró las uñas de Lemus. Destacaban monedas brillantes en la pe­numbra. La del pulgar, un poco más larga. Espolón para la lucha, pensó Gón­gora, para el abordaje.
—Espera —dijo Góngora.
—¿Qué?
—Será muy pesada la maleta para la huida, mejor repartimos el dinero en partes iguales, tengo una bolsa.
Lemus lo miró. La desconfianza era evidente en el otro. El temor de trai­ción, el despojo. La promesa que fácil enceguece, la codicia que despierta. Lemus, sin argumentos para rebatir, accedió con un movimiento de cabeza. Repartieron dos bultos de similar tamaño. Guardado el tesoro, con la carga a cuestas, regresaron a su lugar en los sillones. La conjura en las mentes, sólo una cuenta más, una vuelta más del Datsun blanco. El vibrar de insectos, los nervios, como el anterior temblor en el foco
—No debe tardar —dijo Góngora.
El sonido creciente del motor hizo buenas las predicciones. En el inicio de la calle aceleraba. En una pequeña subida el motor desfalleció, pero acrecentó el brío entre los baches, entre las nubes —también pequeñas— que las llantas del auto despertaban. El habitual recorrido, pensaron los hombres, el último que escucharían. El Datsun blanco, medio cansado, a trompicones, a pesar de todo, avanzaba.
Se acercaron a la puerta. Las coyunturas, los pies ligeros, la sensación de libertad que aturdía e impulsaba. Inclinaron los cuerpos antes de correr. Los hombres, antes homogéneos en la penumbra de la casa, mostraban sus di­fe­rencias en la bocanada. Lemus, un poco más alto, las uñas en filo y la herida que trastocaba la ceja. Góngora, el rostro pulido por el insomnio, los afilados pómulos y la paz de los ojos, a pesar de la experiencia. Como añadido, igual que la herida de Lemus, la costra de sangre bajo la nariz, sombreando roja los labios. En común el nervio del pez que remonta, que va contrario a las aguas y que busca, en el impulso, otro torrente. El Datsun blanco pasó de lar­go y en la cabina hubo breve vislumbre del conductor pero equívoco, como una vaga señal en el cielo o un reflejo percibido en la esquina del ojo.
—Ahora —dijo Lemus.
Abrieron la puerta y comenzaron a correr con sus cargas. En el primer trecho alcanzaron el jardín y cruzaron la reja. Los pies liberados de sus anclas, en el impulso, volaban. La otra orilla de la calle, su promesa en los ojos, en el escape. No miraban al otro. Lemus adelantó un poco pero Góngora em­parejó la carrera. Veloces no eran pero en el ansia ligeros se imaginaban. A breve distancia de la orilla, con el despoblado en perspectiva, la maleta de Lemus se abrió, abrumada por el peso. El cierre había cedido lentamente desde el inicio del escape e, incapaz de contener el cauce, dejó en libertad su contenido. El caso de Góngora fue similar aunque relacionado con la premu­ra en la salida. La bolsa, en un primer instante, había tocado los agudos filos de la reja y, desgarrada, soportó el principio del embate. Pero los jirones de plástico poco pudieron hacer y pronto la fuga de billetes acompañó la ruta de Góngora. El valioso rastro en el suelo. La carga, entonces, granos en un reloj de arena, poco a poco, escapando. Los hombres sólo se detuvieron cuan­do los billetes comenzaron a revolotear. En carnaval los fugitivos aunque la algarabía era solitaria, encendida por el único farol de la calle. Los papelitos, por el viento, casi con vida propia. Algunos husmearon por lo bajo, otros buscaron cielo, a la altura de las ventanas. Los menos afortunados quedaron atrapados, como afiches en la pared, en esqueletos de arbustos y matorra­les. Lemus y Góngora no intentaron recogerlos. En silencio, a la mitad de la calle, testigos de la desbandada. Sin ninguna motivación, extrañamente libe­rados, miraban y miraban. No las casas, no la bruma, no el farol y su sortilegio. Tampoco el despoblado. Concentrados en sus zapatos, en las puntas indecisas por el galope, cubiertas de polvo y alboroto. Después de los zapa­tos alzaron las cabezas y miraron el final de la calle en busca del Datsun blanco. Pero el silencio era pleno y no hubo atisbos de luces.

Una vela para quemar la luna y los peces

Mario Eraso
Por su sentido plástico, reflejo de un pensamiento sutil y de una imaginación sofisticada, de una mente abierta hacia lo aristocrático de la vida, que repele el mal gusto para que sobresalga lo sorpresivo y elegante de ese espacio verti­cal, que hace de lo poético lo más extraño, lo más seductor, lo más hechizado, conviene detenerse en el comentario que Jaime Torres Bodet hizo de la poesía de Ramón López Velarde en 1930. Como si para descubrirla necesitara, antes, dar un paseo por la habitación encorchada en que Marcel Proust escribió, y echar una mirada a los objetos que, por alguna razón, habían encontrado la ruta de lo imprevisible, Torres Bodet señala:

La primera impresión que produce, a la lectura, una poesía de Ramón López Ve­larde es, precisamente, la de haber penetrado, de pronto, en una casa saqueada. Pero, inmediatamente, del desorden visible, las incoherencias mismas van tranqui­lizando nuestro sentido de propiedad. Sí, ha habido violencia, pero los saquea­dores no se han llevado consigo nada de lo que habían venido a robar. La cortina ha desaparecido de la puerta que protegía, pero no ha desaparecido de la casa: aho­ra vibra, como una túnica, sobre el busto de una Minerva, estilo Imperio, de 1810. El espejo no ha huido del marco que lo encerraba. Se ha vuelto de espaldas, cara al muro, acaso para no presenciar la escena del robo que nuestra llegada al sa­lón —es decir, nuestra curiosidad en la lectura— ha conseguido evitar.1
Es fácil deducir la intención de Torres Bodet. A él, y al grupo de los Con­temporáneos, la poesía de Ramón López Velarde, su belleza arrogante, los inquie­taba a tal punto que de su aura no podían o no querían escapar. Ra­món López Ve­lar­de combatía el lugar común, y tal era su avi­dez para encon­trar una salida que, a fuerza de ser distinto, su poesía había llegado a ser impenetrable. Para desci­frar esos ca­racte­res oscuros, los Contem­poráneos, y varios lectores antes y después de ellos, no duda­ron en poner la poesía de Ramón López Velarde bajo una lu­pa que agigantaba sus defectos; esos defectos que, justamente aho­ra, son prueba contundente de su valor.
Sobre unos versos de “La sua­ve Pa­tria”, Torres Bodet infiere que allí se “en­cierra el eco de un vicio, la tor­peza de un aprendizaje, el reflejo de una re­tórica extra­ña”.2 Por su parte, José Go­rostiza no es más perspicaz al intentar comprender lo incomprensible de esa poesía. En un tex­to de 1924, evoca la figura del payo para, supuesta­mente, enaltecer a Ramón López Velarde; ubica en su escritura lo que lla­ma “gran­de oscuridad del de­sacierto”, y, para ejemplificarla, elige tres versos del poe­ma “Como en la sal­ve…”, concluyendo que: “Seguramente, debemos entender por ecuménico un dolor impersonal, el dolor de la especie; pero la costumbre reserva a los con­cilios esa palabra, y una violación del lenguaje (la más in­teligente de las costumbres) entraña la no inteligencia, aunque cinco o diez formaran algo como un lenguaje nuevo.”3
Si la poesía de Ramón López Velarde aún tiene pasajes poco entendibles que despiertan muchas conjeturas —el verso “y en un clima de ala de mosca” es, en este sentido, notable—, se diría que no se destaca por su inteligencia; sin embargo, hay malicia en el comentario de José Gorostiza, porque, precisa­mente, payo significa, además de aldeano, “campesino ignorante y rudo”. Hay que esperar el texto que sobre Ramón López Velarde escribió Xavier Villau­rrutia en 1935 para que los juicios se equilibren y la crítica halle asidero, pue­da descifrar lo nebuloso y aprecie en esa poesía, nacida de la tensión entre la carne y el espíritu, que al mismo tiempo es “tósigo y cauterio” para una mente inclinada a los extremos, la intimidad entre la ciudad y la provincia. Era el precio de su belleza subversiva.
Del ensayo de Villaurrutia es interesante conservar dos ideas. La réplica sesgada a Gorostiza, cuando se señala que el límite de Ramón López Velar­de “no fue el de la ignorancia ni el de la sordera espiritual, sino el de la luci­dez… Con una lucidez magnífica, comprendió que su vida eran dos vidas”.4 Y la descripción que hace del abrigo de Ramón López Velarde: “Del color del clima en que, como uno de sus poemas, la lujuria toca a rebato, el jaquet tenía un cambiante verdinegro de ‘ala de mosca’”.5 Se puede advertir en ese aspecto luctuoso que conmueve a Villaurrutia, y que, según Guillermo She­ridan, fue una decisión adoptada por Ramón López Velarde después de la muerte de su padre, ocurrida en noviembre de 1908, las señas de un enmas­caramiento.6 Siete años vivió en la Ciudad de México —entre 1914 y 1921— conservando la misma imagen, que funde al seminarista y al abogado, y así lo recuerdan sus amigos. ¿En qué consiste ese enmascaramiento? ¿Se percibe en su poesía? ¿El aura de ángel suicida de Ramón López Velarde explica, qui­zá, su deambular por las calles céntricas de la Ciudad de México porque bus­caba su aureola de poeta, como en aquel texto famoso de Baudelaire, caída alguna vez, por alguna razón, de la punta de su cabeza a un rincón inaccesible?
Esta ronda de preguntas puede continuar con otras que se hace Marco Antonio Campos mientras imagina un supuesto encuentro entre él y la prima Águeda en Jerez: “Águeda teje dulcemente y de continuo. Al verla me pregun­to qué rara fascinación había en López Velarde al ver a las mujeres tejiendo. ¿Sería porque esas hábiles manos con la aguja y el hilo podían serlo en la piel de los hombres? ¿O era el puro detalle estético?”7 De hecho, ya es posible re­conocer huellas de tal obsesión en una de sus primeras poesías, “Coses en dul­ce paz”, fechada en 1912.8 La imagen de la prima es de un poema de 1916, y vale la pena citarla: “Yo era rapaz / y conocía la o por lo redondo, / y Águe­da, que tejía mansa y perseverante en el sonoro / corredor, me causaba / calos­fríos ignotos…” Con todo, la tejedora es protagonista de un poema homónimo de esa época, del que transcribo una estrofa significativa:
Tejedora: teje en tu hilo
la inercia de mi sueño y tu ilusión confiada;
teje el silencio; teje la sílaba medrosa
que cruza nuestros labios y que no dice nada;
teje la fluida voz del Ángelus
con el crujido de las puertas:
teje la sístole y la diástole
de los penados corazones
que en la penumbra están alerta. (p. 165)
Ramón López Velarde estudió latín y era un alumno destacado. Y en alguien de su poder imaginativo, creo que nada es inocente, así que quizá haya conocido la etimología del verbo latino texere, que
desde el siglo I a. C. ya no significa simplemente tejer o trenzar, sino componer, y los sustantivos derivados textus y textum, texto y tejido. Se podría agregar que el verbo latino no restringía su aplicación a la urdimbre de textiles, sino a la ac­ción de entrelazar o entrecruzar cualquier tipo de material. De esta manera, sería más fácil de ver la analogía entre tejer los hilos y las palabras (…) en las sociedades an­tiguas, la proximidad entre el texto y el tejido —presente en la literatura griega y en la latina desde el siglo vi a. C., como por ejemplo en las historias de Filome­la y Procne, o de Aracne y Palas contadas por Ovidio— no solamente era meta­fóri­ca, sino que formaba parte de la vida diaria, como puede verse en la canasta con baladas impresas y objetos de costura que Autólico, personaje de una comedia de Shakespeare, lleva consigo.9
Al menos en parte, esto podría explicar el vaivén de sedas, hilos, tejidos y toda una gama de imágenes, a veces manidas, que forman una especie de ajuar para su escritura. Aunque sus poemas pueden ser biográficos, su conte­nido va más allá de lo anecdótico, de ahí que para constatar la relación tejido-texto-escritura, las citas se podrían multiplicar sin esfuerzo: “La amó porque tejía, / y por su traza / de ángel custodio, /cual la amó el gatito / juguetón con la bola de su hilaza” (“A las provincianas mártires”, p. 218); “Abrazado a la luz / de la tarde que borda, / como al hilo de una apostólica araña, / he de decir mi prez / humillada y humilde” (“Humildemente”, p. 231). Ramón López Ve­lar­de imaginó casi siempre un ajuar en las manos, en el cuerpo de una mujer vestida de negro, y eso agrava el tono fascinado de su poesía y su perfección inusual. Allá, en su primera juventud, cuando vio o supuso que veía a la pri­ma Águeda tejer, quizá Ramón López Velarde se sintió dueño de su lujuria y eligió ser poeta.
Considero que “Noches de hotel” es su primer poema maduro y de tono contemporáneo: alejándose de lo sentimental, muestra que la poesía es una ne­cesidad que lo hace ver a él, que se consideraba enfermo de amor, solo y con su enfermedad para siempre. Pero “Poema de vejez y de amor”, fechado en 1909, entrecruza lo que está tejido a lo que se presiente sensual, y por eso allí se reconoce la estética que Ramón López Velarde procuró para sus poemas. “Cier­tamente, la Poesía es un ropaje”, dice en la crítica que dedicó a José Juan Ta­blada. A veces se ha dicho que la suya es ingenua; sin embargo, porque sabía en qué consiste vivir y porque desde niño se había adiestrado en el cono­ci­miento de la vida, supo encontrar en la casa de sus abuelos, buscando en los armarios, encima de los muebles, alojadas, escondidas, las huellas de lo volup­tuoso, de lo doloroso, de lo abismal. El encantamiento de los ancestros permite este comentario de Sheridan:
[Ramón López Velarde] Descubre con picardía las ligas que su abuelo le regaló a su abuela antes de su boda y lee sorprendido que una de ellas tiene bordada la leyenda “Tú fuiste, Amada, mi primer amor” y la otra, con la rotundez misma de los muslos vírgenes que ceñirán al día siguiente: “… y serás el postrero”. Un tan­to asombrado del erotismo que uno jamás supone propio de los antepasados, atis­ba sus propios imperiosos instintos certificados en los de su genealogía.10
La cita tiene interés por distintos motivos. Es posible, por ejemplo, que la liga no haya existido y que todo fuera un ensueño de la infancia. En todo caso, es una historia que se reinstaura, escrita, en la poesía de Ramón López Velarde. No sólo porque expresa su afán erótico, que es uno de los puntos de partida de su imaginación poética, sino porque prepara al niño que la vivió, para el cumplimiento de una herida que lo acompañará indefinidamente. Esta expe­riencia inmediata le permitió distinguir la fuerza de una percepción, que él trató de formular con exactitud y profundidad. Para él, la poesía es mujer. La poe­sía era la novia que contemplaba de lejos, a la que rondaba. Y si así fuera, tam­bién había un rodeo en su manera de escribir, un acecho que recuerda el trato que tenía con las mujeres, a quienes perseguía en silencio durante horas, meses, años.
Se dice que Ramón López Velarde prefería caminar, porque así, cami­nando, era como escribía. Si su escritura recuerda al acecho, se debe a que ese acecho es pertinaz, y recuerda al tejido. Los poemas de Ramón López Velarde son tejidos suntuosos. Las calles del centro histórico de la Ciudad de México, recorridas a pie en busca de imágenes de amores contrariados, de pequeñeces y de espesuras que crecían y se desmadejaban en su escritura —“el flâneur de la Avenida Madero”, lo llama J. E. Pacheco—, son las agujetas que en sus manos —“de un dibujo muy preciso y muy fino”, dice Villa­urrutia—, labran el vestido de alta costura que es su poesía:

LA MANCHA DE PÚRPURA
Me impongo la costosa penitencia
de no mirarte en días y días, porque mis ojos
cuando por fin te miren, se aneguen en tu esencia
como si naufragasen en un golfo de púrpura,
de melodía y de vehemencia.


Pasa el lunes, y el martes, y el miércoles… Yo sufro
tu eclipse, ¡oh creatura solar!, mas en mi duelo
el afán de mirarte se dilata
como una profecía; se descorre cual velo
paulatino; se acendra como miel; se aquilata
como la entraña de las piedras finas;
y se aguza como el llavín
de la celda de amor de un monasterio en ruinas.


Tú no sabes la dicha refinada
que hay en huirte, que hay en el furtivo gozo
de adorarte furtivamente, de cortejarte
más allá de la sombra, de bajarse el embozo
una vez por semana, y exponer las pupilas,
en un minuto fraudulento
a la mancha de púrpura de tu deslumbramiento.


En el bosque de amor, soy cazador furtivo;
te acecho entre dormidos y tupidos follajes;
como se acecha una ave fúlgida; y de estos viajes
por la espesura, traigo a mi aislamiento
el más fúlgido de los plumajes:
el plumaje de púrpura de tu deslumbramiento.
(pp. 188-189)
Ramón López Velarde nació el mismo año que T. S. Eliot y murió uno antes de la primera explosión vanguardista, encabezada por La tierra baldía. En esa medida, creo que no es aventurado leer “El sueño de los guantes ne­gros” en clave vanguardista o más precisamente surrealista. No sé cuánto ha avanzado la crítica en esta dirección, pero puedo intuir que, en su etapa final, hacia allá iba Ramón López Velarde.11 Su poema es muy distinto a los que había escrito antes. Por una parte, es un sueño erótico y por eso, a primera vista, no llama la atención, porque el erotismo lo es todo o casi todo para Ra­món López Velarde, pero la fuerza mineral con que rasga los velos de lo eró­tico, el vuelo imaginativo de esos versos que recuerdan un hundimiento desesperanzado pero también un alzamiento, una sublevación de los sentidos, la furia contenida y al mismo tiempo anárquica con que está escrito, el miedo que deja irradiar, hacen pensar en una apertura de la conciencia has­ta ese momento inédita en él. ¿Qué habría pasado si Ramón López Velarde o Rubén Darío hubiera leído el manifiesto surrealista de 1924? Poco o na­da importa esta pregunta, siempre que se indague en el primer dístico de “El sueño de los guantes negros”: “Soñé que la ciudad estaba dentro / del más bien muerto de los mares muertos.” Se comenzaba a borrar la silueta del provin­ciano aquél, de ése que hasta ese momento, e incluso años después de su muerte, fue reconocido como el cantor del paisaje mexicano. De pronto, co­mo si una fuerza visionaria lo obligara a otro buscar, aparece la imagen de una ciudad sumergida en que la conciencia parece ir a la deriva. Un nuevo tono de enunciación; el prodigio de la forma cuando se deja vencer por la profundidad. Nada tampoco, cabe señalar, de esdrújulos insólitos para asom­brar a los lectores. Únicamente la unión de dos endecasílabos en cuya energía se puede presentir la huella de una angustia indefinible, pero que deja tras­lucir el nacimiento —tenso y acaso pesadillesco— de otro camino expresivo.12
“El sueño de los guantes negros” puede ser el último poema que Ra­món López Velarde escribió, y, por avatares conocidos por todos, está in­completo. Es difícil interpretar esta incomposición. Como rasgo distintivo se destaca el efecto estético de los guantes negros, puestos allí, tal vez, para indicar el lugar que ocupa una prenda tejida en la poética de Ramón López Velarde, la seducción ejercida desde su fulgor. J. E. Pacheco piensa que está inconcluso porque quizás es el último poema modernista y, en esa medida, muestra un camino sin salida que vendría a suplir la vanguardia.13 Pero si la poesía de Ramón López Velarde es de alta costura, este poema vendría a mostrar una imperfección, en tanto allí se advierte un zurcido que, si estuvo bien hecho, se deshiló. ¿No son, acaso, esos puntos suspensivos, esos agujeros a la deriva, que el lector encuentra ya hacia el final del poema, justamente, el pespunteo vacilante que dejó la aguja en la página en blanco y, por esto, las huellas de una especie de deshilvanar? No sé qué tan convincente es esta imagen, aunque creo que no hubiera disgustado a Ramón López Velarde.14
 
1 Marco Antonio Campos (comp.), “Cercanía de López Velarde”, en Ramón López Ve­lar­de visto por los contemporáneos, Instituto Zacatecano de Cultura “Ramón López Velarde”, Zacatecas, 2008, pp. 43-44.
2 Ibid., p. 58. Con palabras parecidas, años después Octavio Paz descalificaría la escritu­ra de Jorge Cuesta, que ha sido llamado “la conciencia crítica” de Contemporáneos.

3 José Gorostiza, “Ramón López Velarde y su obra”, Op. cit., p. 17. Los versos que comenta son: “Mas hoy es un vinagre / mi alma, y mi ecuménico dolor un holocausto / que en el desierto humea.”
4 Xavier Villaurrutia, “Ramón López Velarde”, Ramón López Velarde visto por los contemporáneos…, p. 74.
5 Ibid., p. 66.
6 Véase Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde, FCE, México, 1989, p. 92.
7 “El Jerez de López Velarde”, en Las ciudades de los desdichados, FCE, México, 2002, p. 206.

8 Ramón López Velarde, Obras, edición, prólogo y notas de José Luis Martínez, FCE, México, 1971. Todas las citas están tomadas de esta edición y señalo en el texto la página entre paréntesis.
9 Ana Mosqueda, sobre el libro de Roger Chartier, Inscribir y borrar: cultura escrita y literatura (siglos XI-XVIII), Katz, Buenos Aires, 2006. Se puede consultar en www.filo.uba.ar/contenidos/investigacion/institutos/historiaantiguaymedieval/Mosqueda1.pdf.
10 Guillermo Sheridan, Op. cit., p. 70.
11 Para O. Paz, este poema es “una verdadera visión, en el sentido religioso de la pala­bra: un sueño con los ojos abiertos” (“El camino de la pasión”, en Cuadrivio, Mortiz, Mé­xico, 1991, p. 94). Por otra parte, José Luis Martínez observó que: “Cuando avanzaba tan valientemente a lo desconocido en experiencias como éstas —tan coincidentes con la imagi­nación surrealista—, no podían seguirlo aquellos críticos que lo llamaron extraviado en las extravagancias, ni pueden seguirlo quienes ayer y hoy lo quieren sólo cantor nostálgico de su pueblo” (Obras, p. 37). El comentario de José Luis Martínez toma en cuenta el texto que Ramón López Velarde dedicó a Leopoldo Lugones (“La corona y el cetro de Lugones”), fechado en 1916.

12 Llama la atención esta cita de Alí Chumacero: “Sus atisbos [de Ramón López Velar­de], que al desbordarse tocan la sensibilidad de la generación anterior, quedan ahí como sig­nos precursores de la vecina tempestad” (Xavier Villaurrutia, Obras, prólogo de Alí Chuma­cero, FCE, México, 2006, p, XII). Está claro que con esa imagen Chumacero se refiere al tipo de poesía que propondría el grupo de los Contemporáneos. Aun así, cabe la posibilidad de que la “vecina tempestad” también aluda a algo más. De manera que Ramón López Velarde ce­rraba el Modernismo y al mismo tiempo abría el ciclo inconcluso de la poesía de vanguardia.
13 Para las menciones a J. E. Pacheco, véase su Antología del modernismo (1884-1921), introducción, selección y notas de José Emilio Pacheco, UNAM-Era, México, 1999.

14 José Luis Martínez, en su edición de la poesía de Ramón López Velarde, se anima a completar el poema (véase p. 259). Hasta donde yo sé es el único. No lo hace Pacheco en su Antología…, ni Paz en su Poesía en movimiento.

Heidegger, los orígenes de la obra de arte

Jorge Juanes

Las cartas están sobre la mesa: a su manera, Heidegger, Shapiro y Derrida marcan sus diferencias entre lo que se puede decir y lo impronunciable en la obra de arte. Me apresto a indicar que ninguna de las tres aproximaciones a Van Gogh termina por convencerme: las de Derrida y Heidegger por dejar fuera la problemática pictórica (más adelante aclararé el punto), y la de Sha­piro por no penetrar lo suficiente en ella. Planteemos polémica. Van Gogh fue un artista de vida agitada, trágica e intensa que se hizo pintor de manera au­todidacta, bajo condiciones económicas precarias, en el marco de un ambien­te artístico caracterizado por la búsqueda de nuevas propuestas. Desde la juventud se solidarizó con los oprimidos (mineros, campesinos, tejedores); compartió además el rechazo sentido por los artistas del momento hacia la sordidez del mundo capitalista, en donde priva el imperio exclusivo del di­nero y de los valores abstracto-gregarios. Nadie lo dude, Van Gogh fue siempre un rebelde con alma de predicador social.
Cuando Heidegger habla de algún pensador o poeta es muy dado a reco­nocer las claves del interpelado en determinada obra filosófica o en determi­nado periodo poético. Respecto a Van Gogh elige un cuadro de finales de 1886 que representa un par de zapatos (o botas). Cuadro de corte realista, abocetado, tratado con pastas densas, expresivas y texturizadas, con predomi­nio de tonalidades grises, pardas y verdes. Cabe agregar que el ámbito espacial que acoge lo representado es escueto, preservado, carente de detalles, lo cual permite concentrar la mirada. Hay lo que hay: unos zapatos ajados, gra­sientos, con los cordones desatados. Cuadro inquietante si se quiere, pero a fin de cuentas deudor de un orden pictórico en cierta medida tradicional. Sin embargo, comparado con sus primeras obras, los avances formales son no­tables. Si se me apura, diría que el cuadro de los zapatos rebasa con mucho los modos pictórico-pedestres de Los comedores de patatas. Theo es consciente del anacronismo pictórico del hermano y, en célebres cartas escritas desde París, le informa de las nuevas propuestas en boga, que pronto serán conoci­das por Vincent, quien podrá así, al fin, ser contemporáneo de sus contem­poráneos.
Sucedió. El ir a París, el frecuentar a los pioneros del arte nuevo, el escu­char las discusiones sobre el derrotero que le cabe a la pintura, le permite a Van Gogh cambiar en poco tiempo sus modos pictóricos, viraje que se produ­ce en el año 1888. Al igual que se habla del giro de Heidegger, permítase­me hablar del giro de Van Gogh. Un sello de identidad, manifiesto ya en el cuadro de las botas y en otras obras de su primera etapa, estriba en su nega­ción a la pintura decorativa armada a partir de desindividualizar lo representado dotándolo de un aire de familia sustentado en una unidad armónica inequívoca, que lleva a pensar en los impresionistas o en Gauguin. A contra­corriente, Van Gogh detiene su mirada en las formas individuadas, que crecen y se despliegan de manera silvestre con sus notas características e irregulari­dades, lo cual le otorga a su obra una textura de estado en bruto. Este proce­der requería, para alcanzar plenitud, hacerse de los nuevos modos pictóricos. Y tenemos lo que tenemos: formas abruptas y agitadas; ondas, espirales, re­torcimientos, colores resplandecientes e intensos; soles dadores de vida que queman, árboles llameantes que apuntan al cielo, chimeneas torcidas, iglesias dislocadas; perspectivas arbitrarias, amasijo de pinceladas, texturas enfáticas, factura espontánea; nada de relamidos ni de sobreacabados, lo que sale de los tubos o de los pinceles queda como queda.
Mientras en la plástica académica la vida sucumbe a la ascesis eidética, consumando la muerte de la sensación y de la diferencia, tenemos que en la pintura de Van Gogh la vida se manifiesta de modo rutilante e intenso. Los to­nos lóbregos de la época holandesa han quedado atrás. Los colores comple­mentarios, el puntillismo de Signac, la espontaneidad impresionista, la ligereza en el trazo y en la factura, la jugosidad de las pastas… Degas, Toulouse, Mo­net… París es una fiesta. Sin em­bargo, Van Gogh se cansa pronto de la gran ciudad; el llamado de la naturaleza le resulta irresistible. La fuerza de lo que está antes y des­pués del hombre comienza, así, a poblar sus telas. Los horizontes que se pierden en la lejanía, la reverbe­ración del agua que transita por ríos fecundadores, en los alrededores ár­boles floridos o ramajes nudosos. Aquí una iglesia solitaria, allá una torre en ruinas. Sin olvidar nunca la acogida de la noche estrellada que ampara nuestra fragilidad. Obras, cuadros en donde lo celeste y lo terres­tre conviven retroalimentándose mutuamente. Percatémonos también que de modo similar a los románticos concibe la naturaleza como fuerza primigenia e insondable, como un ciclo eterno en perpetua renovación que sirve de testigo del paso de los mortales por la tierra. Testimonio comprometido y ajeno al desapego apático, una experiencia, un exponerse a aquello que está ahí en espera de que se le rinda tributo. El pintor dicta sentencia:
Sigo viviendo de la naturaleza.
¡Estoy maravillado, maravillado de todo lo que veo!
Me doy cuenta de que la naturaleza me ha explicado algo, que me ha hablado y yo he registrado sus palabras.
Las emociones que me asaltan ante la naturaleza me llevan hasta el desva­ne­cimiento, y entonces resulta que durante unos quince días no soy capaz de trabajar.
Tales palabras testifican que, al mismo tiempo que Van Gogh se deja embeber por la naturaleza, proyecta sobre ella sus temples de ánimo. Proyec­ción ajena al dominio o sometimiento de la naturaleza. Basta ver cualquiera de sus cuadros para percibir que el influjo existencial del pintor no anula la empatía con lo primigenio. Ni somete ni pone a la naturaleza bajo el poder de caprichos antropocéntricos, ni siquiera se vale de ella para componer un cuadro de la escala en perspectiva constructivo-racional sometida a la convención que considera al hombre como centro del universo. Ver para compro­bar que, a los ojos del pintor, el ser humano queda desbordado e integrado en la inconmensurabilidad que lo antecede. De allí el contraste entre la es­cala finito-exigua de los hombres y la infinitud majestuosa de la naturaleza. Lejos de anular este reconocimiento de lo mayestático, acoge lo silvestre y es­pontáneo, agreste y diverso, surgido del devenir incesante de la naturaleza. Acogida pictórica de la diversidad singularizada de lo que está ahí, que trans­grede o pone en cortocircuito las relaciones de poder del hombre sobre la naturaleza.
Tanto en periodos de exaltación como depresivos, festivos o trágicos, Van Gogh mantiene siempre un diálogo con la naturaleza cómplice. Fiel al legado de los pueblos originarios, el pintor identifica el sol con la renovación y la fe­cundidad. Una fuerza primigenia que, llegado el caso, ampara el esfuerzo de los labradores que mediante la siembra dan continuidad a las donaciones de la naturaleza. El sol rutilante, siempre el resplandor del sol (El sembrador, 1888; Campo con segador, 1889). Obsérvese que la luz, provenga del sol o de la luna, de las estrellas o de una fuente artificial, tiene siempre en el pintor con­notaciones auráticas. Y al igual que el día dota a la naturaleza de fecundidad y energía, la noche abre paso al tiempo de lo sagrado y de lo sublime, del asom­bro y del misterio (La noche estrellada, septiembre de 1888). Lo mismo atestigua e ilumina esta noche la soledad compartida de los mortales (Noche estrellada sobre el Ródano, septiembre de 1888) que puede tornarse, de sú­bito, en el espacio-tiempo que abre la puerta a presagios apocalípticos (La no­che estrellada, junio de 1889). La naturaleza proporciona incluso colores y texturas que se prestan “para expresar tristeza y extrema soledad” (Campos bajo nubes de tormenta, 1890). Los ciclos naturales influyen también en el tránsito de los mortales por la tierra: “En el mediodía los sentidos se exaltan, la mano se torna más ágil, el ojo más vivo, el cerebro más claro.” Van Gogh pugna, en esencia, por una pintura radicalmente expresiva; recordemos el siguiente pasaje de sus Diarios: “Me sirvo de los colores arbitrariamente para expresarme de modo más intenso (…) He intentado expresar con el rojo y el verde las terribles pasiones de los hombres (…) Por mi trabajo, arries­go la vida, y mi razón ha naufragado casi en la empresa...”
Plástica insurgente, en suma, pintura realizada por un artífice liberado de servidumbres ajenas al arte, de un creador de obras que expresan el destino del artista solitario en un mundo siniestro, presidido por la barbarie galo­pante. Sólo hay un remedio, la retirada a un habitar ascético (La habitación de Van Gogh, 1889) que permita salvaguardarnos de los asesinos acechantes a la vuelta de la esquina. Lugares preservados, sillas vacías que rememoran la ausencia de los cercanos, autorretratos intensos, hombres poseídos por la desesperación, la pipa que serena iras, los zapatos en reposo tras haber ser­vido a la aventura errante. Solitario, solo ante su muerte, entrañado en una zona de la experiencia existencial singular e intransferible, Van Gogh encarna en sus lienzos cargas de dinamita insoportables para las almas bellas. Como sus interpares, planta resistencia al desértico imperio de la modernidad insti­tucional. Artistas malditos, dijeron los hombrecitos de gris, todo porque mostra­ron que la angustia existencial no es una enfermedad natural sino el efecto de un acto de resistencia a la nada circundante, una respuesta, un cortocircui­to, un vómito lacerante.
Enfermo, deprimido, fracturado, encerrado en un hospital, Van Gogh sigue pintando. Hay un cuadro realizado en fecha cercana a su suicidio titu­lado Cuervos sobre el trigal, que encarna de manera profunda, melancólica y sentida, el estado de ánimo del artista. Cuadro apaisado y construido a par­tir de lo que en pintura se llama visión lejana, cuyo entramado formal se despliega horizontalmente ante nuestros ojos. Tratado con pinceladas turbu­lentas e informes, tiene por fondo un cielo plúmbeo cuyo azul sordo e impe­netrable ensucia dos nubes suspendidas en el espacio y en donde el otrora rutilante sol hace mutis. ¿Qué decir del escalofrío estremecedor que produ­cen en el espectador los tres caminos que atraviesan el campo de trigo forman­do un tridente? Caminos tintados en rojo sangre que no conducen a ninguna parte: dos de ellos se abren emergiendo del primer plano hacia las afueras del cuadro, el otro se corta de modo abrupto cuando parecía tender hacia la lí­nea del horizonte. Paisaje depresivo que, por si fuera poco, cobra un tono siniestro debido a la presencia de un conjunto de cuervos que se adentran al fondo del cuadro. Un espacio enclaustrado, un instante pictóricamente en­carnado, eso, el espacio de la vida cancelada. Artaud (Van Gogh:el suicida­do de la sociedad) lo comprendió mejor que nadie: “Van Gogh no se suicidó en un ataque de locura, por la angustia de no llegar a encontrarlo [el lugar del mortal en la tierra], sino al contrario, acababa de encontrarlo, y de descubrir qué era y quién era él mismo, cuando la conciencia general de la sociedad, para castigarlo por haberse separado de ella, lo suicidó.”
Quizás he acentuado en demasía el reconocimiento de Van Gogh como un artista que, sin avasallar la physis, pone en obra su diferencia. Y es que resulta sumamente arbitrario plantear lo propio del arte moderno dejando de lado lo propio de la modernidad, cuya característica decisiva, patente de un modo privilegiado en el arte, al menos desde el Renacimiento y hasta el surgimiento de las vanguardias artísticas del siglo XX, estriba en el hecho de que los hombres se reconozcan como individuos singulares y libres, polivalentes, autónomos y creativos, responsables en consecuencia de su propio des­tino. Pico de la Mirandola (De la dignidad del hombre) lo expresó de manera inmejorable: “Ni celeste, ni terrestre te hicimos [le indica Dios a Adán], ni mor­tal, ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás dege­nerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divi­nas, por tu misma decisión.” Reconocerse como individuos singulares significa igualmente reconocer en la finitud (el-estar-a-la muerte), en el tiempo trascu­rrido entre el nacer y el morir, la temporalidad o historicidad en donde se decide el estar-en-el-mundo de éste o aquel individuo puesto para sí mismo.
Peculiaridad del mundo moderno sustentada en la afirmación de la liber­tad individual como instancia previa a la comunidad, que implica concebir a la sociedad como acuerdo entre hombres libres, por ende, como una forma de sociabilidad ajena por completo a la idea de comunidad orgánico-simbó­lica característica del mundo premoderno (y de los totalitarismos ideocrático-estatales surgidos en el siglo XX: fascismo, nacionalsocialismo, socialismo real, franquismo). Pero dejemos por ahora los aspectos histórico-políticos del asun­to y concentrémonos más bien en el problema del arte: resulta necesario insistir en que ya en el Renacimiento los artistas, a diferencia de lo sucedido por sus pares en el anonimato cristiano, buscan afirmar su diferencia. De allí el surgimiento de personalidades singulares (Piero, Masaccio, Leonardo, Mi­guel Ángel, Ticiano…) que plasman en sus obras la huella de un estilo propio, fácilmente reconocible. Nadie tiene entonces derecho a librarse del existen­te concreto-singular que realiza determinada obra de arte, menos aún cuando se trata de un artista tan personal como Van Gogh. Pongamos los puntos sobre las íes: el cuadro que hemos venido comentando pertenece pictóricamente al pintor holandés; en efecto: no hablo de las botas sino del cuadro.
Partamos de ahí, de lo que Heidegger y Derrida eluden, empantanados como se encuentran en el sí o no a los zapatos, a saber, el nombre propio que se juega su-estar-en-el-mundo cuadro a cuadro. Pusimos de manifiesto la vo­cación expresionista de Van Gogh. Leer sus Diarios o examinar sus obras de madurez lo confirma a plenitud. Mentar el expresionismo no es aquí, en el marco de nuestro cotejo con Heidegger, asunto baladí. No lo es si tomamos en cuenta que hasta el año 1935 muchos nacionalsocialistas veían en el expre­sionismo la puesta a punto del arte germánico esencial o del arte nórdico o no latino. Pero al hilo de la Gran Exposición del Arte Alemán de 1937, el gran jefe, el Führer en persona, puso en la picota a las “pervertidoras” vanguardias artísticas (incluido el expresionismo) endilgándoles los siguientes adjetivos: arte decadente, degenerado, enfermizo, propio de locos y judíos, cosmopolita y ajeno por completo al arte propiamente alemán, sano, arraigado, inspirado en el espíritu de comunidad. Podemos pensar que el intento de Heidegger de apro­piarse de Van Gogh concuerda con el ala “izquierda” del nacionalsocialismo. Puede ser. El caso es que el pintor resulta vindicado a costa de desvirtuarlo, entiéndase, a costa de poner entre comillas la raigambre existencial-expresio­nista de su pintura.
Consumada la muerte del autor, nada le cuesta a Heidegger repintar ver­bal-ontológico-campesinamente el cuadro de Van Gogh, de un modo tal que, seamos francos, pareciera que nos encontramos más bien ante el comentario de uno de los tantos cuadros consagrados bajo el nacionalsocialismo al sacro­santo mundo campesino. Voy más lejos, fiel a la vieja usanza decimonónica revalorada por los historiadores del arte nazi, Heidegger examina la comentada obra de Van Gogh como si se tratara de una pintura de género. Porque eso es lo que define a las artes plásticas bajo los nazis, el retorno a los géneros pictóricos: paisaje, desnudo, temas cotidianos del mundo urbano, muestras de la poderosa industria alemana e imágenes de la vida rural y artesanal; retra­tos, animales, alegorías políticas, culto a quien ocupa la cima del poder… Modo de proceder que, bajo cualquier circunstancia, carga el acento en lo propiamente nacional-popular-alemán, o sea, en el ensalzamiento del pueblo elegido que preserva en sus alforjas lo eterno e intemporal, sustancial, autén­tico. Frente a la temporalidad vertiginosa y cambiante del arte moderno-mar­ginal, siempre en curso y a fin de cuentas sostenida por artistas apátridas e independientes, el arte alemán conserva y confirma las esencias originarias o primordiales, base de la comunidad del porvenir.
Lo expondré de otra manera. Lo que la propuesta artística nazi valora es el contenido, con mayor énfasis si se rinde tributo a la pátina eterna encar­nada en la raza titánica. Todo lo contrario al arte vanguardista cuya acredita­ción tiene que ver, en primera y última instancia, con la creatividad intempestiva y los valores constructivo-formales desplegados en las obras. Hecho acentuado en el continuo propositivo desatado a partir de la segunda mitad del siglo XIX, no digamos en la primera década del siglo XX. Para el arte radical la pro­puesta artística inesperada, el traer al mundo lo que todavía no era, lejos de ser algo aleatorio surge de una apuesta que responde al hecho de que el arte se debe, en rigor, a sí mismo. Digamos. El arte no opera sólo para encarnar una sensación, una propuesta constructiva o determinada experiencia singu­lar, sino para liberarse en ello de cualquier servidumbre, incluido el sometimiento a las tradiciones paralizantes. Tal es el objetivo de fondo: potenciar la libertad de los individuos autónomos mediante obras que se reconozcan en la apertura del arte. Ganarse, perderse, hay que decidir en el entendido de que el reloj biológico marca implacablemente las horas. Para cada existente mortal, para mí y para ti, amigo lector, bien vale la máxima de Nietzsche: vivir cada instante como si fuera la eternidad.
Redondeo argumentos. El territorio del arte —lenguajes, formas, imagi­narios— tiene su querencia o autonomía. Realidad insoslayable que exige un pacto entre el artista y la complejidad de los lenguajes requeridos para mani­festarse, tanto si vuelca sus esfuerzos en la construcción netamente morfo­lógica como si pone en primer plano la veta expresiva. Si estamos en que el lugar donde se juega y anuda el surgimiento de una obra obedece al diálogo entre el artista y el lenguaje elegido (materia, técnica, forma) para lograr los propósitos deseados, podemos afirmar que ello no tiene nada que ver ni con el autismo ni con la expresión incondicionada de vivencias, ni con la configura­ción morfológico-arbitraria de la cosidad. El arte reside en la obra, o sea, en un fragmento material innombrable que conjuga la impenetrabilidad existen­cial con el abismo de la alteridad, un fragmento que tiene rasgos específicos, leyes de organización inmanentes, formas que empiezan y concluyen en sí mismas, lo que impone un cara a cara con lo ahí ofrendado.
A estas alturas del texto no faltarán lectores que se pregunten si al recrear la deriva plástico-expresiva de Van Gogh me he olvidado de Heide­gger y de la pregunta por el origen de la obra de arte. De ninguna manera: lo tengo presente. Sucede que me pareció necesario poner de manifiesto que eli­minar la diferencia de los artistas singulares, como hace Heidegger con Van Gogh, implica en cierta medida privarse de la posibilidad de pensar el arte mo­derno. Hay que atender y meditar, pero antes que nada hay que agradecer. Y respecto al cuadro de Los zapatos, Heidegger utiliza, más no agradece; se sirve de Van Gogh sólo para aclarar el “ser instrumento del instrumento”. El cuadro funge así como mera representación visual de un instrumento, los za­patos. Y de un modo puntual, dándole supuestamente la palabra al lienzo, Heidegger advierte que en los zapatos pintados el instrumento nos entrega su secreto, la seguridad, la confiabilidad. Tras mostrar lo que “el par de zapatos del hombre de campo en verdad es”, viene a continuación una larga parra­fada sobre el mundo campesino. La paradoja salta a la vista: ahí donde la lec­tura de Heidegger desata un torrente verborreico lírico-kitsch, el cuadro guarda silencio absoluto respecto a sus calidades pictóricas y al artista que lo forjó.
Si he comprendido al maestro pensador, resulta que el cuadro es apenas un incentivo para descubrir “la instrumentalidad del instrumento”, pues como obra de arte en sí queda en la penumbra en tanto no cuenta a la hora de originar el encuentro/desencuentro entre el artista y la alteridad. [Atenido a los parámetros de Heidegger, deduzco que en el caso de que Van Gogh hu­biera pintado un cuadro consagrado a recrear el mundo moderno, urbano cosmopolita, no habría merecido la menor atención. Pero insisto en que des­deñar al Van Gogh artista responde al hecho de que para Heidegger en la modernidad, entregada al olvido del olvido del ser, la experiencia del (“gran”) arte queda en rigor cancelada.] Instaurado en un marco ulterior de reflexión, Heidegger insistirá con denuedo en señalar que el arte es la “puesta en obra de la verdad”. Ya aquí medita sobre el significado de poner. Resumámoslo así: poner no tiene nada que ver aquí con la autoposición de determinado su­jeto, sino, por el contrario, con la propiedad de hacer comparecer al existente y a lo ente ante el des-pliegue del ser. El deslinde va acompañado, era previsible, de un ajuste de cuentas con la metafísica como tal y, en es­pecial, con la moderna metafísica de la subjetividad impulsora de la vo­luntad de dominio tecno-científica.
El desmarque de la metafísica y de sus encadenamientos históricos le permiten a Heidegger preparar el gran salto, el retorno-reinicio a la pregunta por el ser. Si algo ha ido cocinándose en El origen de la obra de arte es el gran salto o retorno al pensamiento primordial con la inten­ción de procurar, en un segundo movimiento, un replanteo de las condiciones requeridas para pensar un recomienzo historial que contrarreste el nihilismo campante. Nudo problemático que explica que la atribución del cuadro de Van Gogh al mundo campesino, y no al mundo de los artistas modernos propiamente dichos, resulte una piedra de toque esencial. Tal mundo encarna la res­puesta premoderna, atenta y acogedora de parte de los campesinos a la “llamada silenciosa de la tierra”. Razones de peso le sobran así a Heidegger para rendir culto al campesino y exaltar su labor arraigada y fundadora e igualmen­te la entrega a una vida sencilla y austera, fiel a las costumbres locales y reacia a las tentaciones provenientes del desarraigo característico de la gran ciudad. Entendamos que el pueblo alemán esencial (“la vieja patria”) se cimenta en aquellos que conservan los usos y costumbres ancestrales, se encuentran arrai­gados a la tierra y resisten el pestilente egocentrismo moderno; ni más ni menos que los campesinos, e incluso el habitante de los bosques (El hombre del bosque), personifican la base de la comunidad auténtica.
No cabe ya duda, para Heidegger los campesinos son un foco de resis­tencia al imperio tecno-científico avasallante, resistencia sin la cual resultaría imposible la custodia de lo hogareño y el agradecimiento a la fecundidad de la madre tierra. Convencido de que los campesinos poseen una sabiduría origi­naria que deja en pañales al conocimiento escolar, abstracto y de segunda mano de los intelectuales universitarios, Heidegger les pide con frecuencia consejos (“¿Por qué permanecemos en provincia?”, marzo 1934).
Valga la anécdota: Heidegger solía dar lecciones de filosofía vestido con traje tirolés y, cuando fue rector, propuso que los estudiantes realizaran la­bores agrícolas ya que pocas cosas son comparables al estimulante contacto con la naturaleza. Anécdotas aparte, en lo que sigue quiero ser puntual. Adver­timos que, de manera similar al nacionalsocialismo oficial, Heidegger exalta al campesino. Pero la similitud puede llevar a engaño. Para el Führer y sus perros guardianes, el campesino encarna el tipo racial germánico elevado a su máxima potencia. Cada vez que se presentaba la oportunidad, el “guía de guías” lo remarcaba de manera imperativa: no existe nacionalsocialismo algu­no que no encuentre sustento en la raíz de la patria esencial, racial e histórica: en la vida del campesino.
La diferencia con Heidegger es evidente: mientras el nacionalsocialismo oficial asienta la matriz de la gran causa en la identidad racial, por ende en la subjetividad, Heidegger piensa al campesino frente al ser como escucha, co­mo alguien que depone la subjetividad en aras de lo originario. Faltaba más: Heidegger no pretende detener el tiempo de la historia. Sucede que el mun­do campesino mantiene en pie, con todas las deformaciones que se quiera, la fidelidad a lo que hoy quiere ser aniquilado, la deuda incondicional con lo primordial. En suma, la voluntad de poder centrada en la hipóstasis de lo ario recibe una rebaja en pro de redimir la cultura del origen, cercana como se en­cuentra al pensar que recuerda y a la ontofanía del ser. Y en rigor, lo que Hei­degger busca es un nuevo inicio que le descubra a los alemanes su misión y destino, del que depende además el destino de Europa y la cultura de Occi­dente. Hora es ya de señalarlo: El origen de la obra de arte debe ser leído, en primera instancia, como un texto político.
Para captar mejor el desmarque de Heidegger del nazismo racial y su propia alternativa, que me atrevo a calificar de revolución conservadora, se requiere reflexionar sobre la segunda parte del texto, “La obra y la verdad”. Ahí nos toparemos con la clave de bóveda de la argumentación sobre el ca­rácter fundador del arte, los términos mundo y Tierra (me permito utilizar ma­yúscula cuando se trata de distinguir la constelación pensante Tierra del concep­to tierra común y corriente). Mundo equivale, para Heidegger, a de­terminado horizonte histórico (historial) de comprensión, en donde se dilucida el destino esencial de una época: lo griego, lo cristiano, lo moderno; lo campesino, lo urbano cosmopolita… Lejos de hacer referencia a la historia em­pírica, positiva o vulgar, resumida en las fechas de los hechos, opiniones o acontecimientos económico-políticos, el concepto de mundo alude a un hori­zonte de acogida de lo que otorga, a un peculiar modo de donación-descubri­miento del ser. Resulta, por tanto, equivocado identificar el mundo con una determinación entitativa objetivable. Por lo demás, que haya mundo es señal inequívoca de que el ser no es algo supratemporal, absoluto, sino lo extraor­dinario que adviene y, a la par que abre lo abierto (luminidad, despejamien­to), permanece en reserva. Un humus, un ámbito de presencia y perduración propios del destino del ser en cuyas entrañas se dirimen los actos humanos esenciales. Lícito es precisar que si bien el mundo alude al ser, quien mun­dea es el hombre y sólo él, ya que la piedra, el vegetal, el animal, carecen de mundo:
Un mundo no es un objeto que se encuentre frente a nosotros y pueda ser contemplado. Un mundo es lo inobjetivo a lo que estamos sometidos mientras las vías del nacimiento y de la muerte, la bendición y la maldición nos mantengan arro­bados en el ser. Donde se toman las decisiones más esenciales de nuestra historia, que nosotros aceptamos o desechamos, que no tenemos en cuenta o que volvemos a replantear, allí, el mundo hace mundo. La piedra carece de mundo. Las plantas y animales tampoco tienen mundo, pero forman parte del velado aflujo de un entorno en el que tienen su lugar. Por el contrario, la campesina tiene un mun­do porque mora en la apertura de lo ente.
Respecto a la Tierra (las mayúsculas me corresponden), Heidegger re­sume así: “La physis ilumina al mismo tiempo aquello sobre y en lo que el ser humano funda su morada. Nosotros lo llamamos la Tierra (…) La Tierra es aquello en donde el surgimiento vuelve a dar acogida a todo lo que surge co­mo tal. En eso que surge, la Tierra se presenta como aquello que acoge (…) La Tierra es lo que hace emerger y da refugio. La Tierra es aquélla no forza­da, infatigable, sin obligación alguna (…) La Tierra sólo se muestra como ella misma, abierta en su claridad, allí donde la preservan y la guardan como ésa esencialmente indescifrable que huye ante cualquier intento de apertura; dicho de otro modo, la Tierra se mantiene constantemente cerrada.” La cita no ofre­ce la mayor duda: la Tierra es lo excesivo que se resiste a todo límite, lo innominable y abierto, aquello que se retrae al manifestarse. Atender el ad­venimiento de la tierra equivale, en consecuencia, a acoger a lo que se abre ante nosotros como lo que guarda reserva. La Tierra se manifiesta allí donde se salvaguarda su carácter inescrutable; en otras palabras, la Tierra guarda la propiedad de exponerse y, a la vez, guardar pertenencia al misterio.
Expuesto el sentido que Heidegger le otorga en el texto comentado a mun­do y Tierra (en obras posteriores habrá variantes), faltaría dilucidar el modo en que ambas constelaciones concurren en la obra de arte. Al respecto, Heide­gger liga el origen de la obra de arte a la propiedad que tiene ésta de propi­ciar la emergencia de la Tierra en determinado claro o mundo. En esencia, origen debe ser entendido como el claro del mundo que instaura el desocul­tamiento de la Tierra, posibilitando de tal suerte el des-pliegue de lo excesivo e innombrable. En lo que adviene, lo que emerge permaneciendo en reserva, ahí reside el origen del arte, en la presencia-ausencia de lo que surge resguardado. Dicho de otra manera: el arte preserva y nos encara con la presen­cia de lo primordial, de aquello que por siempre reside en la zona del silencio. Pero al hacerlo, el arte nos muestra, asimismo, un determinado mundo o —Hei­degger recalca— “el destino de un pueblo histórico”. Tal destino, llegado el caso, reposa en la Tierra (se debe a), pese a que la niegue, cual sucede en la modernidad o época del olvido del olvido del ser.
Para Heidegger, Tierra y mundo se encuentran en lucha perpetua, la Tierra persistiendo en su reserva, el mundo pugnando por autonomizarse y borrar la Tierra. El arte mantiene este conflicto sin negar a los contendien­tes; ése es su mérito, en el entendido que la Tierra encarna lo eternamente resguardado e inasequible por completo al hombre, dada la finitud de éste. Lo patentizado y lo oculto son, en suma, aspectos consustanciales de la ale­theia. Si la iluminación absoluta del ser es imposible, el umbral en donde és­te emerge nos condena a lo indecible. Opacidad insuperable que lejos de negar el conocimiento de lo que es lo posibilita radicalmente o, mejor, lo devuelve a la pertenencia del ser. La obra de arte en cuanto mundo-Tierra muestra en esencia, a cada pueblo histórico, su primordial e intransferible deuda con el ser. Propicia su habitar temporal, su morada, su pertenencia a lo que reúne. Reunir implica que los hombres logren corresponderse unos con otros bajo un horizonte común, o sea, que cohabiten comunitariamente superando en ello la sociabilidad mediada por un sinnúmero de mundos dispersos y fragmen­tados.
Mundo y no mundos, unidad y no dispersión, comunidad y no mero agre­gado de individuos. Creo que hemos tocado el núcleo de la argumentación heideggeriana. Encerrémonos nuevamente en el implacable círculo construi­do por él. Pensar el arte como origen exige reconocer la proveniencia esencial, el arraigo que lo caracteriza y que la estética moderna se ha encargado de aniquilar. Origen es lo que permanece, puede olvidarse, pero está siempre ahí. Reparar en el origen equivale a devolverle al arte su raigambre fundadora o cualidad de sustentar una relación histórico-comunitaria radical. Hablamos de un arte total, orgánico, abierto al cosmos y a lo sagrado. Y tal arte aglutinante existió desde tiempo ha en la arquitectura griega, concretamente en los templos consagrados a sus dioses esenciales. En ello se inspira Heidegger, en el “gran arte”, en donde el artista depone su singularidad para atender el des-pliegue de la Tierra y, ya requerido por éste, propicia el cumplimiento conflictivo Tierra-mundo: “Precisamente en el gran arte, que es del único que estamos tratando aquí, el artista queda reducido a algo indiferente frente a la obra, casi a un simple puente hacia el surgimiento de la obra.”
Era de esperarse, Heidegger encuentra en una Grecia mitificada el inicio u origen último en cuyo seno puede y debe fundarse el reinicio alemán. Mitificada. Aunque desde perspectivas distintas, Heidegger y los nazis comparten la idea de que los alemanes son los herederos legítimos del inicio griego pensado como paradigma insuperable. En cuanto al arte, Heidegger privilegia la arquitectura. La elección dista de ser inocente si se piensa que el nazismo centró el debate del arte en la arquitectura, teniendo en el Führer a uno de los grandes protagonistas. Piénsese que Hitler se mostró siempre ante los suyos, guiado por los consejos de Albert Speer, como el arquitecto del presente-futuro que construye edificios y destinos: “Nunca en la historia alemana se proyectaron, iniciaron y realizaron construcciones tan grandiosas y nobles como en nuestra época.” Dado el titanismo y la desmesura nazi, la nue­va arquitectura padecerá de una melomanía monumentalizada presta a servir a la ritualidad racista purificadora puesta en obra. Lo relevante es que el so­porte teórico que sostiene a la arquitectura acogedora y fundamental es, al igual que sucede en la plástica, “el eterno lenguaje del gran arte” (Goebbels).

La secuencia tripartita que centra el debate de Heidegger con los nazis queda inequívocamente planteada: “el gran arte”, la arquitectura “de carácter colectivo” y el objetivo final coexisten para unificar al pueblo alemán dentro de un destino compartido y sin fisuras. Juntos pero no revueltos. Heidegger forja los términos Tierra y mundo para pone en jaque, precisamente, la subjetividad racial hipostasiada, defendida por el nazismo oficial. Para el pensa­dor, el reinicio poco o nada tiene que ver con el reciclaje de un neoclasicismo de pacotilla y, menos aún, si la empresa echa en olvido a la Tierra en pro de lo urbano, concretado en el levantamiento de megalópolis surgidas de la alian­za de la tecnociencia moderna y la voluntad de poder nacionalsocialista. Por aquí y por allá los arquitectos nazis cubrieron el espacio de proyectos cesáreos construidos con mármoles, acero, cemento y vidrio, con la consecuencia de borrar cualquier rastro de la Tierra. Lejos de reiniciar el inicio se entregaron con frenesí al llamado de lo moderno. Frunciendo el ceño, Heidegger dice ¡no! Hay que dar marcha atrás y procurar en ello el surgir de aquello que perma­nece ahí en reserva, olvidado: la physis. Planteado esto, creo que podemos entender la siguiente parrafada de Heidegger sobre el templo griego:
Un edificio, un templo griego, no copia ninguna imagen. Simplemente está ahí, se alza en medio de un escarpado valle rocoso. El edificio rodea y encierra la figura del dios y dentro de su oculto asilo deja que ésta se proyecte por todo el recinto sagrado a través del abierto peristilo. Gracias al templo, el dios se presenta en el templo. Esta presencia del dios es en sí misma la extensión y la pérdida de lími­tes del recinto como tal recinto sagrado. Pero el templo y su recinto no se pierden flotando en lo indefinido. Por el contrario, la obra-templo es la que articula y reú­ne a su alrededor la unidad de todas esas vías y relaciones en las que nacimiento y muerte, desgracia y dicha, victoria y derrota, permanencia y destrucción, conquis­tan para el ser humano la figura de su destino. La reinante amplitud de estas rela­ciones abiertas es el mundo de este pueblo histórico; sólo a partir de ella vuelve a encontrarse a sí mismo para cumplir su destino.
Allí alzado, el templo reposa sobre su base rocosa. Al reposar sobre la roca, la obra extrae de ella la oscuridad encerrada en su soporte informe y no forzado a nada. Allí alzado, el edificio aguanta firmemente la tormenta que se desencade­na sobre su techo y así es como hace destacar su violencia. El brillo y la luminosi­dad de la piedra, aparentemente una gracia del sol, son los que hacen que se torne patente la luz del día, la amplitud del cielo, la oscuridad de la noche. Su seguro alzarse es el que hace visible el invisible espacio del aire. Lo inamovible de la obra contrasta con las olas marinas y es la serenidad de aquélla la que pone en evidencia la furia de éstas. El árbol y la hierba, el águila y el toro, la serpiente y el grillo sólo adquieren de este modo su figura más destacada y aparecen como aquello que son. Esta aparición y surgimiento mismos y en su totalidad, es lo que los griegos llamaron muy tempranamente physis. Ésta ilumina al mismo tiem­po aquello sobre y en lo que el ser humano funda su morada. Nosotros lo llama­mos Tierra. De lo que dice esta palabra hay que eliminar tanto la representación de una masa material sedimentada en capas como la puramente astronómica, que la ve como un planeta. La Tierra es aquello en donde el surgimiento vuelve a dar acogida a todo lo que sur­ge como tal. En eso que surge, la Tierra se presenta como aquello que acoge.
Brillante parrafada, sin duda. Aunque… si bien considero válido el haber situado el templo griego en el entramado mundo-Tierra, me parece discutible, sin embargo, el que Heidegger haya soslayado el hecho de que, sin negar a la physis, la arquitectura griega, a diferencia de lo oriental y de lo egipcio, ba­sa sus proporciones en la escala humana. Escala encarnada en el templo y a partir de la que, justamente, el hombre coteja su finitud ante la inconmen­sura­bilidad de lo cósmico y de lo sagrado. Ya habrá mejor oportunidad para hacer un análisis pormenorizado de cómo pensaron los griegos la relación entre la es­cala humana y la escala sobre-humana. Sigamos con Heidegger, quien piensa que, para el mundo premoderno, Grecia como ejemplo insuperable, la physis en todas sus manifestaciones y el resplandor de los dioses operan como refe­rente primario y cohesionador de la polis. Mundo entrañado en la Tierra, ahí donde el emerger es preservado en su escondimiento constitutivo y en que los mortales se piensan, en términos inmediatos, como parte intrín­se­ca de la comu­nidad. Cada miembro de la polis (¿y los esclavos?), con mayor razón el artista y el poeta, vive su experiencia finita de manera comunitaria y extática, o sea, nunca se concibe en tanto individuo singular previo a la comunidad y, menos aún, como alguien mediado por fuerzas productivas artificiales y tecno-científicas.
Podemos afirmar —Heidegger quiere demostrarlo— que en Grecia se cumple la reunión compartida de los hombres entre sí y con la naturaleza. Pe­ro ello ocurrió en el pasado, sólo en tal mundo el artista configura un arte im­personal consagrado a la pa­tencia del ser. Así es. Para Heide­gger, lo que alguna vez fue no volverá a ser como tal. Recalca incluso que si bien el gran arte griego opera en el presente como memoria imborra­ble, en sí, en cuanto reserva y re­ferente de un determinado mundo, ha perdido actualidad: “Es el templo, por el mero hecho de alzarse ahí en permanencia, el que da a las cosas su rostro y a los hombres la visión de sí mismos. Esta visión sólo permanece abierta mientras la obra siga siendo obra, mientras el dios no ha­ya huido de ella. Lo mismo le ocurre a la estatua (…) Lo mismo puede de­cirse de la obra hecha con palabras.” Interpretemos así: los alemanes deben dejar de hacer pastiches anacrónicos, u obras de pátina impostada, y antes de entregarse a la vorágine del hacer deben pensar el significado que debe dár­sele a “la crea­ción conservadora”, conservadora de eso, de la aletheia, del conflicto mundo-Tierra. Esta conservación del inicio iluminador que debe poten­ciarse en la Alemania del futuro puesta a la obra del acaecer del ser, arraigada, comprometida con el desocultamiento de lo previo e inconmensurable.
Heidegger construye minuciosamente palabra a palabra, frase a frase, el entramado pensante que pudiera guiarnos más allá del nihilismo propiciado por la modernolatría que viene a consumar la vertiente antropocéntrica de la cultura occidental. Lo hace con denuedo, sin ceder un ápice al enemigo de adentro (nacionalsocialismo de la raza y de la sangre) y de afuera (americanis­mo, sovietismo). Existe igualmente en Heidegger un debate sordo con Hegel. Debate al que quiero dedicar unos párrafos antes de avanzar en el análisis de lo que resta del El origen de la obra de arte. Lo principal: para Hegel la prima­cía del hombre y de su atributo más preciado, el espíritu, respecto a cual­quier ente, queda corroborada a lo largo de todos sus libros. De allí el rebajamien­to que en su obra sufre la naturaleza: “La naturaleza en sí”, identificada con “el ser fuera de sí del espíritu” o “Idea en su ser otro”, no tiene cabida en la aventura de la libertad y del querer. Tal “reino de lo exterior” vale, a lo mucho, cuando su estado en bruto resulta reconfigurado o culturizado por el espí­ri­tu. Naturaleza es para Hegel opacidad, resistencia, ausencia de libertad.
A lo que vamos: la naturaleza o espíritu-fuera de-sí es ajena al territorio del arte: “Pues la belleza artística es la belleza nacida y renacida del espí­ri­tu.” Hegel no cree (tal y como fue propuesto por Hölderlin y los románticos o por Heidegger años después) que el lugar último del arte reside en un fundamento previo a la soberanía del espíritu, cual pudiera ser la physis. So­be­ranía manifiesta en el arte clásico griego: culmen de la adecuación entre Idea y forma sensible, pues dicho arte goza de la virtud de no situar el ser del hom­bre fuera de él, propuesta que pone fin a toda postración ante fuerzas ajenas. Los mitos griegos expresan precisamente la derrota de las fuerzas naturales en estado bruto; un buen ejemplo es la aniquilación de los titanes a manos de los dioses olímpicos. En la religión griega (mitología) el hombre se autodivini­za, y conforme dicha cultura avanza, lo que parecía superior al hombre se re­vela como atributo propio. Triunfo de lo humano patente en la representación sensible-escultórica de su figura, idealizada mediante proporciones equilibra­das con base en la medida de la cabeza, residencia del espíritu.
La medida del hombre es, así, la medida del arte; no tanto del hombre mortal, vulnerable, precario, sino del Hombre con mayúscula, bello e inmor­tal, que celebra su esplendor en las esculturas de Apolo, aunque sin despren­derse todavía del lastre de un elemento natural, pétreo. Hegel tiene igualmente presente que la unidad totalizadora manifiesta en las obras del arte griego (el templo podría representar un buen ejemplo) corresponde a la unidad de la polis (“buscaban su propia libertad en el triunfo del interés general”). Unidad be­llo-formal, plena y equilibrada que, aun y cuando encarna las expectativas artísticas del espíritu del pueblo griego, no cumple todavía con los requisitos de la Idea como tal: el reconocimiento de la subjetividad infinita, autónoma y constituyente capaz de vencer cualquier resistencia que impida la hegemonía del espíritu. Falta que intenta colmar, sin alcanzar nunca las alturas que res­pecto a la autoconciencia del espíritu alcanza la filosofía, el arte romántico, cu­yo comienzo Hegel sitúa a finales de la Edad Media (últimas dos décadas del siglo XIII y principios del XIV), y cuya vigencia se prolonga hasta el siglo XIX.
Al entender de Heidegger (consúltese el epílogo al Origen de la obra de arte), quien habla de arte por Hegel es la metafísica: “La meditación más deta­llada —por haber sido pensada desde la metafísica— que posee el mun­do occi­dental acerca de la esencia del arte, [recae en] las Lecciones sobre Estética de Hegel.” Ya en esto, Heidegger repara en la sentencia de Hegel: “Para noso­tros, el arte ya no es el modo supremo en que la verdad se procura a la existen­cia (…) En lo tocante a su supremo destino, el arte es y perma­nece para nosotros un pasado.” Su comentario al respecto concluye en que Hegel no niega “el nacimiento de muchas y muy novedosas obras de arte y orientaciones artísti­cas. Hegel nunca pretendió negar esa posibilidad. Pero, sin embargo, sigue abierta la pregunta de si el arte sigue siendo todavía un mo­do esencial y ne­cesario en el que acontece la verdad decisiva para nuestro Da­sein histórico o si ya no lo es. Si ya no lo es, aún queda la pregunta por qué esto es así.” Hegel dio en su momento una respuesta: no lo es, pues en el arte el espíritu dista de encontrarse a sus anchas, autónoma y radicalmente, de allí que carezca de la libertad incondicionada que le permita darse fines inmanentes.
A diferencia de Heidegger, Hegel al menos sigue paso a paso la odisea del arte. Pero al encumbrar la filosofía por encima del arte no alcanza a com­prender la profundidad inscrita en el arte mismo en términos del pensar. Par­to aquí del convencimiento de que el arte como tal pone en obra, de un modo más primordial que la filosofía, el entramado que define las relaciones de los hombres entre sí y con la naturaleza. Tan lo creo, que me atrevo a afirmar que en el plano de des-cubrir lo que es desde siempre y aquí y ahora la filosofía om­nicomprensiva, y no el arte, “es asunto del pasado”. Desmiento, en suma, que en el futuro el arte se encuentre “relegado a ser representado” por la filosofía. Una cosa más. Hegel compensa el ya-no del arte actual con la presun­ción de que la filosofía puede dar cuenta de la esencia del arte, e igualmente de lo que ha sido su trayectoria histórica como del lugar que ocupa en la vida del hombre. Recompensa, diría yo, fallida. Fallida, ya que la filosofía de Hegel responde a la comprensión de lo que ha sido desde la vara de medir de lo que debiera ser.
Me explico: la historia aparece ante Hegel como una aventura errante en la cual el espíritu va paso a paso —en ello consiste su astucia— reconocién­dose como tal. Cuando gracias a nuestro filósofo el espíritu se torna autocons­ciente, no le queda más que mirar desde la plenitud del presente hacia lo sido, en lo que me atrevo a calificar de teleología retrospectiva. Teleología que, lejos de situarse en las problemáticas histórico-presentes que pudieran explicar de manera concreta la razón de ser de determinadas vivencias y obras, lo que ha­ce es comprender éstas desde aquello de lo que carecen. Para entendernos, pondré un par de burdos ejemplos sacados de mi cosecha: explicar las creen­cias mágicas de los pueblos primitivos debido a que carecían de las certezas proporcionadas por la ciencia moderna o atribuir los derroteros políticos de la Edad Media a la ausencia de una auténtica comprensión de los alcances del espíritu absoluto e incondicionado, tal y como Hegel lo concibe. El hecho es que los hombres responden a presencias dadas y no a ausencias retrospectivamente impuestas, de allí que el recurso de exportar inteligibilidades ana­crónicas para comprender situaciones históricas determinadas da lugar, en rigor, a un conocimiento impuesto desde un saber que se autopostula como auténtica pauta paradigmática de lo que fue, de lo que es y de lo que será.
El saber del arte que Hegel ofrece en Lecciones sobre Estética tiene mu­cho de lo arriba indicado, o sea, de teleología paradigmática retrospectiva. Con­cluyo con esto: sólo a una filosofía que piense desde el espíritu absoluto la relación entre la Idea y lo sensible en el arte le es dado encumbrar el arte grie­go o be­llo. Tales parámetros que, por lo demás, impiden comprender-valorar des­de sí cualquier otra posibilidad del arte: pensemos en el caso del arte moder­no-contemporáneo. El límite comprensivo proviene, entonces, de la filosofía y no del arte. Pasando a Heidegger, creo que, si bien desde una perspectiva aje­na a Hegel, también él piensa el arte desde afuera, o sea, desde un saber que dic­ta jerarquías y lugares. No es de extrañar que sólo examine obras de arte que, en gran medida, corroboran lo que él pone como condición de gran­deza: te­ner un sustrato ontológico que guarde referencia al advenimiento-des­plie­gue del ser; impersonalidad y comparecencia del Dasein cara al llamado del ser, con la consecuente puesta entre comillas de las vivencias y de los tem­ples de áni­mo de los individuos singulares; servir de iluminación al destino de los pueblos…
Sorprende igualmente el contraste que existe entre la atención desmedida que el pensador dedica al examen del carácter ontológico de lo que de­nomina gran arte, con el desprecio que le merece el arte ¿humanista? Luego veremos esto del arte “humanista”. Y qué decir del desdén manifiesto por Hei­degger respecto al entramado formal de los lenguajes artísticos. Habrá quien considere que, para lo que él se propone, el examen de la morfología poco o nada puede aportar. Pero, ¿las formas del arte son acaso irrelevantes? ¿No estriba en esencia en ellas lo propio del arte? O será que el volver la mirada al ser y el preguntarse por su querencia justifique el que pueda hablarse del “gran” arte sin tomarse la molestia de examinar en profundidad de qué va el asunto. Algo hay de eso. A lo mejor estamos precipitándonos en nuestro jui­cio ya que, en rigor, faltan aún varios eslabones forjados por Heidegger en el texto que nos ocupa. Pensemos, además, que el fuerte de Heidegger es la poesía y que es posible que ahí sí penetre en la cosa desde adentro: conte­nidos, formas, elección de lenguajes. (Continuará)