miércoles, 25 de mayo de 2011

Carpe diem del caballo de espadas

Ernesto Lumbreras

Apostaría el elíxir de este presente (de verbos prontos a desmentirme) si el ánfora que contiene todos los ríos del mundo no tuviera una grieta (boca floja, pendenciera y sediciosa) que divulga a los cuatro vientos mis amores proscritos con la monja portuguesa.

*

Por supuesto, me regocijo de tanta vileza queriendo asaltar (con lanzas de bambú y catapultas de carroña) las fronteras de este minuto cobarde donde me solazo a mis anchas con las meretrices del fin del mundo. Aunque el Arzobispo de Constantinopla excomulgue esta sed mía de morir y renacer en el deseo de un ojo de tigre, rechazo de por vida mis faenas sonámbulas de limpiar las migas de pan de la mesa de un dios borracho.

*

Y si sobrevivo con un perdigón detrás de los ojos y no me compadezco de amar la penumbra y los desfiladeros, imaginando mi lengua sobre un ombligo lleno de sol. Y si soy hombre muerto (hablo de una muerte pobre, incrédula y virgen) después de enamorarme de mi tiro de gracia en el instante ideal (arengando a una multitud en un campo nudista, por ejemplo), cuando ya una mano enguantada ha echado al aire la moneda de un imperio aniquilado (me aseguran que por tormentas de nieve provenientes del Sur) y dispuesto el sí o el no de mi manifiesto carnal.

Nadie, nadie escapaba

Francisco García González

Bien informado andaba el ángel, Luis Troncoso era el jefe de la planta eléctrica del penal. Lorenzo Peña trabajaba en uno de los talleres de mecánica que se encontraba junto a esta instalación y conocía de vista a Troncoso. El plan era el siguiente: en su primera fase el gordo Peña trataría de acercárse­le y lo pondría al tanto de la existencia de Zaldívar. Si la pista del ángel era buena, el jefe de la planta querría conocerlo y propiciaría una entrevista en la que cada uno mostraría sus cartas. La segunda estaba en dependencia del encuentro y seguro quedaba de pare de la iniciativa de Troncoso. La prohibición casi absoluta que tenían los presos para relacionarse con el personal civil, además de las restricciones de movimiento hacían sumamente difícil la ejecución de todo el plan. Pero la moraleja de relacionarse con los ángeles era la siguiente: si un ángel repara en ti es porque estás bien recomendado.

La oportunidad de que Lorenzo Peña hablara con Troncoso vino de la mano del mismo jefe de la planta. Troncoso necesitaba de un mecánico para dar mantenimiento a uno de los motores de generación de corriente y el suyo estaba enfermo. El responsable del taller transfirió al Gordo por dos días y, sin esperarlo siquiera, Troncoso y Lorenzo Peña se encontraron uno frente al otro. Los guardias seguían, aburridos, el diálogo entre los dos hombres. El jefe de la planta hablaba de ejes, pasadores, cigüeñales, pistones y películas de grasa, pero sus ojos brillaban ajenos a su charla como la imagen misma de la confianza absoluta. En una de las preguntas que el Gordo le hace, el reclu­so introduce una referencia a Dios. La mirada de Troncoso fulgura… los guar­dias no se dan cuenta. Continúa la ex­plicación y la religión se desliza entre piezas de repuesto y demás accesorios. El Gordo cita a hurtadillas un pequeño fragmento de los evangelios (Lucas ii, 3, 15) y el jefe no puede reprimirse y le pregunta al Gordo a qué iglesia pertenece.
—Pertenezco a la Iglesia del Hom­bre en Cristo —dijo el Gordo con voz de conspirador y esgrimiendo un filtro de combustible.
—Entonces, usted conoce al pastor Zaldívar —preguntó el de la planta sin apenas reprimirse la emoción y ob­servando de cerca el filtro.
Le dio varias vueltas al artilugio que se notaba atascado de muerte y luego dijo con cara de entendido:
—Sabíamos que a Nueva Gerona no iba a venir por eso estuve detrás de Zaldívar una semana por todo el país y, cada vez que llegaba a un pueblo, el pastor ya había pasado. Me llevaba un día de ventaja…
Troncoso soltó el filtro y echó ma­no a una minúscula e inservible bujía.
—Oí decir que levantaba inválidos y devolvía los ojos…
—Así mismo —afirmó el Gordo to­mando la bujía entre sus manos. Una mierda de bujía.
—Después me enteré de que la Seguridad del Estado le había echado el guante y regresé a isla de Pinos —susurró Troncoso desenroscando la ta­pa del tanque del combustible. Por suerte el motor Ford todavía funcionaba.
—Estos motores rusos son una mierda —se quejó el Gordo.
—Sí, señor. Motores los que entraban antes. Ahí sí había motor para rato —secundó Troncoso.
—¿Qué sucede con los motores soviéticos, compañeros? —terció el guar­dia que más cerca estaba.
—Qué clase de rendimiento —se defendió el Gordo—. Y casi no consu­men combustible.
—Ah, bueno, yo pensaba —dijo el guardia y fue a pararse al lado del otro, sin dejar de vigilar al mecánico y al jefe de la planta.
Troncoso terminó de explicarle al Gordo en qué consistían las fallas.
—Usted no lo sabe… pero… —dijo el Gordo y dejó la frase en suspenso.
Troncoso anotó algo en una tarjeta y después encaró al mecánico. No hacía falta que preguntara nada, se moría por saber qué iba a decir el Gordo.
—Zaldívar está preso aquí —dijo y le echó una ojeada de cerca a una bomba de combustible. ¿Cómo aquella basura de motor podía trabajar? Era como si cada pieza estuviera construida para ejecutar lo contrario de su función original.
Los ojos de Troncoso fueron una llamada de alegría. No hacía falta que hablaran pero el jefe de la planta y su mecánico ocasional ardían en deseos de echarse al suelo y pasarse la mañana en oración.

Luis Troncoso pertenecía desde antes de la Revolución a la Iglesia Pen­tecostal de Occidente. Luego de las tribulaciones del Gobierno con los religiosos, no visitaba los cultos ni las casas de oración. Sus trances místicos, en los que solía hablar durante horas y horas en lengua (es decir, que de venir un ángel hubieran podido conversar largo y tendido de esto y aquello, en caso de que el aparecido tuviera dificultades con el castellano, porque de todo hay en la viña del Señor), aún eran recordados entre los fieles. En cuanto a su oficio de electricista, lo desempeñaba desde poco después que Batista inaugurara la planta eléctrica del reclusorio. Cuando el cambio de gobierno, las autoridades revolucionarias no encontraron en él nada condenable y fue llamado de nuevo, esta vez para hacerse cargo de la planta. A Troncoso le gustaba su trabajo y aceptó, además confiaba en que aquel desbarajuste durara poco, tanto como los americanos lo permitieran. Ahora ni se acababa el desbarajuste ni llegaban los americanos. Y no es que Troncoso fuera un contrarrevolucionario de armas tomar ni mucho menos, era sencillamente una cuestión de calidad de motores que generaban la energía eléctrica. Por lo demás, alguien tenía que estar en las cárceles, y a Dios lo que es suyo.

Después de intercambiar varios mensajes, fue fijado el día de la en­trevista.
Dado que reclusos y trabajadores civiles no podían intercambiar experiencias así como así, debía aprovecharse el único momento en que ambos bandos se mezclaban: las actividades culturales y los encuentros deportivos. Actividad cultural no había ninguna por esa fecha, pero dentro de una se­mana se celebraría, entre presos y trabajadores, un partido de beisbol en saludo al séptimo aniversario del Plan de Reeducación. Las inscripciones estaban abiertas para integrar los dos equipos rivales. Troncoso y Zaldívar se anotaron en ambas listas. En cuanto a los pormenores de la entrevista, el terreno diría la última palabra.

Por fin llegó el ansiado día.
De un lado del campo, por la parte de tercera, se encontraban los guar­dias y los trabajadores civiles que hacían de hinchas del equipo Leones del Mantenimiento. Y por la línea de primera, la hinchada reclusa que aupaba a los Cachorros del Plan. Nada de contactos que no fueran los de los deportistas durante el juego.
El pequeño estadio resplandecía adornadote de banderas y de carteles que daban vivas al Plan de Reeducación. En medio de las dos fanaticadas, en una especie de tierra de nadie, se encontraba alineada la retreta que, bajo la batuta del maestro Walditrudis, hacía su estreno mundial. ¿Programa? “El him­no patrio”; “Presentación”; “El manicero”; Mambos, del tres al cinco; “La marcha del 26 de Julio”, compuesta decían en el mismo Presidio Modelo y “Llévame al matadero”, un montuno dodecafónico de la inspiración del propio Walditrudis.
La retreta tocó su tema de presentación. Un poco desafinada la percusión pero, para ser presos y aficionados, no estaba tan mal.
Y en medio del tema entraron los dos equipos y formaron uno frente a otro. De gris los Cachorros y de rojo y verde oliva los Leones. Zaldívar y Troncoso se buscaron con los ojos. El pastor dio la espalda y dejó ver su número siete. Tron­coso lo imitó y Zaldívar vio el dos en la parte trasera de la camiseta. Los árbitros discutieron las re­glas con los entre­nado­res de cada equipo y los atletas fueron a sus respectivos dog outs. So­bre el terreno quedaron los regulares de los Leo­nes, novena home club.
Troncoso jamás ha­bía jugado beisbol, pe­ro eso no evitó que lo colocaran en primera base. Al pajarado junto a la almohadilla, Zaldívar su­po que la entrevista tenía que ser allí mismo. El problema estaba en llegar a prime­ra, daba lo mismo que con un hit que con una base por bola que con un pe­lotazo. Hacía más de doce años que el pastor no jugaba pelota. Zaldívar y Troncoso eran una vergüenza para el deporte nacional.
A Zaldívar lo habían honrado con patrullar el jardín derecho y un honroso séptimo turno al bat.
El lanzador de Leones terminó el calentamiento y se escucharon las no­tas del Himno Nacional. La percusión se había compuesto; ahora eran las trom­petas y el ritmo los que hacían aguas. Los peloteros tenían las gorras a la altura del pecho, pero era la peor versión que habían escuchado del Himno.

Por increíble que pareciera, Zaldívar logró embasarse en la segunda en­tra­da. Soltó un metrallazo por el short stop y al inicialista, como era de esperar, se le cayó la pelota. Quieto, decretó el árbitro. Zaldívar quedó varado en pri­mera. Troncoso temblaba de emoción. Los cinco minutos que estuvo el pastor en aquella posición bastaron para que el jefe de la planta se convirtiera en el más fiel seguidor que jamás hubiera tenido. El juego iba dos por cero a favor de los Cachorros. Zaldívar no pasó de la inicial.
Troncoso fue retirado en dos ocasiones por la vía de los strikes. Zaldí­var, en su segunda vez al bat, volvió a llegar donde Troncoso por intermedio de un pelotazo en medio de la espalda. Troncoso tenía un pie en la almoha­dilla y lloraba disimuladamente. Eso debía doler. Y de nuevo fue el verbo. A Zaldívar le dio tiempo de cantar un himno y a Troncoso aprendérselo. El pastor tampoco pisó el home.
Entre inning e inning, la retreta tocaba algo de su repertorio. La entusiasta hinchada de los Cachorros festejaba la victoria gritando desde las improvisadas gradas.
Troncoso fue ponchado de nuevo y los parciales pidieron a gritos que los sustituyesen.
Zaldívar se las arregló para ganar la primera base cuando el juego ya estaba de un solo lado. Del lado de los Cachorros. No obstante ser totalmen­te innecesario, el pastor se deslizó sobre la base. Los cuerpos se enredaron en el polvo y el árbitro aplicó la máxima de que, pisando y pisando, ventaja para el corredor. Zaldívar no esperó más y emplazó a Troncoso. Sólo él po­día ayudarlo a salir del penal. Para su sorpresa, el jefe de la planta le dijo que ya había pensado en eso.
Esta parte del plan era tan sencilla o más que la primera. En el taller de Lorenzo Peña estaría la máquina del médico del reclusorio, un Chevy 52 que cada veinte días el galeno entregaba religiosamente para que le revisaran el motor y los frenos. Si podía llegar hasta allí antes de mediodía, no habría problemas para que él y el Gordo salieran en ella por la puerta principal con ayuda de la propia posta. Era un ritual mecánico que ejecutaban a diario… Una larga conexión del octavo bat hizo que Zaldívar llegara a tercera. El plan quedó trunco y el tercer out lo cedió el propio Zaldívar tratando de regresar a primera.
Finalmente Troncoso logró conectar de hit, mejor dicho Zaldívar hizo lo imposible porque la pelota picara delante de sus narices y lo consiguió impecablemente. La jugada valió otras dos anotaciones. El partido se puso nueve carreras por una. La hinchada festejó el hit de Troncoso.
Fue en el último inning que Troncoso terminó de exponer su plan. Zal­dívar, víctima de otro bolazo, éste lanzado a ochenta millas, arribó a la al­mohadilla. Una vez fuera, llegarían hasta un punto de la carretera de Santa Fe. Allí abandonarían el Chevy 52 del doctor cuando vieran una camioneta Ford cargada de estiércol y, sepultados entre la carga, llegarían a El Júcaro. El chofer se encargaría de presentarlos a la señora Eva Preston. Ella se ocuparía del resto. ¿Y los guardias? Si daba tiempo, en una hora estarían es­condidos en El Júcaro. La máquina del médico y la camioneta: ahí sí había motores. Al otro día él le mandaría un mapa con el recorrido hasta donde es­taría la camioneta en un punto de la carretera de Santa Fe. Sería un mapa tan sencillo como el de La isla del tesoro, bromeó Troncoso.
Esta vez Zaldívar no avanzó de primera y el juego terminó diez anotaciones por una, con victoria para Cachorros del Plan sobre el Leones del Mantenimiento.
Había sido un lindo espectáculo y la fecha de un nuevo compromiso quedó fijada para dentro de quince días.
La retreta despidió el cotejo con “La marcha del 26 de Julio”, que, con­taban, fue escrita y compuesta en el mismo Presidio Modelo.
Desde las circulares los presos “plantados”, como se les llamaba a los que no se acogían al Plan de Reeducación, no dejaban de abuchear y gritar consignas contrarrevolucionarias.

La parte difícil del plan se solucionó de forma muy sencilla. Zaldívar y Wal­dy debían llegar a los talleres a la misma hora. El pastor lo haría llevando una pieza de una de las máquinas y el músico una de las tubas que no afina­ba bien por lo abollada que había quedado después de un accidente.
Zaldívar se paró en la puerta de la tintorería y miró por última vez a Eloy. El otrora héroe fumaba un cigarrillo sentado en el lavadero. Al pastor le pareció que le tenía un cariño especial… ojalá y volvieran a encontrarse en mejor situación.

Mientras esperaban a uno de los mecánicos, vieron al Gordo pasando un pa­ño por la parte delantera de la máquina del doctor. Los guardias estaban re­tirados dentro del taller. Y así como si nada, el Gordo se montó en el Chevy y los otros lo imitaron. Nadie parecía darse cuenta. El Gordo encendió el motor y el ruido y hubo la misma reacción. El Gordo, con toda la sangre fría que le insuflaba la presencia de Zaldívar, apretó el acelerador y se aleja­ron de los talleres. Desde su oficina Troncoso seguía al Chevy que de­sa­parecía por detrás de las circulares.
Zaldívar oraba sentado en el asiento trasero y Waldy, a su lado, temblo­roso, aún llevaba la tuba.

Pasaron por debajo de una de las garitas y el custodio saludó a distan­cia. El doctor lo había curado ha­cía poco de una gonorrea de garabatillo. El Gordo, con toda la san­gre fría del mundo, sacó la mano y respondió el sa­ludo.
El Chevy se aproximaba a la puerta principal. El Gordo, asido al timón, sudaba copiosamente: sal-dre-mos-sal-dre-mos-sal-dre-mos-sal… Si no sincroniza­ba el movimiento, tendría que parar junto a lo guardias. Los labios de Zaldívar: firmes y adelante, hues­tes de la fe, sin temor alguno, que Jesús nos ve… La preocupación de Waldy: lo más ridículo que he hecho en mi vida es tratar de escapar de una cárcel llevándome una tuba abollada…
La posta encima de ellos… Y sería cierto eso de que Jesús los veía, tal vez, pero lo que eran los guardias, nada. Un cabo que se encontraba leyendo un periódico manipuló los botones de la puerta para dejar salir a quien, según sus ojos y costumbre, era el médico del penal. Y el Chevy 52, sin detener la marcha, salió limpiamente, veloz y seguro, bajo las manos del Gordo rumbo a carretera de Santa Fe.
Lorenzo Peña retuvo en sus pupilas la imagen del cabo armado de una relumbrante kalashnikov.
Zaldívar y Waldy se incorporaron en el asiento trasero. El pastor sacó el mapa. Tenía razón Troncoso, el mapa era tan sencillo y exacto como el que poseía Jonh Silver, el pirata de la pata de palo. Entre los dos, ridícula y abollada, estaba la tuba de la retreta.

Así de fácil, menos complicado que en el cine, buenos dramaturgos los án­geles cuando decidían inmiscuirse en los asuntos de abajo.
Tres minutos después de que los prófugos montaran en la camioneta Ford y se sepultaran en el estiércol, llegaba el médico al taller en busca de su auto, modelo Chevy del 52, motor en V, ocho pistones, etcétera.
Las sirenas retumbaron: ¡FUUUGA!
Se había producido una fuga y las autoridades estaban seguras de que sería como tantas veces, cuando algún recalcitrante lograba evadirse. Hom­bres y mujeres informarían de su paso y el cerco se iría cerrando lentamen­te. Al final, el o los evadidos tendrían frente a sí el mar inaccesible, las olas rompiendo a sus pies sobre las negras arenas y los milicianos detrás… Nun­ca escapaban.

La camioneta entró en el pequeño poblado marino de El Júcaro y se estacio­nó frente a un bungalow. Era una de esas casas de madera frescas y espacio­sas típicas de algún lugar de los Estados Unidos que sus ciudadanos habían construido cuando se asentaron en los campos de Isla de Pinos. El chofer se bajó y subió los escalones de madera y tocó el timbre. Zaldívar observaba debajo del estiércol. El hombre estrujaba su gorra de beisbol y se alisaba el cabello; por sus gestos se adivinaba que esperaba a alguien de respeto. Se escucharon unos ladridos dentro de la casa y la puerta se abrió.
Una hermosa pelirroja conversaba con el chofer y hacían señas a la camioneta. Luego la mujer se dirigió hacia un portón que había junto al bun­galow y el chofer de nuevo subió a la camioneta.
A esa hora las autoridades del penal recorrían sus alrededores seguidos de una veintena de milicianos y una inquieta jauría.
La camioneta traspasó el portón y los tres hombres bajaron cubiertos de estiércol y Waldy, apenado, se deshizo de una buena cantidad de deshe­chos acumulada dentro de su instrumento. Y así, con esa facha, fueron presentados a la señora Eva Preston, pelirroja, hermosa entre las bellas.
La Preston rió, seguro que de la mierda, y dijo que los ayudaba porque era cristiana y odiaba la libreta de abastecimiento y porque su amigo Luis Troncoso no hacía otra cosa que hablarle del señor pastor cada vez que la visitaba. Estaba encantada de recibir en su casa al pastor Eliaquim Zaldí­var. Por su parte, Zaldívar elogió su nobleza y valentía al acogerlos y la be­lleza de su nombre, el nombre primigenio. Y religión aparte, los evadidos, que eran hombres sin mujer, sintieron por debajo de la porquería algo más que el rubor instintivo propio de la ocasión. Y, como mansos corderos, siguieron a la americana dentro de la casa.
En una hora los convictos eran otras personas y estaban sentados a la mesa de Eva Preston y, antes de disfrutar de un almuerzo como Dios mandaba, Zaldívar, inspirado, improvisó un pequeño sermón que fue recibido como una bendición caída del cielo. Cuando el pastor terminó, la hermosa Preston lo besó en la frente. Y todos dieron gracias a Dios por proveerlos de los alimentos terrestres.
Eran las tres de la tarde y los perseguidores habían dado con el Chevy del médico y los perros daban vueltas y vueltas en el mismo lugar al parecer extraviados o mareados con el fuerte olor a mierda de vaca que aún quedaba esparcido en el ambiente.

Esa noche pasó una patrulla por el poblado, compuesta de cinco milicianos y dos perros escuálidos. Iban en un Willis del ejército y llevaban cara de pocos amigos: a ningún miliciano le gustaba andar por ahí detrás de nadie a esa hora acompañado de dos perros inútiles y hambrientos.
Zaldívar y sus seguidores estaban a buen recaudo en un cómodo sótano construido por el esposo de la Preston cuando la guerra de Corea. La mujer había dispuesto cada detalle con eficacia y cuidado anglosajones.
A petición de la anfitriona, Zaldívar sermoneó durante un rato acerca de la virtud que une a pueblos de razas diferentes cuando se reconocen en el amor a Jesús. La Preston lloró esta vez… para cerrar la pequeña velada, el Gordo cantó un conmovedor himno de la inspiración de Walditrudis titulado “Ven­ga tu reino, Señor; la fiesta del mundo recrea y nuestra espera y dolor transforma en plena alegría. Aie, eia, ae, ae, ae, la chambelona.” Co­mo el título era un poco largo, Zaldívar lo había rebautizado como “Dios el gozador”.
El Gordo cantaba desafinado que partía el alma, pero le ponía tanto al himno que apenas dejaba escuchar el sonido grave y abollado de la tuba.
Después de los cantos y las oraciones estuvieron conversando hasta tar­de. El Gordo y Waldy cabeceaban abatidos por el sueño y la americana pidió al pastor que subiera con ella porque quería mostrarle algo.
Y ese algo estaba en la habitación de Eva Preston.
La mujer entró en su cuarto y Zal­dívar quedó parado en la puerta. La habitación se abría ante él antojándosele un espacio diabólico, no importa­ba que fuera el lugar de la amorosa Preston. Suspiró tan fuerte que la mu­jer dio la vuelta y le preguntó qué hacía parado en la puerta. Zaldívar pidió per­miso y entró.
La Preston le pidió que se senta­ra junto a ella. El pastor apenas podía controlar su respiración y evitar mi­rar de soslayo el hermoso cuerpo de su an­fitriona. Era imposible que no advir­tiera su turbación. Recorrió con su vista la habitación y reparó en un re­trato mas­culino que había encima de la cómoda. Nunca antes Zaldívar ha­bía visto a na­die tan parecido a Errol Flynn.
—¿Es tu esposo? —le preguntó, y su voz sonó nerviosa y quebrada.
—No, es Errol Flynn —respondió la Preston, muy dueña de la situación—; es mi actor favorito. Estuvo en Nueva Gerona en 55.
Zaldívar resopló a modo de dis­culpa y la mujer abrió un cofre que tenía sobre los muslos y sacó un libro que debía tener como trescientos años. Era una Santa Biblia, propiedad de la familia Preston, que había sido lleva­da a los Estados Unidos por un pa­dre peregrino en el siglo XVII. La mujer puso el libro en manos del pastor. Zal­dívar abrió el libro pero estaba tan nervioso que apenas se dio cuenta de que era el mismo texto sagrado que él conocía, pero en inglés.
—¿Te gusta? —le preguntó, y su cuerpo se acercó peligrosamente al de Zaldívar.
¿Desde cuándo no experimentaba algo tan encantador? Entre los dos abrieron el libro y las manos se rozaron. Hermosas e irrepetibles las manos de la pelirroja. Las páginas pasaban y el pastor no distinguía nada. La Pres­ton puso el índice encima de una enrevesada capitular y Zaldívar admiró su belleza, la del dedo exquisito, en contraste con el papel envejecido, y de pron­to le entró la terrible duda de si estaba de nuevo a prueba. Los mortales ni si­quiera imaginan cómo operan los ángeles. Las manos seguían conspirando entre los pasajes del Antiguo Testamento. Un miedo cerval se apode­ró de Zaldívar: sufría una erección, una soberana y tremebunda erección provocada por aque­lla mujer. Eva tenía que ser. Pero la luz se abrió paso en las tinieblas: era una prueba, no tenía dudas, y él no caería en el error del incauto Adán.
Zaldívar repasó para sí, de memoria, el pasaje de la estancia de Jesús en el desierto luchando a brazo partido contra las tentaciones del Maligno. ¿Cuarenta días de solapada maldad qué significaban comparados a estar jun­to a una mujer que, en definitiva, era parte de un plan que lo trascendía? El resultado no se hizo esperar: la erección se evaporó dentro de la porta­ñuela. Y otra vez dueño de sí retiró el libro de las manos de Eva Preston.
Zaldívar leyó el fragmento en que había pensado y luego tradujo. El corazón de Eva latía disparado.
El pastor bajó el texto y la mujer se tendió sobre la cama. Dejó el libro dentro del cofre y la tomó de las manos haciendo que se pusiera de pie. Los ojos de Eva expresaban todo su amor y ansiedad largamente reprimidos. Zal­dívar la condujo fuera de la habitación. Evita los lugares donde coletea el demonio y de buena te librarás.

Ahora estaban sentados en el comedor. Eva hablaba de la soledad de viuda en que se consumía. Su esposo había desaparecido durante un huracán. Dos días después del meteoro apareció encima de una palma. Nadie sabía cómo logró llegar a semejante altura. Lo habían descubierto las auras y, cuando lo bajaron, mister Preston estaba irreconocible. Sus restos descansaban en el ce­menterio norteamericano de Columbia. Zaldívar pensó, compungido, que ésta era la función que Dios había otorgado a esos animalitos: limpiar los campos de desperdicios. ¿Qué era un americano muerto encima de una palma real?
Zaldívar no sabía qué responder a los mundanos sentimientos de Eva. En todo caso no con palabras de predicador.
—Si te quedaras nunca te encontrarían…
—Sabes que no puedo quedarme, ellos darían conmigo tarde o temprano.
—Tendríamos una linda familia, puedo darte hijos, todavía soy joven.
—Mañana debo estar en el mar.
—Me voy contigo si me lo pides, tú y yo en otro país…
—¿Conoces el significado de la Anunciación? ¿Qué puedes hacer si estás predestinado y eres parte de un plan supremo?
—Sabía qué clase de hombre había debajo del estiércol.
—No está bien que te enamores de mí.
—Eres un hombre maravilloso, mueve un dedo y me tendrás para siempre.
—Tú también eres muy bella… Eso me hace sentir halagado… aunque no mueva nada…

—Isabel —dijo Eva—, se llama Isabel…
—¿Quién es Isabel?
—Isabel es el bote. Isabel te alejará de mí. Los espera en el muelle.
—Estoy… seguro —dijo Zaldívar, que no sabía qué decir—. Pronto co­nocerás a alguien que te hará muy feliz… Eres tan… tan… linda…
Antes de bajar de nuevo al sótano, Eva le pidió que se quedara con la Biblia que una vez había navegado con los padres peregrinos. Zaldívar acarició el libro y le explicó que el salitre podría arruinarlo, además no se sen­tía señalado para privarla de semejante reliquia. La Preston no entendía de excusas.
La madrugada era un enjambre de milicianos.
Nadie, nadie, escapaba.

Al día siguiente los ex-convictos no se movieron del sótano. Un heli­cóptero sobrevoló la zona y varias patrullas habían vuelto a pasar por el case­río. En alta mar unas lanchas rápidas surcaban el horizonte a eso del mediodía. Zal­dívar se ocupó de escribir una larga carta de despedida llena de aliento a Luis Troncoso, en la que mencionaba que uno nunca debe dejarse llevar por las apariencias, pues a pesar de tener un apellido bastante inapropiado había echado el resto por ellos.
Al tercer día las patrullas dejaron de pasar.
Al quinto las lanchas desaparecieron del horizonte.
Por las noches, Eva y el pastor eran protagonistas de largas y profundas charlas. Luego rezaban y la viuda cantaba algo de Nat King Cole. A Zaldívar le parecía mentira que alguien tuviera tanta memoria.
Nadie, nadie, escapaba.

Eva ofició una sencilla ceremonia, algo pagana, para desearles una exitosa travesía, que consistió en la quema de varias libretas de abastecimiento. El papel crepitaba y la viuda dijo que el comunismo era una estafa y que ar­dería asimismo, estaba escrito.
Por fin se echarían a la mar en medio de la noche apacible y estrellada.
La viuda no quiso ir al muelle. “Mañana quizás ames a otro”, se despi­dió Zaldívar, aunque sospechaba que no eran buenas palabras. En veinticuatro horas la Preston conocería en las calles de Nueva Gerona a un ¿hombre? sin­gular si los había.

El timón y el motor de la embarcación eran responsabilidad del Gordo, convertido en patrón y capitán.
Waldy cargaba con la tuba abollada.
El pastor Eliaquim Zaldívar llevaba apretado contra su regazo la Santa Biblia de los padres peregrinos.
Faltaba poco para que los pescadores salieran a alta mar.
La noche se tragó a los improvisados marinos que hicieron proa en la “Isabel” surcando rumbo al sur la inmensa planicie salada.

lunes, 23 de mayo de 2011

Cuatro poemas

Víctor Ortiz Partida


EL PUERTO SERIO

Los colores se apagaron en el puerto. Antiguas casas yacen en la línea costera. Mis hermanos se prostituyen para tener dinero extra en las fiestas del santo. Siguen las enseñanzas de un libro sagrado. Ella suaviza con sus canciones la furia de los extranjeros en el bar. Él navega en el yate del patrón y obtiene el pescado para alimentarme. Juntos, mi hermana y mi hermano, se pasean por el malecón en un convertible modelo 1952. Quieren preservar mi pureza y me ocultan sus verdaderos negocios. Mientras mi santidad se alarga, me contemplo de cuerpo entero en el espejo que la interiorista trajo ayer a nuestro departamento —un escenario de mármol negro, de líneas puras, ideal para la hecatombe que se vislumbra.


RECHAZO EL AMOR

Rechazo el amor. La tierra se abre o se cierra para el agua. Yo soy una zanja por la que fluye el líquido amoroso. Luis XIV construyó un canal estrecho, navegable, en el sur de la nación. Engalanado como él se fue el amor de Elena hacia el mar.


VI UN PUNTO ROJO Y ERA EL INFIERNO

En los vestuarios, vi un punto rojo, luminoso, titilante, comenzó a moverse y lo seguí fascinado. Rápido se fue hacia las regaderas, se perdió en el vapor por un momento y luego apareció en la nalga de Nathan. Malicioso, continuó su viaje hacia los cuerpos macizos de mis otros compañeros de equipo. Se confundió con la tetilla de Rob, se untó en el abdomen de Mark, se deslizó por la pierna de Kevin, se enredó en la pelambre de Danny, hasta que se detuvo en el sexo de John. Todos hombres casados.


SALAMANDRA

Me alertan los fantasmas y los monstruos en el sueño. La salamandra estorba en la cocina. Irisada, enorme, se convierte en esa banca del pasado en la que nos sentamos a disfrutar el incendio del gran puerto: una idea ferviente se iluminó en el horizonte y pronto lo rodeó y ahora lo somete. Surge una pirámide de ceniza al amanecer. Se derrumba al primer movimiento de tus ojos. No parpadees, se podría desvanecer el siglo nuevo.

Las armas

Javier Caravantes

para Antonio

El cuerpo del indigente tirado. La enorme piedra aplastando su cabeza. El rostro de mis amigos al darse cuenta de lo lejos que habíamos llegado. Se­guía recordando. Mi padre, acelerando y señalándome un microbús, me dijo:
—Esa ruta vas a tomar mañana para llegar a tu nueva escuela. La voy a seguir. Fíjate en el recorrido.
El colegio se llamaba Emile Durkheim. Era una escuela particular de pocos alumnos. Eso me había dicho mi papá al elegir en dónde inscribirme para el tercer año de preparatoria. También había decidido que me fuera a vivir con él a su departamento en Puebla. Yo estaba agradecido. No podía con­tinuar viviendo con mi madre en Atlixco. Quería escapar. En mi cabeza no dejaba de ver a aquel señor, tirado, suplicando. Todavía sentía el peso del tubo en las manos. El ruido de los huesos al romperse. La piedra. Necesitaba alejarme de ahí antes de que alguien se enterara de lo que habíamos hecho, tenía miedo. Mi padre me lo propuso, acepté sin dudar. Él claramente me ad­virtió que si no mejoraba mi conducta y mis calificaciones me regresaría a Atlixco. Yo prometí cambiar.
Mi madre recibió la noticia y durante tres semanas escuché chantajes. Ahí iba el hijo mayor a vivir a la casa de su padre, a ver si él lo corregía.
—En la esquina voy a dar vuelta a la derecha, aquí te bajas mañana del camión, sólo son tres cuadras hasta la escuela —continuó con las indicaciones.
La prepa era una casa pe­queña, distinguida sólo con el nombre de la escuela sobre una lona blanca. Bajé y mi padre aceleró rápido, apenas con un adiós que alcancé a leer de sus labios en el retrovisor.
En las oficinas una secre­taria me atendió, dijo:
—Bienvenido. Ése es tu sa­lón —y señaló detrás de mí.
Era un cuarto pequeño con una mesa cuadrada, seis sillas y un pizarrón. Fui el pri­mero en llegar. En quince mi­nutos entraron dos chavos, uno de mi edad, del que pensé po­dría ser amigo; el otro era un rubio alto de cabello largo, ti­po vocalista de banda de rock. Entró el director. Con voz muy grave explicó que la preparatoria mantenía un sistema didáctico diferente. Aceptaban a pocos alumnos; de esta manera lograban clases personalizadas. Se realizaban exámenes cada quince días y de inme­diato las calificaciones eran enviadas por internet a nuestros tutores. Tocaron a la puerta. Eran tres tipos. El director les repitió el mismo discurso. Nos informó que en unos minutos llegaría la maestra y se fue dejando un silencio incómodo.
En las clases tenías que poner atención, los maestros estaban demasiado cerca y al pendiente. Me gustó su amabilidad: “¿Se entiende? ¿Alguna duda? ¿Está claro?” Mis compañeros no se hablaban entre ellos; sólo los tres que llegaron juntos intercambiaban unos papelitos y se reían de mane­ra burlona. Casi ni los miré.
De regreso, caminé el mismo trayecto hasta el bulevard. Abordé el camión, iba lleno y con música horrible a todo volumen, pero daba igual. Yo no dejaba de mirar mi sonrisa en el reflejo de las sucias ventanas. No estaba dispuesto a desaprovechar la última oportunidad. Sólo tenía que sa­car más de ocho y tener aceptable conducta, ni siquiera era tanto. Estaba seguro de que en Atlixco, junto a mis amigos, había dejado lo malo.
En la comida, mi padre me interrogó sobre la escuela. Se puso feliz. Le dije que me había gustado. Entré a la nueva recámara. Saqué algunas libretas de la mochila. En cuarenta minutos terminé la tarea. Esperaba an­sioso las clases, los trabajos y los exámenes: las buenas calificaciones. Por fin olvidarme de lo que había hecho. Cambiar. Demostrar que podía ser una buena persona.
Al otro día, en el receso, me animé a salir. Raúl, el tipo parecido a mí y Claudio, el de cabello largo, estaban sentados en la banqueta. Al verlos me acerqué. Me invitaron a que camináramos hasta una tienda que estaba en la otra esquina. Hablaron de los otros tres tipos que eran nuestros compañeros: se llamaban Cristian, Héctor y Luis. Me contaron que los papelitos que se pasaban y demás palabras que se decían casi al oído eran comentarios despectivos hacia nosotros. Se notaban preocupados, casi con miedo. Hablamos de las ventajas de la preparatoria en comparación con las anterio­res de las cuales veníamos. Éramos parecidos. Ellos también habían repro­bado y ahora estaban entusiasmados con esta escuela. Caminamos al lado de la que yo creía que era una bodega. Conforme avanzamos, descubrí que era una enorme escuela, rodeada de muchos coches estacionados. Raúl y Clau­dio me dijeron que nuestros compañeros y muchos alumnos de la escuela eran tipos que habían sido expulsados de ese colegio, el más caro de la ciudad. Llegamos a la tienda; estaban ellos. Los tres, al vernos, comenzaron a reírse e intercambiar palabras que yo no escuchaba. Al observarlos en esa actitud, también me dio miedo que la escuela se complicara.
En la clase de lengua extranjera, Raúl, a petición del profesor, leyó el fragmento de un libro y los otros tipos se burlaron ya abiertamente de su acento. Se lo quitaron y cada uno leyó en un perfecto inglés británico. El jo­ven profesor no hizo nada. Ellos comenzaron a ridiculizar, también en inglés, nuestro aspecto físico. Me sorprendió la seguridad con que agredían. Hasta el maestro se puso nervioso. Decidió terminar la clase. Ellos también se le­vantaron. Antes de salir, él más alto, Cristian, advirtió:
—Agarren confianza, esto se va a poner divertido —y salió azotando la puerta.
Claudio nos dijo:
—Acusarlos en la Dirección no va servir de nada. Tal vez los regañen pero a ellos les vale madre. Si no les importó que los corrieran del colegio donde iban, el director no puede expulsar a tres tipos de un salón donde hay seis. Acusarlos sólo va a dar más motivos para que nos chinguen.
—Pensé que no iba a haber pendejos así en la escuela —lamentó Raúl.
—Cabrón, estamos atrás de ese pinche colegio de mierda —contestó Claudio.
—Si tú lo sabías, ¿por qué te metiste aquí?
—Está cerca de mi casa. Además revisé la lista de inscritos el último día, sólo estaban ustedes. Yo fui a ese colegio un año, el peor de mi vida. Conozco los apellidos de los güeyes de ahí, siempre son los mismos. Me aseguré de no encontrarme con alguno pero ves cómo llegaron al último. ¡Puta, qué pinche mala suerte!
Al ver a Claudio quejarse así, con sus ojos verdes y melena rubia, en­tendí el nerviosismo de Raúl, que casi lloraba. Preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
—Pues nada, cabrón, aguantarte, si quieres pónteles pendejo, a ver có­mo te va, o de plano perder el año —le contestó Claudio.
—No puedo, ya reprobé.
—Ni yo, cabrón, así que aguantamos.
Estaba sentado en los últimos lugares del camión, apretaba con furia mi cabeza. Mentalmente me repetía que no podía hacer algo. Nada de madreár­melos, ni siquiera responderles con palabras. Me daba miedo de que algo se complicara y terminara arruinándolo todo como siempre.
Conforme transcurrió la semana sus ofensas se acentuaron. Al cuarto día los enfrenté. No pude controlarme. Se quedaron callados con la burla que le solté a uno de ellos, pero en el receso se acercó a mí de manera tranquila y me dijo que yo sí le caía bien, que fuéramos a comer. Me pasó el brazo derecho por el hombro mientras caminábamos, como si realmente fuéramos amigos. Aunque yo estaba alerta, no reaccioné a tiempo, el puño derecho se hundió en mi cuello y advirtió: otra burla me iba a costar una golpiza. Cruzó la esquina para alcanzar a sus amigos, que reían a carcajadas, mientras yo frenaba las ganas que tenía de levantarme y romperle su madre. Miraba fijo al suelo recordando el cuerpo tirado, el tubo, la pie­dra. Logré tranquilizarme.
En los siguientes días im­provisaron otra forma de moles­tarnos en clase. Como si fueran niños de primaria, empapaban bolitas de papel con saliva y las arrojaban sobre nuestros rostros. Raúl y Claudio se habían vuelto más amigos, juntos sopor­taban las agresiones casi sin inmu­tarse, a mí me costaba trabajo. La primera vez que aventaron una de esas bolitas los amenacé: “Se los va a cargar la chingada.” Las carcajadas estallaron otra vez. Provocándome, me decían: “Levántate, a ver si eres tan cabrón.” Con las manos sujeté lo más fuerte que pude mis rodillas para que no realizaran nin­gún impulso, debía controlarme. La lluvia de papelitos con saliva duró toda la sesión.
Las veces en que era insoportable poner atención a lo que algún maestro decía mirando al pizarrón y sin vernos (ellos también tenían fórmulas para no comprometerse con lo que pasaba), me salía al baño. Cerraba la puerta con seguro y no encendía la luz, adivinaba mi expresión contra el espejo, respiraba sin dejar de pensar que lo único importante era seguir es­tudiando. Me duró cuatro veces; a la quinta, al abrir la puerta, ahí estaba uno esperando para arrojarme una manzana.
Días después, sin darme cuenta, coloqué mi mano derecha junto a mi rostro: creaba una muralla que impedía el paso de sus insultos y de mane­ra física cubría algunos de los objetos que me arrojaban.
Ellos se dieron cuenta de que no me molestaban sus palabras y aumentaron el rigor de cada ofensa; es más, no les dijeron nada a los otros dos, se dedicaron a agredirme sólo a mí. En uno de los recesos salimos a la tienda, yo caminaba al último. Casi llegando a la esquina, iban Claudio y Raúl y treinta metros atrás los otros tres platicando. Miraba sus espaldas con ira. Los primeros exámenes empezaban la próxima semana; aunque había cum­plido con todas las tareas de cada materia, no había entendido las últimas clases. Necesitaba subir mi promedio para ingresar a la universidad; sólo podía hacerlo si las notas que obtuviera fuesen casi excelentes. Yo nunca había alcanzado ese tipo de calificaciones. Uno de ellos dijo algo a sus amigos y comenzó a correr hasta llegar a Claudio y Raúl, que esperaban el rojo del semáforo para cruzar la calle. Con el impulso de su carrera, más el de su brazo, le pegó con la palma de la mano en la nuca a Raúl. Hasta donde yo estaba se oyó un chasquido duro, hueco. Raúl se agachó, con las manos se cubrió la nuca. Claudio, a su lado, no hacía nada por defenderlo, y Luis, el que le había pegado, se reía mirando a sus amigos que le respondían con el mismo gesto.
Llegó el fin de semana y mi padre permitió que fuera a Atlixco. Mi ma­dre ya estaba más tranquila. Cenamos, al terminar cada quien se fue a su habitación. Esperé que pasaran dos horas, abrí el balcón, me colgué de él para soltarme y caer sin hacer ruido. Anduve ocho cuadras hasta llegar al bar donde mis amigos se reunían, tenía ganas de verlos. Los encontré repartidos entre una mesa de billar y enfrente de una tele donde pasaban la repetición de algún partido. Saludos, abrazos, preguntas. “Me va bien”, res­pondí mientras me actualizaban de lo chido que se la pasaban esos días y de todo lo que habían hecho. De los seis ya sólo estudiaban dos. Cervezas, cervezas y más cervezas el resto de la noche hasta que, ya entrado en confianza y con la necesidad de ser comprendido por casi iguales, les relaté lo que en verdad pasaba: “Tengo ganas de que me vaya bien, pero hay algo que lo está impidiendo.”
Félix me fue a dejar. Antes de que bajara de su coche, dijo: “Tu pro­blema se arregla de volada; es tan fácil como sacar un ojo. Nada más llamas o nos mandas un mensaje; nosotros vamos.” Se lo agradecí.
El domingo regresé a Puebla. Estudié para el examen de Química, que junto al de Física y Estadística era de los más difíciles.
El maestro repartió el examen y salió. Yo había estudiado muy bien; en media hora lo resolví. Fui a buscar al profesor. Uno de ellos me arrebató el examen: “Cálmate o lo rompemos.” Cerré con fuerza los puños; ya estaba dispuesto a golpearlo: vi la cara de miedo que él ponía, de terror, igualita a la del indigente cuando lo comenzamos a molestar. Eso me hizo sacudir las manos. Me di vuelta, dejé caer mi cuerpo sobre una silla. Ellos lo copiaron completamente. El cuerpo me temblaba. Al final lo aventaron al piso y fue­ron a entregar los suyos. Tardé en levantarlo. Se lo di al profesor, le conté lo que había pasado. “¿Qué, los repruebo a los cuatro?”, contestó irónico. Fui a la tienda: compré una botella de ron. Era la primera vez que lo hacía en Puebla, le di varios tragos hasta que regresé al salón. Ellos ya estaban ahí, me dijeron: “Oye, ya nos caíste bien. Te invitamos a una fiesta, va a es­tar chida.” Tomé mi mochila rápido. Salí huyendo antes de que no pudiera aguantarme.
En la noche, al querer estudiar para los dos exámenes del día siguien­te, me di cuenta: las dos libretas de esas materias no estaban. Física y Es­tadística. No pude dormir.
Me presenté a los exámenes. Los resolví como pude, escuchando a cada momento las risas burlonas de los tres. Ellos terminaron primero. Cuan­do salí, ya me esperaban en la esquina. Al verlos me detuve. De una de sus mochilas sacaron mis libretas. Con el fuego de un encendedor las intentaron quemar. Se dieron por satisfechos con la mitad de cada una y se fueron en sus coches.
No caminé hasta la parada del camión; descansé en una banca del parque que estaba de paso. Agaché mi cabeza sobre las piernas. Cerré los ojos. Imaginé escenarios distintos para mi vida estando en Atlixco, allá con mis ami­gos, en el mismo bar. Matando a otra persona y tomándolo como un accidente. Por culpa de tres pendejos no iba a desperdiciar mi oportunidad. No tardé en buscar alguna solución. La encontré rápido, ya la tenía: la asumí. Fui a la parada de camiones y tomé uno hacia la terminal, donde salen los autobuses a Atlixco.


Excusé la tardanza diciéndole a mi padre que había ido a estudiar con un compañero.
Al día siguiente tocaba un examen fácil; estudié poco tiempo. El resto de la tarde estuve ansioso, ni en las hojas de los libros me podía esconder. Empecé a dudar si lo que había hecho era lo correcto, tal vez no, y sólo me acarrearía mayores problemas. Tenía miedo, qué tal si las cosas se salían de control. Había muchas posibilidades de imaginar a mis amigos excediéndo­se. No logré dormir.
El camino se hizo rapidísimo y, justo cuando me bajaba del camión, vi claramente el coche viejo de uno de mis amigos de Atlixco que venía rumbo de la escuela. Conducía rápido. Di algunos pasos más. Me llegó un mensaje al teléfono: “Ya está hecho.”
Tampoco pude caminar hasta la prepa. Me quedé sentado en el parque, la misma banca. Estaba paralizado. Intenté prender un cigarro pero el cuerpo no me respondió, sentía escalofríos. El teléfono sonó, apenas pude sa­carlo de mi bolsa. Dudé en contestar: era mi padre. Logré apretar el botón y dijo: “Hace rato recibí las calificaciones de la escuela. Felicidades. Llevas puro nueve y diez.” En ese momento escuché la sirena de una ambulancia que venía también de la escuela. El coche del director la seguía. Sólo hasta escuchar las palabras de mi padre me sentí con fuerzas para levantarme de la banca.

Dos poemas

Ángel Ortuño


AVENTURAS DE UNA NEGRA EN BUSCA DE DIOS

Cada uno de los hombres
que ha golpeado

Incluso
el más pequeño o sobre todo él

es como estar más cerca.

Sabe que Dios la huele
y se esconde.           Su miedo
se asemeja a un gran árbol sin hojas

pero nadie diría
con las ramas desnudas
porque ella es feroz cuando está así.



RADIO REDENCIÓN

A veces
cometemos errores y alguien muere

¿A eso
le llamas
lastimar? La pequeña
niñita que perdió sus corderos podría hacerlo mejor.

¿Es acaso
correcto que nadie abra la boca
y no te atrevas
a comer más azúcar porque así se construyen las casas de las brujas
o se cortan
trajes de emperadores cuando no entiendes nada?

Tendrías que estar aullando pero la cantidad
de veneno
resultó insuficiente

además

era cianuro y siempre pesa
el recuerdo de los campos de exterminio.

¿Te parece bonito? Su venta y uso
están estrictamente regulados por la ley.
Tenemos diferencias
en cuanto a la naturaleza de la expiación.

Si Dios existe
caminaré al infierno para exigir que me devuelvan mi dinero.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Nativos excéntricos: la subversión de la nacionalidad

Idalia Morejón Arnaiz
(Fragmentos)


Si bien la literatura cubana de los últimos cincuenta años cuenta con un vasto expediente de historias de arraigo y desarraigo producidas fundamentalmen­te desde el exilio en los Estados Unidos, el nuevo orden mundial ha estimulado la movilidad de los escritores cubanos por otros territorios, como los antiguos países comunistas del Este europeo y Asia.
Desde Cuba, el Estado, que ha usurpado la nacionalidad y la ha transformado en un valor irreductible a las fronteras, interfiere más allá de esas fronteras con el objetivo de debilitar una literatura que no cultiva el arraigo y la continuidad local. Esto le permite cuestionar la noción de autenticidad de esta literatura creada fuera del territorio nacional, por tanto le niega una participación compleja en su historia que, a pesar de los obstáculos, no sólo ha sido interactiva sino además persistente. El Estado invoca la idea de patria y la utiliza como mecanismo de control para garantizar la separación entre lo que se escribe dentro y fuera del país. En el adentro se afirman la permanencia y la pureza, que deben remarcar constantemente su territorio contra las fuerzas históricas de movimiento y contaminación que, llegando del exterior, son obligadas a “pagar peaje en la frontera”.1 Sin embargo, como en Cuba la frontera es el mar, el protagonismo que los bordes adquieren en otras geografías al constituirse en zonas de contacto, por los cubanos sólo puede ser ejercido en el interior de otros países, lo que complejiza aún más la ex­presión de la identidad. Ellos representan una nueva articulación de la diáspora, entendida como subversión potencial de la nacionalidad, como modo de mantener conexiones con más de un lugar, al tiempo que practican formas no absolutistas de ciudadanía.
Interesa aquí mencionar a dos autores, ambos nacidos en los años posteriores a 1959, cuando triunfa la Revolución cubana: José Manuel Prie­to (1962) y Carlos A. Aguilera (1970), y sus libros, respectivamente, Enci­clo­pedia de una vida en Rusia (2004), Livadia. Mariposas nocturnas del im­perio ruso (1999) y Teoría del alma china (2006). Ambos responden a prác­ticas de desplazamiento diferentes una de otra, pero tienen en común el hecho de no ser extensiones o transferencias culturales, sino un núcleo constitutivo de significado cultural: no reclaman la pertenencia a un país o la participación civil en los marcos de la nacionalidad desde una postura de ex­tranjeros, puesto que continúan siendo “nativos”. Sin embargo, ¿cómo probar su identidad con la lengua y la literatura de su país de origen, si a partir de determinado momento se encuentran permanentemente fuera de él? Para tratar de responder a esta pregunta, me propongo analizar algunos aspectos que tornan estas obras representativas del debate literario sobre nacionalismo, posnacionalismo y otredad: los lazos que estos libros postulan con las for­mas tradicionales de representación de la realidad en la literatura cubana; los modos exóticos de manifestación del poder político y/o económico; la pa­rodia de los clichés del orientalismo y la figura del emigrante como exótica.
En la actualidad, los libros de José Manuel Prieto se han convertido en paradigma de descentramiento territorial para la literatura cubana. Su eje no sólo gira en torno a la antigua Unión Soviética y la Rusia actual, sino, de modo más específico, en torno a lo ruso, si entendemos esta expresión como una forma de “viaje educativo” (Bildungsreise).2 En su literatura podemos observar cómo los objetivos del viaje educativo, además de cumplirse, se desdoblan en la ficción, separándolo definitivamente de su primer campo de actuación profesional. Este viaje educativo comprende la interrelación entre la enseñanza académica y la vida cotidiana en un país extranjero, en una lengua extranjera. El autor aprende a convivir en ese medio; reflexiona sobre la relación entre nativo y extranjero, al tiempo que se convierte en agente de cambio de mentalidad hacia la problemática de la identidad; cono­ce distintos ambientes mediante la interpretación de las variables culturales, socioeconómicas y geográficas; conoce espacios urbanos y rurales absolutamente diferentes a los de su lugar de origen; practica nuevas formas de su­pervivencia; participa en formas no convencionales de turismo; comprende las dificultades que se presentan en la organización de un nuevo tipo de vi­da; y, finalmente, accede a una forma de solidaridad que consiste en tomar parte dentro de una nueva comunidad.
En principio, su viaje tiene objetivos pedagógicos y didácticos, puesto que Prieto viaja a Rusia para estudiar Ingeniería en Siberia. Durante la épo­ca de la Perestroika vivió en San Petersburgo. Es decir, su estancia soviético-rusa, entre los años ochenta y noventa, coincide con la transición del totalitarismo de Estado a la democracia en los países de Europa del Este. Posteriormente residió en México (1995-2005), donde escribió Livadia, y des­de 2006 vive en Nueva York. Este itinerario constituye el principal factor que lo ha llevado a localizar sus cuentos, crónicas y novelas en torno al viaje y a otra cultura. Livadia, su segunda novela, fue publicada en Barcelona y ya ha sido traducida a siete lenguas. También ha sido recibida como una joya por los críticos literarios de importantes publicaciones legitimadoras del mercado editorial internacional, como The New York Times y The New York Review of Books, entre otros, por la manera en que crea una red de referen­cias sobre la literatura mundial, por la fina labor de crear texturas narrativas en las que rinde homenaje a Vladimir Nabokov, y principalmente por la trama, que refleja la Rusia posterior a la soviética.
En el centro del argumento de esta novela hay un contrabandista que aguarda en Livadia, la antigua residencia de verano del zar Nicolás II, las cartas que va enviando V., la mujer a quien ayudó a huir de un prostíbulo en Estambul. En ese retiro, J. aprovecha para reflexionar sobre su participa­ción en una extraña aventura: desde que un entomólogo sueco le encomienda la búsqueda de un raro ejemplar de mariposa, la yazikus, hasta la inespera­da desaparición de su corresponsal femenina que, una vez a salvo, lo abandona para regresar a su Siberia natal. Estos recuerdos y reflexiones sobre la manera en que J. llega a Estambul, se enamora de V. y la ayuda a escapar están contados en un largo borrador dividido en siete partes, que al final de la novela J. quema, para de nuevo comenzar a escribir toda la historia en una carta que dirigirá a V. Estamos frente a una novela itinerante que tiene lugar en tres ciudades: Estocolmo, San Petersburgo y Estambul, y que trata de recuperar la tradición epistolar del siglo XVIII, generosamente comentada y citada en la novela. Prieto utiliza ese género para estructurar la narración, adentrándonos, a través de los lugares desde los que las cartas son escritas, en otros viajes por territorios como Helsinki, Praga y Moscú.

Así, el hecho de que su obra sea considerada doblemente descentrada dentro de la literatura cubana está relacionado a su subjetividad, a su formación y experiencia de vida prolongadas en un contexto completamente distanciado de su país natal, el cual, por si fuera poco, no constituye una marca referencial ostensible dentro de su obra. En su reseña de Livadia, Rafael Rojas concede a Prieto la primacía, dentro de la literatura latinoame­ricana, de ser el primer escritor “que narra ficciones rusas”, al tiempo de ser el único autor cubano que “se empeña en no escribir una sola novela sobre Cuba”.3 Es cierto, como trata de mostrar Rojas en otro texto sobre diáspora y literatura, que en la literatura cubana desde mediados de los ochen­ta hasta el presente, especialmente en la diáspora, existen fuertes indicios de una ciudadanía posnacional: se trata de un núcleo de autores que rechaza la idea de exilio por la ma­nera en que este término se encuentra conectado a la nos­talgia, al regreso a la nación como lugar de origen y de re­cuperación identitaria. Así, el narrador protagonista de Liva­dia dice: “Yo no era una divi­nidad. Tampoco era un exiliado, no me gustaba esta palabra (pre­fiero una anterior a 1917 e in­cluso a 1789). Era tan sólo un viajero. Pero la condición del viajero emula la de la divinidad, que está en todas partes. Entonces, lo que es cierto pa­ra un cuerpo divino lo es tam­bién para un viajero.”

[...]
 
Carlos A. Aguilera, autor de Teoría del alma china, también reseñó la novela de Prieto, defendiendo en ella la presencia de un mundo donde “lo íntimo deviene público, lo ontológico descentramiento”: “los escritores cubanos participan de un error: el de confundir lugar-donde-escriben con literatura, arcadia con creación, como si una determinada geografía fuera a otorgarle el boleto a la posteridad —haciendo legible lo que no es más que mala prosa— o la invención de un mito fuera a sacarlos del horror donde viven.”4

Vale resaltar que Aguilera y Prieto coinciden literariamente en el espacio de la revista Diáspora(s),5 un tipo de publicación que en los países comunistas del Este europeo se dio a conocer con el término samizdat (edición por cuenta propia, al margen de la legalidad). Ambos autores se encuentran entre los fundadores de dicha revista. El objetivo fundamental de Diáspora(s) consistió en marcar una diferencia entre lugares comunes como la identidad nacional, lo que el grupo denominó “fundamentalismo origenista”, y el ca­non de “lo cubano” como medida de todas las cosas. Para el poder totalitario es conveniente que todo signifique una sola cosa; para Diáspora(s), la significación es una bifurcación que niega el poder, ya que este último se po­siciona como aquel que detenta la palabra. La pluralidad de poéticas es la marca registrada de esta publicación, cuyo título indica la proyección transcultural de sus autores y mantiene la cohesión de su diversidad de escrituras, justamente en el pensamiento contra el nacionalismo cubano. Así, en su reseña, Aguilera lee Livadia a partir de un discurso común a todos los miem­bros de Diáspora(s): el descentramiento del canon literario nacional.
Como Enciclopedia de una vida en Rusia y Livadia, Teoría del alma china, de Carlos A. Aguilera, también acusa indicios de posnacionalismo. Su trama se encuentra localizada en China, un estado igualmente totalitario, por tanto la referencia al Estado-nación es geográficamente diferente, pero al mismo tiempo equivalente. La forma de representación de Teoría del al­ma china la coloca en un proyecto de escritura mucho más cercano a la obra del cubano Virgilio Piñera, mientras que Prieto busca su identidad escrituraria en la obra de Vladimir Nabokov. En Teoría del alma china, la presen­cia de un discurso político y la parodia de los estereotipos de la otredad son llevadas ad absurdum. Su escritura definitiva y su publicación en libro fueron posibles una vez que Aguilera consiguió salir de Cuba en 2002 gracias a las gestiones del escritor alemán-palestino Said, presidente del PEN Club de Alemania, el primer punto de un largo itinerario por ciudades de ese país, además de Austria, Croacia y otros países del Este europeo.
A diferencia de los vaivenes de Prieto, la salida definitiva de Cuba pa­ra Aguilera fue precipitada, lo cual no le permitió amenizar el tránsito de la aculturación a la transculturación que es posible cuando se habla la lengua del otro. El desconocimiento de la lengua alemana, la sensación de ridiculez que siente en los primeros momentos, tornan la comunicación difícil; sus ras­gos físicos, que en Europa lo acercan más a un turco que a un caribeño, cons­tituyen motivo de distanciamiento y trauma social. Siente el exotismo del Otro como un síntoma de xenofobia y racismo, tan propio de los nacionalismos.
Debido a que el primer borrador de Teoría del alma china fue escrito en Cuba, es fácil detectar que las estrategias narrativas de representación de la otredad apelan a otro modo de descentramiento, marcado profundamente por la metáfora, por la ironía y por la mentira. No puedo dejar de mencio­nar que Tanya N. Weimer concluye su libro sobre la diáspora cubana en México reconociendo que la teoría del tercer espacio (Edward Soja), que le sirve para sostener su tesis del doble descentramiento de la novela de Prie­to, puede ser aplicada, inclusive, dentro de los espacios céntricos (en este caso Cuba). Así, Teoría del alma china, independientemente del lugar donde su autor comienza a escribirla (Cuba), donde la termina (Austria), o donde la pu­blica (México, Croacia, Alemania, República Checa), es un libro marcado por su lugar de origen: el insilio cubano de un intelectual que aplica cínicamen­te los códigos y juegos de silencio para criticar al totalitarismo de Estado y zafarse de la aplicación de los discursos nacionalistas a la interpretación de su obra.

1 J. Clifford, Itinerarios transculturales, Gedisa, España, 1999.
2 F. Bacon, “De los viajes”, en Adolfo Bioy Casares (Comp.), Ensayistas ingleses, Jack­son, Argentina, 1950.
3 Rafael Rojas, “Las dos mitades del viajero”, en Encuentro de la Cultura Cubana, Es­paña, núm. 15, pp. 231-234, 1999/2000.
4 A. C. Aguilera, “J. M. P.: La búsqueda del yasikus", en Diáspora(s), Cuba, núm. 6, marzo de 2001.
5 Diáspora(s), La Habana, núms. 1-8, 1997-2002. Entre los años 1997 y 2001, Aguilera y Prieto formaron parte del comité de redacción de la revista Diáspora(s), precedida desde ini­cios de los noventa por un proyecto homónimo de escritura, del que han salido algunos de los más signi­ficativos poetas cubanos de esa época: Rolando Sánchez Mejías, Pedro Marqués de Armas, Rogelio Saunders, el propio Carlos A. Aguilera y el novelista José Manuel Prieto.

martes, 17 de mayo de 2011

El reposo y la clausura



Víctor Alejandro Ruiz Ramírez

Elsa Cross, Nadir, CONACULTA, México, 2010, 88p.

La peor de las catástrofes es cuando todo se derrumba quedando en su lugar.
Maurice Blanchot

Según el decir de Arnold Hauser, las obras de arte oscilan entre la manifes­tación de dos experiencias: la de vida y la de cultu­ra. Por eso ha de ser que las expresiones dan cuenta de algo distinto al arte o, por el contrario, se ciernen so­bre éste como un gesto de retorno al lu­gar de origen. Se asuma una u otra, tal postura no podrá es­tar desligada de lo que cada artista, como es natural, alcan­ce a sentir. No otra cosa, para no ir muy lejos, ocurre en Nadir. El más recien­te libro de Elsa Cross refiere una expe­riencia de vida que se ha volcado en la pa­labra. Nadir, cuyos poemas, co­mo el vórtice de un abismo, conducen a la sensación de haber perdido cierta espe­ran­za, tanto como la experiencia última de la vida: el encuentro con la muerte. De prin­cipio a fin, Nadir contiene poemas que buscan compartir con el lector el dolor de la ausencia irreparable.
Dividido en siete apartados de su­gerentes títulos, Nadir muestra diversos aspectos en la travesía del duelo. “De­rrumbe”, la primera sección, se carac­teriza por cier­ta sensación melancólica. A los once poemas que conforman este apartado, un hilo común los eslabona: el de la catástrofe, quizá la mayor de todas. Al orden regular del mundo —de las co­sas, al devenir de la vida— le sobrevie­ne un acontecimiento que hace girar, en sentido opuesto, su trans­currir, allí don­de la presencia se convierte en ausencia: la pérdida del otro, la peor de las ca­tástrofes porque “Todo se derrumba / y sigue allí / espectral”. Las cosas, el mun­do, la vida, persisten en su transcu­rrir y el sujeto, melancólico, se desenvuel­ve en su añoranza, que es el lugar de la permanencia, del detenimiento, de las pe­tri­ficaciones: “Petrifica la memoria / como en el valle los guerreros de sal, / vuel­tos hacia el levante”. En el rastro de la errancia, lo que aún permanece, se re­tiene asi­mismo el halo del ausente; en el recuerdo se busca recuperar la orienta­ción de la con­ciencia que “deambula en la noche abismal”. No sólo desapare­cen las voces, sino también sus ecos: “Las voces ya no están más de pronto, / y el silencio no sofoca / el asombro de seguir vivos / en medio de esos ecos extintos”. El eco que se va transformando en eco acentúa tanto la sensación de la pérdida como la de los rastros de esa pérdida: de la voz, el eco del eco; del ser, el recuerdo del recuerdo.
Aun en la evocación de los objetos donde se materializan los recuerdos —fotogra­fías, diarios, huellas— se mira la inextrica­ble fugacidad del mundo y los sujetos. “El abrazo”, segunda sec­ción del poema­rio, nos deja dos figuras al menos. La pri­mera, la del árbol en otoño, cuyo follaje desprendido, a pesar de su ingravidez y del viento que lo ele­va, reposa sobre tie­rra: si el árbol se des­hoja es para dar paso a otros retoños que dejarán hojas secas; la segunda, el pasa­je de la vida a la muer­te como un abra­zo donde surge la incógni­ta de lo que hay entre una u otra: “¿Qué media en el abrazo / entre vida y muer­te?” Habla de lo inefable ya que en ese traslado na­da se puede decir. La pregun­ta sobre la mediación entre vida y muerte invita a reflexionar si en el encuentro de ambas la vida se termina o se continúa en la muerte.
Una pequeña ciudad griega le da nombre al tercer pasaje del libro. “Ga­laxidi”, nombre emblemático que, por la oscuridad de su etimología, da pauta para abordar el enigma del origen de la vida y su continuidad. En la paradoja de lo perecedero y lo durable, los poemas aquí contenidos danzan, tristes, el sentido de lo sorprendente de un retruécano pa­ra la razón: lo que permanece y du­ra es lo efímero y “so­lamente / lo fugitivo permanece y dura”, como escribió Queve­do en uno de sus más célebres so­netos. Mientras, las cosas que todavía que­dan ya no son las mismas por­que falta el sentido otro con el que el au­sente las ha­cía existir. Pero “Galaxidi” también se configura como un recuerdo del lugar don­de la poe­ta se reconoció con el otro ahora ausente en la palabra.
El simbolismo de las flores en el ac­to funerario se despliega en las líneas de los versos abarcados en la cuarta par­te. “Asfó­delos” sugiere no únicamente la imagen de la bella flor ni sólo sus pro­piedades curativas sino, a la vez, la evoca­ción de su figu­ración profética para tratar el tópico del advenimiento ineluctable e inminente de la muerte: “Azahares por dondequiera, / sub­rayando el carácter de antigua nupcia, / de hecho irrevocable— / el de esta muerte acercándose”. La anunciación de la flor deviene rastro del pasaje a la muerte, del encuentro de ésta con la vida, en cuyo abra­zo queda la melancolía desencadenada sólo al po­der recuperar, en ausencia y como re­cuer­do, la presencia del otro. Así, la fi­gura de la flor muestra otro aspecto de su ha­cer simbólico en el acto funerario, no na­da más como impronta del pasaje de una vida a la otra sino como una prueba, para el ser que parte, de la andanza en este mundo.
“Ganges”, el siguiente subtítulo, co­mien­za con un epígrafe lapidario que in­dica el origen del poema. La visceral experiencia de la pérdida de lo que fue engendrado se describe en el acto fune­rario de arrojar las cenizas, “el paso, el peso de la vida”, de­volviéndolas al mo­vimiento del agua para que simbólicamente continúe el ser despedido hacia las transformaciones. Con­siderada la vida co­mo un viaje hacia la muerte, la muer­te se concibe como una “vida otra” donde lo único perpetuo es seguir viajando. De es­ta manera se respon­de al cuestionamiento surgido a partir del encuentro entre vida y muerte, donde una se continúa en la otra porque se concibe ésta como in­herente a la vida.
Al evocar el Puente Mirabeau en el título de la sexta división, pues es ése el en­cabezamiento que lleva, resulta di­fícil no evocar la sensación de la muer­te que se manifiesta en el suicidio y, más puntualmente, en el de Paul Ce­lan. Aunque no es de Celan de quien se habla, pese a que algunos versos su­yos figuren como epígra­fe, la imagen del suicida se aproxima a la del melancóli­co, para quien tampoco hay suficientes salidas, con la salvedad de que uno ac­túa con desesperación mientras que el otro se deja consumir con falsa parsimonia —falsa por falta de sosiego—, el gesto de serenidad con el que aparece el me­lancólico muestra más bien la peor de las catástrofes. El mundo con sus cosas permanece en su sitio. Las aguas del río no apagan el madero aún abrasador. La mira­da generada por la melancolía se si­túa en lo efímero, en la vieja metáfora del río y la vida. De modo tal que se elige entre estar en el río, desplazándose en su discurrir, y plantarse ante él contem­plando su incan­sable transitar. El avan­ce del río figura tam­bién lo pasajero del estado del alma, ya que la melancolía se acabará cuando se transite a esa vida otra.
Para concluir, una “Coda”, de ex­presión melancólica en relación a lo que permanece y dura en el mundo, que só­lo tiene las formas de “una leve reverberación, un halo difuso”. Las últimas líneas versan so­bre la manera en que se mira desde el sentimiento de la pérdida irreparable lo que queda. Del derrum­be provine un re­surgimiento dado en la posibilidad del de­cir. Si en el soñar se manifiestan nuestros deseos, entonces la página vuelta un sue­ño es en Nadir la búsqueda del alivio por parte de un su­jeto quebrantado, el escribir se vuelve una decisión: seguir las palabras “al lu­gar donde todo se recompone / después de la disolución”. El poema significa la espera del consuelo en la palabra antes que en la muerte; entonces se siente que la pena amaina.
En Nadir habla un sujeto no situado ante el dolor sino en él: una sensación que le resulta inevitable y que se distin­gue del sufrimiento por ser éste siempre optativo, ya que se trata de una actitud; en cambio el dolor tiene lugar como pa­decimiento en el alma y en el cuerpo. El título del libro permea cada verso. El nadir constituye la figura del estado de alma de un sujeto que, tras lograr el ce­nit en la vida mediante la breve felicidad, ahora retorna y permane­ce en las profundidades del recuerdo con una triste­za sin fin.
Con este nuevo título Elsa Cross comparte una poesía profundamente medi­tada sobre un tópico constante en su reflexión: la clausura, pero ahora bajo la forma de la ausencia del otro en la muerte. Con ello, Nadir se inscribe en la concepción del ac­to poético como da­dor de sentido de la ex­periencia y posibilidad de reposo, de donde tal vez pro­venga el rasgo que ha caracte­rizado hasta el presente su poesía: la conjunción en­tre el pensamiento profundo y detenido con la claridad de su expresión.

Crítica de la poesía crítica



Felipe Vázquez

Ignacio Ruiz-Pérez, Nostalgia de la unidad natural: la poesía de José Carlos Becerra, Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, 2009, 162 p.

I

Una de las manías de la “crítica literaria” mexicana consiste en hablar del autor y desplazar la obra a una zona de sombra. El objeto de la crítica, la obra, queda al margen, nimbada por la aureola de lo into­cable; y el autor adquiere un papel pro­ta­gónico tan cuestionable como es­ca­broso. El peor vicio, sin embargo, aparece cuando el “crítico”, al hablar de cual­quier obra, habla sólo de sí mismo; y esta suerte de autobiografía parasitaria sólo muestra un desprecio tácito por la literatu­ra. Y para desaliento de la aldea literaria mexica­na, quizás hay demasiados escri­tores que ejer­cen el ninguneo militante de la lite­ratura.
Refiero esta situación a propósito del libro Nostalgia de la unidad natural: la poe­sía de José Carlos Becerra, de Igna­cio Ruiz-Pérez, quien se propuso analizar, de manera rigurosa e imaginativa, la obra poética del autor tabasqueño más allá del abundante anecdotario sobre su vida, sus andanzas, sus amistades y su trágica muer­te. A dife­rencia de los expertos en esca­motear la obra al mismo tiempo que la “critican”, Ruiz-Pérez ejerce la crítica a ras de poema. Y aunque hay poemas de Becerra que requie­ren un contexto biográ­fico para compren­derlos con amplitud, el crítico nunca pierde de vista que su objeto de análisis es la poe­sía. Por otra parte, no se trata del árido estudio de un aca­dé­mico —aunque el autor lo es— sino de una lectura inteligente y eru­dita que un poeta realiza sobre los poemas de otro poeta. Pa­ra ello, Ruiz-Pérez reto­ma el discurso so­bre la poesía moderna de Octavio Paz y lo aplica al análisis e interpretación de El otoño recorre las islas, tí­tulo que reúne los libros de poesía de Be­cerra, compilado por Gabriel Zaid y José Emilio Pa­checo y publicado por la editorial ERA en 1973.
Antes de comentar grosso modo la es­tructura de Nostalgia de la unidad natural, quiero hacer un breve comentario sobre la poesía de Becerra para que el lector com­prenda la dispositio crítica de Ruiz-Pérez.

II

La poesía de José Carlos Becerra (1936-1970) traza un arco que va del lenguaje adánico, casi inocente en su capacidad ge­nésica y celebratoria, hasta el lengua­je crítico de sí mismo: re-flexivo, desarticulado y fragmentario en su intento por cuestionar sus propios mecanismos de enunciación. En el sistema de Octavio Paz, diremos que Becerra inicia su tra­yectoria poética arma­do de la teoría de las correspondencias uni­versales (ana­lo­gía), pasa por un periodo crítico (de crisis, véase el sentido etimo­lógico) y culmina en la ironía: la conciencia cons­cien­te de sí y de su propia muerte, consciente de su escisión respecto del mun­do, cons­cien­te de su condición desasida. (En el pró­logo de El otoño recorre las islas, Paz se refiere a la fractura de la visión ana­lógi­ca como “encuentro con la realidad”, la que produjo “los mejores poemas de Be­cerra”).
En la cima de este arco verbal se des­pliega el versículo como un oleaje (di­go oleaje por la recurrencia de la anáfora en muchos poemas), las líneas versuales se extienden sobre la página y se van en­gar­zando en una suerte de danza eróti­ca y, como Shiva, en esa danza crea y destruye, aunque la fuerza resultante es la euforia creadora del lenguaje. En este punto, la imagen —la imagen demiúrgica— adquiere una presencia absoluta. La concepción del tiempo es circular y el uni­verso es el espacio de la semejanza (de la unidad). En su devenir, el universo se di­ce y, al decirse, se crea semejante a sí mis­mo. El poema es aquí una de las formas que el universo tiene de decirse, de nombrarse; y más aún: el universo es cons­ciente de sí en el poema.
Al final del arco, el verso se acorta, se vuelve contra sí, y roza el filo del si­lencio: el lenguaje toca los límites de su relación con la realidad y consigo mismo, y ya no es el hacedor de imágenes sino el instrumento que disecciona las imáge­nes. La conciencia de la muerte lo vuel­ve iró­nico y metapoético: “La ironía —co­menta Ruiz-Pérez— es la conciencia de la ruptura en­tre el sujeto y su entorno: el fracaso de su poder trascendental, pero también la con­ciencia de ser un ente caí­do, contingente y, en suma, expulsa­do del orden universal. A diferencia de la ana­logía, la ironía señala que la có­pula entre la palabra y el objeto que ésta de­signa es una convención: es la concien­cia de la al­teridad y no de la unidad que aparece con la Edad Moder­na y el afán por el progreso.”
También podemos pensar la trayectoria lírica de Becerra desde el punto de vis­ta deconstructivo. En efecto, el versículo se despliega de manera elocuente, suntuosa y casi vegetal; las palabras es­ta­blecen una relación erótica que im­pulsa el desborda­miento rizomático del poema; y de mane­ra sucesiva, cada poe­ma rompe sus propios límites poseído por el horror vacui que él mismo concibe en sus mecanismos de pro­liferación. Esta ca­racterística, que comparte con otros poe­tas de tendencia neobarroca, tiene una sin­gu­laridad: visto en su conjunto, el len­guaje lírico de José Carlos Becerra des­plie­ga una estrategia de desterritoriali­zación que culmina en la desarticulación del len­guaje adánico frente a una realidad ex­traña y fugitiva, en el giro del len­guaje sobre sí mismo, en una fragmentarie­dad radical donde el significado queda en en­tre­dicho, y donde el poema pier­de te­rre­no, se vuel­ve carencia de sí. El len­guaje va de desmarcaje en desmar­caje: se de­sarti­cula de sí mismo, de su tradición, de la realidad, etc. Al final, el poema se acerca a los márgenes del si­lencio y ten­derá a confundirse con la pá­gina en blanco.

III

Acorde con la concepción romántica, Ruiz-Perez argumenta que Nostalgia de la uni­dad natural es un título que engloba la aventura poética de José Carlos Be­ce­rra, pues considera la palabra nostalgia en su sentido etimológico: “Los antiguos llamaban nostalgia (del griego nóstos, re­greso, y álgos, dolor) a aquella enfer­me­dad que consistía en el impulso (en su sentido más puro: pulsión erótica) dolo­roso e irrea­li­zable por el retorno al país de origen. En la poesía de Becerra la nostalgia es produc­to del deseo por recuperar aque­llo (infan­cia, paisaje, amor) que de ma­nera natural perteneció al sujeto; una pertenencia que nunca recuperará y que en cambio habrá de revelarle su condición escindida, pasa­jera y te­rres­tre.”
Luego de este planteamiento, Ruiz-Pé­rez organiza su estudio en dos capítulos. En el primero, titulado “De la plenitud al dolor por el retorno”, analiza la poesía pro­ducida a partir de la concepción ana­lógica del universo. De acuer­do con la estructu­ra que Zaid y Pacheco dieron a la edición de El otoño recorre las islas, dicha poesía corresponde a Los muelles, Oscura palabra y las dos pri­me­ras par­tes de Relación de los hechos: “Betania” y “Apariciones”. En el segundo capítu­lo, titulado “La (anti)épica de la moderni­dad: ciudad, cine y cómic en la poesía de José Carlos Becerra”, analiza los poemas escritos cuando el poe­ta descubre que su visión analógica queda desga­rra­da por la ironía: las dos últimas sec­cio­nes del libro Relación de los hechos: “Las reglas del juego” y “Ragtime”, lue­go La Ven­ta, Fiestas de invierno y Cómo re­tra­sar la aparición de las hormigas.
Ruiz-Pérez inicia el abordaje crítico a partir de la concepción romántica de la poesía (debo precisar que se trata de la lec­tura que hace Octavio Paz de la poe­sía ro­mántica, expuesta principalmente en Los hijos del limo) y lo va enriqueciendo con ideas de diversos críticos de la moder­nidad: Albert Béguin, Marcel Raymond, Denis de Rougemont, Walter Muschg, Mircea Eliade, Bachelard, Hei­degger, Barthes, Benjamin, etc. Aunque estas re­ferencias son aparatosas, el discurso de Nostalgia de la unidad natural no es pe­dante, pues la virtud crítica de Ruiz-Pérez consiste en ci­tar paso a paso la producción poética de Becerra; ana­liza, contextualiza e interpre­ta los poemas con ayuda de diversas he­rramientas críticas, y no duda, por ejemplo, en ha­cer coincidir las definiciones del mito se­gún Eliade y según Barthes para descodifi­car los pa­limpsestos del constructo lí­ri­co corres­pon­diente al capítulo segundo. Ahora bien, más allá de la biografía de Becerra, de sus influencias (Paul Clau­del, Saint-John Perse, Pellicer, Lezama Lima, Pablo Ne­ruda, Paz), de sus tópicos (el mar, la sel­va, el trópico, la mujer ama­da, los cómics, el cine) y de sus mitolo­gías, Ruiz-Pérez analiza en qué consiste la singula­ridad de esa poesía, qué nos dice, cuáles son sus atributos y sus recursos, cuál es la cosmovisión desde la que fueron escri­tos los poemas, cómo acusa recibo de las diversas obras líricas que contribuyeron a ar­ticular su visión líri­ca, cómo desembo­ca en la problematización de sus recursos verbales (“¿No se puede considerar el ver­sículo sinuoso y acéntrico de Becerra la constancia de esa contra-dicción que entraña su poe­sía, es decir, la irónica cer­teza de la pérdida de la unidad natural frente al entorno prosai­co que descentra y fragmenta al sujeto?”), y cómo influye en los poetas mexicanos de la generación siguien­te (David Huer­ta, Coral Bracho, José Luis Rivas, Jorge Esquinca) e incluso cómo in­fluyó en un poeta de su misma promoción poética: Gerardo Deniz (qui­zá hoy el mejor poeta vivo de México).
El resultado es una espléndida guía de lectura de una de las obras poéticas más complejas de la tradición mexica­na. Si los acercamientos críticos a la poe­sía fueran como el de Ruiz-Pérez o como el de Artu­ro Cantú (En la red de cris­tal. Edi­ción y estudio de Muerte sin fin de José Goros­tiza), quizás habría menos pero me­jores poetas, y más y mejores crí­ticos, pues creo que la sobrepoblación actual de poe­tas y la mengua de críticos (tanto impresionistas como académicos) se basa en la mala lectu­ra; mala lectura que incluso algunos críticos prominen­tes difunden, bas­ta revisar las entradas correspondientes a los poetas del Diccio­nario crítico de la li­teratura mexicana de Christopher Do­mín­guez Michael.

lunes, 16 de mayo de 2011

El viaje, la mirada y el desencanto



Alejandro Badillo

Gabriel Bernal Granados, Una finestra che guarda tramontana, Libros Magenta, 2010, 138 p.
 
Los libros de viajes han sufrido varias metamorfosis a lo largo de la historia. Des­de los descubrimientos deslumbrantes con­signados en El libro de las maravillas, de Marco Polo, a la guía de turistas actua­lizada, que ofrece al viajero una expe­riencia uniforme, controlada y libre de sorpresas, quedan varias preguntas para un lector que afronta un libro del géne­ro: ¿qué queda por descubrir? ¿Cómo res­catar para la literatura un mundo cada vez más estrecho, que ofrece sus enigmas en televisión o, etiquetados, tras un escaparate?

La respuesta en las páginas de Una fi­nestra che guarda tramontana, libro de Gabriel Bernal Granados (México, DF, 1973), que mezcla el ensayo, la entrevis­ta y la crónica de viajes, es el escepticismo, una mirada íntima que, al estilo del flâneur de Baudelaire, se sumerge en los desgastados engranajes de la civilización apar­tándose de cuando en cuando para reflexionar, pa­ra cultivar en cada paso un saludable sen­tido de extrañeza. La mi­rada de Bernal Granados concuerda con una prosa que transcurre sin sobresal­tos, privilegiando a veces la imagen, añadiendo un dato, la luz de un detalle mí­nimo pero trascendente en el peso total de la obra.
El comienzo de la primera parte del li­bro “Villa Serbelloni” nos muestra al viajero en Milán, Italia, en la búsqueda del poeta y artista plástico peruano Jorge Eduar­do Eielson para una entrevista. Las líneas que inauguran este capítulo, directas, ejem­plifican la transición natural en la narrativa de viajes, donde la peripecia del traslado, la transformación antes de llegar al destino final, no existen. Bernal Granados co­mienza su diario de viaje in situ, en un país y en una ciudad que, en su irremediable condición turística, reproducen el esquema artificial de una sala de espera, el magro almuerzo en el avión, el folleto lleno de tours y promociones. Por esta ra­zón el via­jero-autor explota la subjetividad, la capa­cidad para encontrar nuevos significados en rituales manidos: la llegada a un hotel, un encuentro en la montaña, una cena en donde los comensales no cuentan anécdotas desopilantes. El de­sencanto pronto se hace evidente en el encuentro con un Eielson despojado de cualquier matiz romántico sobre Europa, dibujado como un viajero más, sólo que detenido en el tiempo, incrédulo del artifi­cio de cierta poética barroca. El capítulo —casi fugaz— termina con una despedida que evoca, a su vez, una despedida anterior cuando Eielson conoce al mú­si­co John Cage en su departamento de Nue­va York a mediados de los años sesenta, en un in­vierno gris.
El segundo y tercer capítulos (“San Fran­cesco, il guarda della selva” y “El señor Fabergé”) encuentran correspondencias en los detalles: la inmersión en el terreno aje­no, la historia de unas ruinas evocadas por Plinio el Joven. Lejos de la ciudad, Bernal Granados se mueve con más soltura y, al estilo del autor-caminan­te de W.G. Sebald —cazador de peque­ñas maravillas—, en­cuentra en la minucia el pretexto ideal pa­ra contar una breve his­toria, para volver protagonistas las ramas de un árbol, una banca de piedra junto a un lago, el mito de Orfeo y Eurídice. En “El señor Faber­gé” la mirada se di­rige, de inicio, al propio cuerpo: las uñas crecen más deprisa, sujetas a otra natu­rale­za; el cabello se cae en la regadera. Des­pués nos topamos con el retrato del señor Fabergé, cuya singularidad es lo sim­ple, no es un personaje azaroso, no cuenta una historia extravagante; su naturaleza —a pesar de las múl­tiples reflexiones del escritor— es la de un reflejo, una interro­gante, un espacio en blanco que se va llenando poco a poco con breves referen­cias: un economista que vis­te con mucha pulcritud, que viaja en compañía de su esposa Rosa­munda y cuya apariencia, vo­luble en la descripción del autor, transita de “una no­ta de jazz que brota de los la­bios gruesos de un saxofón del trópico” a “un simio burgués, arreolesco”.
En “Naturaleza y autobiografía” la a­puesta del autor se centra en una introducción y dos desvíos que, con diferentes matices, mantienen el devaneo enmarca­do por reflexiones de largo aliento. Co­mo en los ensayos de Charles Lamb y William Hazlitt, los temas se unen y alejan, gravitan en dis­tintas formas sobre la naturaleza en el arte, la vida como refe­rencia ineludible del crea­dor, la autobio­grafía como un espejo en donde se refleja la obra. La parte inicial aborda la incre­dulidad ante el estrellato li­terario, el mer­cado que depreda la litera­tura, las manías y dilemas del escritor, sus modelos y la forma de encontrarse con ellos. En el pri­mer desvío, “Il Cenacolo”, el viaje da un rodeo a la escritura para en­focarse en la pintura. El elemento que cohe­siona sigue siendo la reflexión pero el viaje transcu­rre en los trazos de La última cena de Leo­nardo da Vinci. Partiendo del aná­lisis de las figuras de los apóstoles y de Jesús, de las características de la escuela renacentista, el autor lleva su tanteo al vínculo entre la naturaleza y arte, pero más allá del concepto bucólico de lo natu­ral el interés del autor bordea una rela­ción íntima: la ob­servación del fresco de Leonardo en el convento de Santa María Delle Grazie, los juegos de luz o las sombras que acontecen en ese instante y que ponen de ma­nifiesto la tensión entre la na­turaleza y la forma en que ha sido modela­da por el discurso artístico. En el segundo desvío, “Si una noche de invierno”, el autor par­te del libro de Italo Calvino para abordar las posibilidades de la reescritura como un elemento más de lo natural, re­gresar siempre al punto de partida, como un via­jero indeciso sobre el camino a elegir, la perpetua duda que lo cerca. En este caso la literatura, para el autor, es co­mo un espejo borgeano que devuelve —más que certezas— inquietudes y temores.
En “Varenna”, capítulo que cierra la primera mitad del libro, hay un acerca­miento a lo cotidiano, la escritura fluye en una anécdota que nunca llega o que se hace presente en la intrascendencia, en las múltiples variaciones: las incidencias de un viaje en auto, de Varenna a Lecco y de Lecco a Bellagio; en realidad el tra­yecto es sólo pretexto para la observación de lo nimio, para formar en la mente ima­ginaciones, escenarios futuros que, de pron­to, son interrumpidos por una carta que “vi­sualiza mejor la escena” y, adelante, en el resto del trecho, se alínean instantáneas, pensamientos como fotografías que se aña­den al diario de viajes.
La segunda parte del libro, “El viaje no ha terminado”, empieza por “Milán, ciudad irreal”. El andamiaje de este ca­pítulo se reconcilia con la mirada desencantada, con la rutina del turista que es obligado, de nuevo, a buscar calles, en­tregar el pasa­porte con displicencia, mi­rar los edificios como recipientes vacíos. El autor, ante la falta de diálogo, se limita a pasear la mi­rada por la ciudad, a buscar historias en vano. Incluso la refle­xión sobre el arte de­sarrollada en los an­teriores capítulos es remplazada por el hastío: artistas globa­les en la televisión de un pub, rebaños de turistas que convier­ten los objetos de arte en mero rui­do de fondo. El viajero, enton­ces, sólo puede deambular, asistir a un par­tido de futbol para sumergirse en la masa.
En “Venecia, ciudad y materia”, el viaje inicia en la literatura: Marcel Proust, lord Byron, Robert Browning, Ezra Pound, entre otros, son evocados como fantasmas y su condición se acentúa en los canales artificiosos, en los habitantes convertidos en “vendedores de bagatelas”. Si hay una ciudad turística por antonomasia ésa es Venecia, decenas de autores la han retrata­do en distintas facetas: de la ciudad derro­tada por el cólera en Muerte en Venecia, de Thomas Mann, a la penumbra, el sutil en­gaño de Henry James en Los papeles de Aspern. Bernal Granados recuerda el le­gado de éstos tratando de rescatar en algu­na rendija, algún destello, la individualidad que se niega entre cámaras fotográficas y promociones de folletos. Para situar su lugar en el mundo, el viajero mira los bo­tones del elevador, las cortinas del cuarto, privi­legia lo minúsculo, el flujo del tiempo que pasa desapercibido en las calles de Venecia.
Más adelante, en consonancia con el to­no de los anteriores capítulos, hay una digresión, un extenso análisis de la pintu­ra de Umberto Boccioni que se centra en su óleo La materia. Visto en la perspectiva general de Una finestra che guarda tra­mon­tana, el análisis de Boccioni —emble­ma del movimiento futurista con Filippo Tommaso Marinetti— es denso, lleno de refe­rencias, encuentra su blanco en las bases del futurismo, sistema que parte del movi­miento y que se desdobla en un cú­mulo de significados que desbordan la velocidad, la experiencia casi instantánea de viajar a una ciudad donde las paredes, los puentes y las ventanas son parte de una inmensa escenografía. Sin embargo la di­gresión se antoja demasiada y pone en ries­go el equilibrio del capítulo, quizá por el tono evocado al inicio, más dubitativo, que se regodea en la apostilla final, por eso se extraña una transición menos abrup­ta, más suave, manteniendo la constante irreal, fantasmagórica, de una ciudad que se hun­de y que contagia su incertidumbre.
Los dos últimos capítulos del libro (“Roma: una postal de San Pedro” y “Eli­jah Millgram”) forman viñetas, un último per­sonaje que reafirma lo banal del viaje, la indiferencia ante el lugar de llegada. Sus palabras y observaciones regresan al viaje­ro a su condición de minoría, de fu­gitivo en un mundo que avanza sin mirar atrás, devastando todo.
Finalizado el recorrido por los capítulos, el lector puede volver a la pregunta ¿estamos ante la decadencia definitiva de Occidente?, que plantea Gabriel Bernal Granados en el prefacio del libro, vin­cu­lada por el autor al clásico ensayo de Oswald Spengler, La decadencia de Oc­cidente, escrito entre 1918 y 1923. Esta pregunta encuentra también correspondencia con El crepúsculo de la cultura americana (1999) del historiador cultu­ral Morris Ber­man, en el cual —como en el libro de Spen­gler— se plantea la analogía con el derrumbe del imperio romano y los mecanismos que funcionaron para con­servar la cultura en espera de un incierto renacimiento. Para Berman la historia cul­tural de la humani­dad no es cíclica, un fenómeno de expansión-contracción, es una espiral que ramifica los escenarios futuros, los vuelve casi infinitos, como los pensamientos que suceden en la men­te del viajero, los caminos a seguir en el in­terminable deambular. Berman aventu­ra la posibilidad de una “resistencia mo­nástica”, una especie de guardia que, espontáneamente, sin liderazgos ni orga­nizaciones visibles, transmite pautas y có­digos culturales. En este tenor se mueve Ber­nal Granados que, en su desencanto, aún se esfuerza en fijar objetos en la mi­rada, re­cuerdos. Como los románticos po­ne en relie­ve lo individual, la locura del artista frente a la masa homogénea y de­voradora. Sin embargo la pregunta que plantea el autor, la “decadencia definitiva de oc­cidente”, a pesar de su influencia, no es un elemento que cohesione los capí­tulos de Una finestra che guarda tramontana, porque pesa demasiado, abrumaría un texto cuya inten­ción es sondear cami­nos ambiguos, ima­ginativos. Si el llamado pos­modernismo relativiza todo, el viajero bus­ca el relieve natural en las cosas y por eso la necesidad de aferrarse a la visión del arte porque es un momento que permanece, indeleble, en la memoria. La pre­gunta que siembra el autor sirve, en todo caso, para incomodar, para tender un an­zuelo al lector y que és­te se sumerja en la prosa desencantada y elegante que re­corre las incidencias de un viaje a Italia.
Retomo una de las ideas que planteé al inicio de este texto: ¿qué sentido tiene la mirada del viajero en un mundo uniforme y estrecho? Aventuro, en el tramo final de estas notas, una nueva respuesta: el escep­ticismo y la extrañeza que en­contré en las páginas del libro de Gabriel Bernal Grana­dos: el rescate del asombro de los antiguos viajeros mediante el len­guaje, las imágenes que logra el autor al evocar, por ejemplo, a Venecia como una ciudad inmaterial, una ciudad semejante a las imaginadas por Ita­lo Calvino, im­pregnadas de una intensa presencia fe­menina: “La boca artificial de los palacios se abre a los oídos del viajero y repite el abalorio de su historia, que la alejan, la transforman en una ciudad inma­terial; se abre como el cuerpo de una joven mora y al cabo de un breve lapso carna­valesco, se endurece para no decir una pa­labra más de su locura intensa.”

Energía concentrada



Gabriel Bernal Granados

Jorge Juanes, Territorios del arte contemporáneo, Ítaca/Universidad Autónoma de Puebla/Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, México, 2010, 488 p. + XVI láminas.

Después de Marx o la crítica de la econo­mía política como fundamento (1982) y Hölderlin y la sabiduría poética (2003), Territorios del arte contemporáneo es el libro más ambicioso, inclusivo y abarca­dor de Jorge Juanes. El libro se divide en dos grandes secciones. La primera toca las diferentes manifestaciones del arte a tra­vés de la historia, desde el arte cristiano de los primeros siglos de nuestra era hasta las representaciones más hete­rodoxas del fenó­meno artístico en nuestros días (el perfor­mance, el cine, la fo­togra­fía, el arte del cuerpo, el arte de la tie­rra, el arte conceptual, el retorno a la fi­gu­ración y la pintura, el arte digital). La segunda sección propo­ne un recorrido pa­ralelo y enfoca los mismos problemas, pe­ro desde la perspectiva de las ideas y el pensamiento que ha teni­do como refe­rente nutricio al mundo del arte. Aquí, y obedeciendo en todo momen­to los intereses particulares del autor, vamos de Va­sari a Hegel, Kierkegaard, Nietzsche y Heidegger, para luego demorarnos en el comentario a los libros de algunos de los críticos y pensadores más influyentes en el arte del siglo XX, como Benjamin, Adorno, Hans Sedlmayr, Clement Green­berg, Arthur Danto y Joseph Kosuth (por razo­nes seguramente de espacio, Juanes no ha­ce ningún comentario a la crítica de arte de Baudelaire y deja fuera la refe­rencia a la crítica que se ha producido en suelo la­tinoamericano).
No obstante su espíritu misceláneo y di­dáctico, el libro de Juanes dista de ser un museo a la manera de La historia del arte del profesor Gombrich. Territorios del arte contemporáneo tiene un carácter eminen­temente comprehensivo, que bus­ca escla­recer y fijar el significado de una serie de hitos que han ido conformando, eso sí, la historia del arte y la historia de su pensa­miento crítico. De ahí que Jua­nes no men­cione una serie de artistas me­nores que, a la hora de una valoración crítica objetiva, no podrían ocupar un mis­mo lugar al lado de Velázquez, Goya, Mi­guel Ángel o Leonardo, para referirme solamente a los pintores.
Pese a que el volumen en su totalidad es la transcripción, casi sin retoques, de una serie de programas radiofónicos que se transmitieron hace unos años por Radio Educación, el libro de Juanes posee una impecable coherencia programática que no da pie a la emergencia del azar en su exposición de los problemas del arte. Des­pués de haber leído las casi 500 páginas del libro, me sorprendió aún más la ca­pacidad de Juanes para improvisar sobre una serie de asuntos complejos, y organizarlos como si la serie obedeciera a las previsio­nes de un guión concebido de an­temano. Esto sólo quiere decir que el li­bro funcio­na como libro, y admite algunas considera­ciones sobre la calidad de su contenido y de su prosa. La prosa de Jua­nes, eviden­te no sólo en Territorios del arte contemporáneo sino en la prosa del conjunto de sus libros, tiene un carácter marcadamen­te oral. Cuando Juanes es­cribe —al menos así me lo imagino— se levanta de su silla, camina, hojea libros, mira algunos de los pocos cuadros que cuelgan de las paredes de su casa, vuelve a sentarse, sigue escribiendo durante lar­gas rachas muy pareci­das a espasmos o arranques de un vigoroso intelecto, contesta el teléfono, mira el apa­rato de televisión donde se transmite un partido del Real Madrid, escribe, lee en voz alta lo escrito, hace anotaciones en un bloc a rayas y vuelve a escribir con la energía concentrada de quien está poseído totalmente por su tema. Así, lo que pri­ma en el estilo de Juanes es el gesto, o lo que Juanes, tomando prestada una metáfora al mundo de la pintura, llama “lo pulsio­nal”. El cuerpo, el propio cuerpo está al­tamente involucrado en el proceso. Y éste es el significado último del infinitivo improvisar: la escritura, entendida como el vaso contenedor del pensamiento, se está haciendo a sí misma en el momento de ser transmitida de la mano al papel. Esto le confiere a los escritos de Juanes un considerable empuje y una vecindad con sus lectores: el lector no puede dejar de sentirse interpelado, e incluso “agredido”, por este hombre que se apasiona cuan­do habla y escribe de arte.
Juanes no deja nada en el tintero. Quie­re abarcarlo y decirlo todo. Sin embargo, pese a sus énfasis y a las connotaciones complejas de los términos filosóficos que emplea, Territorios del arte contemporáneo es un libro polémico y abierto a las polari­dades de la discusión. No es digresivo si­no concentrado, hasta el punto de golpear sobre la mesa del escritorio con tal de po­ner los puntos sobre las íes y de­cirnos con todas sus letras y acentos que la crítica de arte no debe confundirse con la literatura ni con las ensoñaciones de los poetas que han escrito malamente sobre arte. La crítica de arte debe partir de la obra para generar un nuevo pensamiento y para vol­ver a ella, generando con ello el efecto elu­sivo y preciso de un boome­rang.
El programa, o el guión general al que obedece la secuencia episódica del libro de Juanes, tiene una marcada relación de interdependencia con los libros y los en­sayos que Juanes ha publicado a lo largo de la última década. Libros sobre pintura y crítica del pensamiento a los que uno tiene que recurrir si busca encontrar de­talles o elaboraciones más prolijas. Si Juanes hace énfasis en Hölderlin y lo poé­tico-pen­sante es porque antes ha publicado un li­bro sobre el particular; o cuando ha­bla de Goya y la naturaleza “desaseada” y corporal de su pintura, uno no puede evitar remitirse a su libro sobre Goya y la modernidad como catástrofe. Lo mismo sucede con Leonardo y algu­nos tópicos del Renacimiento y la pintura veneciana, en particular el problema del color y la carnación de las figuras en Giorgione. Con Dalí, con Pollock, con Ar­taud, con Kan­dinsky y con Duchamp, ar­tistas a los que Juanes ha dedicado sendas monografías y que cita de cuando en cuando durante el desarrollo de su discurso ra­dial. Sin embar­go, las discusio­nes que podemos encontrar en este libro nos re­servan sorpresas iné­ditas y momen­tos de gran apasionamiento en relación sobre todo con la obra de algu­nos pinto­res. Yo rescato los pasajes dedi­cados a Velázquez y san Juan de la Cruz o la conmovedora, por puntual, secuencia en la que Juanes refiere el modo en que está pintado un autorretrato de Rembrandt. La seriedad y los valores escuetos de su comentario a Las señoritas de Avignon me parecen un reflejo fidedigno del ran­go que Juanes le otorga a la crítica de arte: por encima de la interpretación, se encuen­tra el hecho irrefutable de la obra. El crítico debe palpar y observar antes que tratar de in­terpretar adecuadamente. Esto supo­ne un alto grado de intimidad con el arte. Y el crítico, si de veras quie­re serlo, de­be ser partícipe activo de la obra. Pese a su tí­tulo, Territorios del ar­te contemporáneo, algo me dice que Jua­nes se siente mucho más a gusto en compañía de los pinto­res de antaño que con los artistas de lo es­trictamente nuevo y contemporáneo. Las mejores páginas del libro no en balde es­tán consagradas a la plástica: mencio­né a Picasso y a Ve­lázquez. Y vale decir que la bibliografía de Juanes aún no ha contemplado un es­tudio sobre este último y los vasos comunicantes que se extienden de su obra a la de san Juan de la Cruz.
Territorios del arte contemporáneo es un ajuste de cuentas con la noción de que el arte es un asunto connatural a la exis­ten­cia del hombre y a las circunvoluciones de su pensamiento. En reiteradas ocasio­nes a lo largo de su libro, Juanes nos re­cuerda que no hay arte sin pensamiento ni arte que excluya al cuerpo, aquello que Nietzsche llamaba la dimensión trági­ca del arte griego, esto es, la fusión de lo dioni­siaco en lo apolíneo y la no cancela­ción de la forma sino lo opuesto: su emer­gencia y esplendor y su convivencia con lo atmos­férico intangible de la idea. “El arte debe ser pensado siempre desde el arte y (...) el arte es en sí un incentivo para el pensa­miento radical, libre, ajeno a los maniqueís­mos de las posiciones de Verdad y de la política de los políticos”, dice Juanes en el Prólogo a su libro.
Al poner en perspectiva histórica a las artes tradicionales o heredadas, la pintura de caballete y la escultura de pedestal, y refiriendo el momento en que las artes se despojan de los soportes tradicionales y se abren a nuevas posibilidades de ex­pre­sión, Juanes está definiendo su posición sobre el arte. Siguiendo a Nietzsche y a los poetas románticos alemanes, Jua­nes lo entiende como el lugar donde el hombre se juega su propio destino. Pero también como la encarnación de una esen­cia intelectual e intangible. Si no hay pen­sa­miento, no hay arte; y viceversa. El momento actual, que supone la inoperatividad de los esquemas tradicionales de perfilar y reconfigurar el arte, se abre más que nun­ca a los horizontes de lo sub­jetivo. Ahora más que nunca el crítico o el pensador sobre el fenómeno artístico se ha convertido en un colaborador indispensable del artista. Y el libro de Juanes es un testimo­nio fehaciente de ello.