jueves, 12 de mayo de 2011

Amores difíciles, pasiones desastrosas


Víctor Cabrera

Silvia Eugenia Castillero, Eloísa, Aldus-Universidad de Guadalajara, México, 2010, 80 p.

Qué suerte la mía encontrarte esperándome. El mundo se desintegra y nosotros enamo­rados.
Líneas de Ilsa Lund (Ingrid Bergman) en Casablanca

Desde sus primeros versos, la Eloísa de Sil­via Eugenia Castillero se instaura en un tiempo suspendido que “se alarga” co­mo una gota de agua hasta formar una maleable estalactita verbal... He aquí la materia de su discurso: el tiempo sin tiempo, sin principio visible ni fin pro­ba­ble, del amor ideal(izado): “Eloísa es­pe­ra. / Un silencio de quilla de barco / al romper las aguas atraviesa cada / trazo del tiempo, / allí sus­pendida una gota se alarga / se alarga, / la espera incon­clusa / colgando / de cual­quier veta. / Puede ser una rama / rodeada de va­cío, / queriendo volcarse en algo, / caer por fin, romperse.” (Las cursivas son de SEC). A partir de un puñado de palabras llave (tiempo, espera, silencio, vacío), Cas­tillero construye un ámbito cre­puscular doblemente signado por la ausencia y la espera. Una espera erigida en el apo­ca­lip­sis íntimo que supone la partida del ama­do (Abelardo tácito, elidido, fantasmal) bajo “un cielo incendiado / —leja­nísimo y su­perficial— / un espectro provisional de lu­ces” que evoca la plasticidad ominosa de los paisajes de Edvard Munch en los que, como en uno de los versos de Silvia Eu­genia, “el mundo se caía”. Es inte­resante confrontar las imágenes desola­doras de es­ta Eloísa contemporánea con una anotación del Diario del artista no­ruego fechada en 1892 para constatar de qué misteriosas maneras los lengua­jes y sus símbolos se corresponden: “Pa­seaba por un sendero (…) —el sol se pu­so— de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apo­yé en una va­lla muerto de cansancio —san­gre y len­guas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad— (…) yo me quedé quieto, temblando de an­sie­dad, sentí un grito infinito que atra­vesaba la naturaleza”. “Allí me ahogue, / en ese azul desbordado / que tú volvis­te fin del mundo”, prosigue Eloísa en perfecta con­sonancia con el apunte del artista.
Más allá de la fijación del locus poético en un oscuro y lejano referente pictórico (la Oslo de Munch, con su in­candescen­te cielo de fondo), el escenario evidente de la dilatada espera de la aman­te es la ciudad de su cé­lebre pasión, un París plu­riforme y multitemporal, paisa­je interior antes que real, en el que confluyen las voces que habitan estas páginas (diferenciadas por distintas familias tipo­gráficas): la de la poeta cuyas palabras insuflan vi­da a su heroína trágica; la de la propia Eloísa-Penélope que te­je el su­dario verbal de su paciente espera he­cha de “ins­tante[s] partido[s] en muchos tiempos”; otra más, Eloísa futura o visio­na­ria, que apostilla el discurso de su ge­mela histó­rica desde la reconocible urbe contemporánea en que el descenso de la To­rre Eiffel es “una trampa del futuro” y los semáforos, los jardines, los buleva­res, los ca­nales y las plazoletas se vuelven símbolos aciagos de un naufragio latente, del amor amenazado que es, en realidad, todo amor.
Parafraseando la célebre sentencia de Tolstói, podría afirmarse que si to­das las parejas felices lo son cada cual a su mane­ra, los amores desdichados pa­recen todos cortados con la misma ti­je­ra. De una in­tuición similar parte el poe­ta Eduardo Chi­rinos al afirmar en la cuar­ta de forros del volumen que: “Admitir que el París contemporáneo es un pa­limp­sesto del París medieval es admi­tir que cualquier historia de amor que ocurra en esta ciudad es un palimpses­to de la que sufrieron Abelar­do y Elo­ísa”. En es­te sentido, la historia de los trágicos amo­ríos de los amantes filóso­fos es, de algún modo, modelo y emblema de todos los amores malogrados. Conoci­da o no la his­toria de Pedro Abelardo y su pupila Eloí­sa, su impronta subsiste en los cimientos de la ciudad emblema, res­plan­dece en sus tabiques: “De la piedra, Eloí­sa, / vuelves incandescente, de cada piedra / eres extraída en un cúmulo de años (…) / Pero la piedra te arrebata, / sólo mis sensaciones te reconocen, rue­das / en­tre los bloques extraídos del suelo, can­tos / agudos y esculpidos te arrastran del de­talle / hacia el tiempo tumultuario y amorfo.”
Más aún: esa huella de los amantes y de la ciudad que los contiene pervive tam­bién, además, en la tradición romántica de los amores difíciles y las pasio­nes desas­tradas, en la morosa relación histórica de sus relatos, de Rojo y negro a El diablo en el cuerpo.
En la confluencia en que pasado, pre­sen­te y futuro se superponen y se confunden hasta formar un único espacio atemporal y abigarrado, una Ciudad Luz crepuscular iluminada por la espera y el deseo, Silvia Eugenia Castillero alza un monumento a los amores sin ventura, a todos los amantes a quienes, como a Abe­lardo y Eloísa, como a Oliveira y La Ma­ga, como a Ilsa y Rick, siempre les que­dará París.

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