martes, 14 de diciembre de 2010

Decir casi lo mismo





Angelo Duarte

Umberto Eco, Decir casi lo mismo. Experiencias de traducción, Lumen, México, 2008, 542 p.

Edith Grossman, Why traslation matters, Yale University Press, usa, 2010, 137 p.

En noviembre de 1999, el traductor Mi­chael Henry se reunió con Jean-Marie Le Clézio en la isla de Mauricio. Dieciséis años antes había comprado su novela Le chercheur d’or en el aeropuerto de Niza, y un año después, en Estrasburgo, Voyage à Ro­drigues, que relata el viaje del escritor a esa pequeña isla del océano Índico. El tex­to, además de un relato de viajes es un homenaje al abuelo del autor y, al mismo tiempo, la historia detrás de la novela.
El libro contenía palabras en creole, principalmente de la fauna y la flora nativa, y algunas palabras de la época en que se desarrollaba la historia, pero aparte de eso no ofrecía ninguna dificultad técnica, así que, decidido a traducirla, Michael tele­foneó a Gallimard, la prestigiosa editorial francesa, para preguntar si los derechos de traducción al inglés estaban disponibles. Lo estaban para Inglaterra, aunque los derechos para Norteamérica habían sido vendidos.
Michael se dispuso a traducirla. Sin em­bargo los años fueron pasando sin que el bo­rrador de la traducción rebasara las veinte páginas. En septiembre de 2008, el traductor, impulsado hasta cierto punto por la muerte de su madre, decidió reservar un vuelo a Mauricio y Rodrigues para el mes de octubre de ese año y terminar por fin la traducción. Poco después, inesperadamente, como acontece casi siempre con las de­cisiones de la Academia Sueca, Jean-Marie Le Clézio recibió el Premio Nobel y todo adquirió una urgencia que no había tenido antes.
Cuando terminó la suya, Michael leyó la traducción norteamericana de la novela, ya sin el temor de verse influido por ella. Ha­bía sido titulada The prospector y desde la primera frase, que él se sabía de me­moria (Du plus loin que je me souvienne, j’ai en­tendu la mer), sintió que algo fallaba. El traductor había confun­di­do el verbo écou­ter (escuchar) con enten­dre (oír).
Cuando Michael se reunió con Le Clézio en 1999, le mostró su propia traducción de Le chercheur d’or, quien después de echarle una ojeada le dijo que le gustaría que Atlantic Books, la editorial inglesa, la publicara.
En marzo de 2010, Michael recibió una carta de Anne-Solange, la directora de de­rechos de Gallimard, en la que le decía que, según Jemia, la esposa del escritor, Le Clé­zio no se había decidido aún por alguna de las dos traducciones. Pocos días después, durante la feria del libro de Londres, Mi­chael se topó con el escritor, y éste le reite­ró su decisión: quería que su traducción se publicara en Inglaterra.
Fue, por lo tanto, una sorpresa para él enterarse de que entre los planes de Atlan­tic estaba publicar la traducción norteame­ricana. De inmediato Michael le escribió a Anne-Solange. Le hizo notar, como se lo había hecho notar a Le Clézio, que la traductora norteamericana había traducido mal términos clave, hacía un uso inconsistente de los tiempos, deformaba la sintaxis y destruía la estructura de las frases y la puntuación.
“La traducción es un proceso fino y com­plicado. Su objetivo superior es presentar en otro idioma (el cual tiene sus propios principios y reglas) el mensaje preciso ex­presado por el autor en su propia lengua, el cual es revelado por su elección de pala­bras, su eficaz colocación y su secuencia ar­tística.” Así escribió el sacerdote jesuita Raymond V. Schoder en el prólogo a su The art and challenge of translation.1 Más adelante dice que el logro mayor será pro­ducir una obra tan auténtica, en su intención y expresión, como el original, de modo que haga pensar a los lectores que el au­tor lo había escrito en el nuevo idioma co­mo si fuera su lengua materna.
Es difícil, en principio, estar en desacuer­do con estas palabras, y sin embargo en de­cenas, si no cientos, de libros dedicados a la traducción los desacuerdos comienzan apenas profundiza uno en algún aspecto de este oficio. Por ejemplo, si afirmamos, como lo hace el padre Schoder, que el ob­jetivo de la traducción es presentar en otro idioma el mensaje preciso expresado por el autor, ¿estamos entendiendo de la misma forma el término “preciso”, o incluso el tér­mino “mensaje”? ¿No sería mejor decir que el traductor, a lo más que puede llegar, cuando la traducción es buena, es a presentar casi el mismo mensaje expresa­do por el autor?
Humberto Eco se inclina por esta op­ción en Decir casi lo mismo. La traducción para Eco es una negociación, y en su libro hace un repaso exhaustivo de todos los aspectos de la traducción para fundamen­tar esta elección. Para llegar a ella no re­cu­rre a la teoría de la traducción; recurre a su propia experiencia como traductor, al extenso panorama que le abre su dominio de varios idiomas y, por supuesto, a su si­tuación privilegiada de escritor de éxito cu­yas obras han sido traducidas a decenas de idiomas, varios de los cuales él conoce: inglés, alemán, español, francés, portugués. Él, como pocos, puede comprobar si el tra­ductor está presentando en las lenguas que él domina “el mensaje preciso” que quiso trasmitir en sus novelas. Y resulta que no, no en su caso, ni, muy probablemente, en el de nadie. Eco tuvo que negociar. Los traductores, con las palabras de su propio idioma, con las peculiaridades de una cul­tura ajena, y con él, el autor, y él con sus traductores y, antes, mientras escribía sus obras, con todas las palabras del léxico italiano y con muchas de otros idiomas, entre ellos el latín. Pero aquí cabría ha­cer un paréntesis. En alguna parte leí que la pesadilla del traductor es traducir una obra de un autor que cree que conoce la len­gua de llegada o de destino, lo cual no pare­ce ser el caso —por los idílicos ejemplos que da de su relación con sus traducto­res— de Eco. Y también porque, de algún modo, como dijo Octavio Paz, desde que aprendemos a hablar aprendemos a tradu­cir (esto lo recuerda Edith Grossman en su libro Why translation matter, es decir, a negociar: a elegir los términos para traducir el mundo inanimado que nos rodea al lenguaje de las palabras).
Eco se apoya en la traducción de sus obras (El nombre de la rosa, El pédulo de Foucault) principalmente para ejemplificar los temas que desarrolla en el libro: Del sistema al texto; Reversibilidad y efecto; Significado, interpretación, negociación; Pér­didas y compensaciones; Referencia y sen­tido profundo; Fuentes, desembocaduras, deltas y estuarios; etcétera. En total, catorce capítulos con sus correspondientes apar­ta­dos. También recurre a otras obras: Sylvie, de Gerard de Nerval, sobre todo, pero tam­bién El cementerio marino, de Paul Valéry, El cuervo, de Edgar Alan Poe, y otras más. En estos últimos casos, él mis­mo traduce al italiano las partes que quiere resaltar, las compara con otras traduccio­nes al italiano y con traducciones a otros idiomas. Además explica detenidamente las razones de su elección.
El libro no dice muchas co­sas nuevas. O no dice cosas nuevas. La mis­ma, o casi la mis­ma definición de Eco, por ejemplo, la había empleado Craig Rai­ne: “La traducción es el arte de transigir. Debe ser im­pu­ro en lo teórico y en lo prác­tico.”2 Lo novedoso es la forma en que Eco las aborda, su ejemplificación exhaustiva y el uso simul­táneo y la comparación de los textos en varios idiomas a la vez.
Un aspecto que comparten todos aque­llos que han reflexionado sobre la traduc­ción es la convicción de que el traductor debe mostrar un claro dominio de su pro­pia lengua. “El traductor —dice Craig Rai­ne— debe ser bueno en la lengua que traduce, pero debe ser perfecto en la len­gua a la que traduce.” Y Edith Grossman nos recuerda la respuesta de Gregory Ra­bassa a un reportero cuando éste le pregun­tó si sabía suficiente español para traducir Cien años de soledad. Rabassa le contestó que la pregunta estaba mal planteada: él sabía suficiente inglés para hacerle justicia a esa novela extraordinaria. El traductor, lo confirmamos leyendo a Umberto Eco, no traduce palabras, traduce textos, y de muy poca ayuda serían los diccionarios sin el contexto. Ellos, dice Eco, no traducen, cuan­do mucho dan instrucciones sobre cómo traducir determinado término según el con­texto: “las definiciones conciernen a mu­chos posibles sentidos de un término an­tes de que sea insertado en un contexto”. Por ello la traducción es una negociación. Pero si nos atenemos a lo que dice Paz, esta nego­ciación comienza desde que apren­demos a hablar. V. S. Naipaul dice que “el estilo de la novela, y tal vez de la pro­sa en general, es más que un ordenamien­to de palabras: es un ordenamiento, in­cluso una orquesta­ción, de percepciones, es un asunto de saber dónde ponemos qué”. Esa orquestación que ponemos en juego cuando hablamos la po­nen en juego los traductores cuando traducen. Siem­pre constreñidos por las reglas y la es­tructura de la lengua en la que nos expresamos. De ahí que cuando Michael Henry dice en “Trials of a translator”3 que ya en la primera frase de la traducción nortea­mericana de Le chercheur d’or el traductor confunde oír con escuchar, no nos dice nada en realidad sobre la calidad de la traducción, pues lo que finalmente im­porta es la totalidad de la traducción. A veces, nos dice Eco, hay que sacrificar una cosa por otra, pues lo que im­porta es que las sumas, por así decirlo, del texto fuen­te y del texto de llegada sean iguales.
Dice Edith Grossman, coincidiendo con Eco, que el propósito de los traductores es recrear en la segunda lengua, hasta don­de es posible, todas las características, ex­travagancias, caprichos, y peculiaridades estilísticas del original. Lo que no debe hacer es tratar de mejorar conscientemen­te la obra original. Y, sin embargo, es al­go que ha sucedido en el pasado y seguirá sucediendo tal vez en el futuro. La obra, desde el momento en que es traducida, se convierte en otra cosa, adquiere vida propia, puede morir en la nueva o alcanzar un éxito que el original en su idio­ma nunca obtuvo. Los ejemplos abundan. Un caso bastante llamativo es el de la traduc­ción polaca de En busca del tiempo perdido, de Proust. El traductor se propuso hacer más claro el texto en polaco de lo que era en francés. Su traducción se consideró una obra maestra de la lite­ratura polaca, lo que motivó el chiste de que la obra de Proust podía alcanzar el éxito que no tenía en Francia tan sólo con que fuera traducida nuevamente del polaco.
Edith Grossman, cuya traducción al in­glés del Quijote ha sido considerada una obra maestra del oficio, toca inevitablemen­te algunos temas abordados por Umberto Eco, las dificultades particulares de la tra­ducción de poesía, por ejemplo,4 pero re­cu­rriendo sobre todo a su propia experiencia como traductora al inglés de Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes y otros. También dirige todo el peso de sus argumentos a demostrarle a sus paisanos norte­americanos, aparentemente insensibles a las virtudes de la literatura en otros idio­mas, la importancia de la traducción, no sólo porque sin ella la cultura universal no existiría, sino también porque muchos escritores se nutren de la literatura, mayor­mente traducida, escrita en otras lenguas para desarrollar la propia. Nos recuerda el caso de García Márquez, quien se vio, lo mismo que muchos otros escritores latino­americanos, influido por la obra de Faulk­ner (de quien se decía que era “el mejor escritor latinoamericano en inglés”) y a la vez la influencia que la obra de García Márquez ejerció en incontables escrito­res de lengua inglesa, entre ellos Salman Rushdie.5
Michael Henry, volviendo a Le chercheur d’or, supo por un amigo, el agente Toby Eady, que en Atlantic se creía que su traducción necesitaba algún trabajo de edición, pero que también la traducción norteame­ricana podía resultar aceptable si se hacía el mismo trabajo con ella y que la única sa­lida airosa que vislumbraban era encargar una tercera traducción de Le chercheur d’or completamente nueva.
 
1 Raymond V. Schoder, S. J., The art and challenge of translation, Bolchazy-Carducci Publishers, USA, 1987, 108 p.
2 Craig Raine, “Lenguaje impropio: poe­sía, palabrotas y traducción”, en Crítica, Mé­xico, núm. 110, junio-julio 2005.
3 Un interesante estudio de la posibilidad o imposibilidad de la traducción de poesía puede leerse en Edward F. Stanton, “Vírgenes y promiscuos: lengua, poesía y traducción”, en Crítica, México, núm. 130, enero-febrero, 2009, y también en Udo Kawasser, “Cómo traducir lo intraducible”, Crítica, México, núm. 140, octubre-noviembre, 2010.
4 Michael Henry, “Diary”, en London Re­view of Books, volume 32, number 16, au­gust 2010.
5 Para verificar la influencia que la obra traducida de otros idiomas tuvo sobre la obra de Sergio Pitol (él mismo traductor de ella), véase Alejandro Hermosilla Sánchez, “Ser­gio Pitol: un artista de la traducción”, en Crítica, México, núm. 133, julio-agosto, 2009.

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