lunes, 23 de mayo de 2011

Las armas

Javier Caravantes

para Antonio

El cuerpo del indigente tirado. La enorme piedra aplastando su cabeza. El rostro de mis amigos al darse cuenta de lo lejos que habíamos llegado. Se­guía recordando. Mi padre, acelerando y señalándome un microbús, me dijo:
—Esa ruta vas a tomar mañana para llegar a tu nueva escuela. La voy a seguir. Fíjate en el recorrido.
El colegio se llamaba Emile Durkheim. Era una escuela particular de pocos alumnos. Eso me había dicho mi papá al elegir en dónde inscribirme para el tercer año de preparatoria. También había decidido que me fuera a vivir con él a su departamento en Puebla. Yo estaba agradecido. No podía con­tinuar viviendo con mi madre en Atlixco. Quería escapar. En mi cabeza no dejaba de ver a aquel señor, tirado, suplicando. Todavía sentía el peso del tubo en las manos. El ruido de los huesos al romperse. La piedra. Necesitaba alejarme de ahí antes de que alguien se enterara de lo que habíamos hecho, tenía miedo. Mi padre me lo propuso, acepté sin dudar. Él claramente me ad­virtió que si no mejoraba mi conducta y mis calificaciones me regresaría a Atlixco. Yo prometí cambiar.
Mi madre recibió la noticia y durante tres semanas escuché chantajes. Ahí iba el hijo mayor a vivir a la casa de su padre, a ver si él lo corregía.
—En la esquina voy a dar vuelta a la derecha, aquí te bajas mañana del camión, sólo son tres cuadras hasta la escuela —continuó con las indicaciones.
La prepa era una casa pe­queña, distinguida sólo con el nombre de la escuela sobre una lona blanca. Bajé y mi padre aceleró rápido, apenas con un adiós que alcancé a leer de sus labios en el retrovisor.
En las oficinas una secre­taria me atendió, dijo:
—Bienvenido. Ése es tu sa­lón —y señaló detrás de mí.
Era un cuarto pequeño con una mesa cuadrada, seis sillas y un pizarrón. Fui el pri­mero en llegar. En quince mi­nutos entraron dos chavos, uno de mi edad, del que pensé po­dría ser amigo; el otro era un rubio alto de cabello largo, ti­po vocalista de banda de rock. Entró el director. Con voz muy grave explicó que la preparatoria mantenía un sistema didáctico diferente. Aceptaban a pocos alumnos; de esta manera lograban clases personalizadas. Se realizaban exámenes cada quince días y de inme­diato las calificaciones eran enviadas por internet a nuestros tutores. Tocaron a la puerta. Eran tres tipos. El director les repitió el mismo discurso. Nos informó que en unos minutos llegaría la maestra y se fue dejando un silencio incómodo.
En las clases tenías que poner atención, los maestros estaban demasiado cerca y al pendiente. Me gustó su amabilidad: “¿Se entiende? ¿Alguna duda? ¿Está claro?” Mis compañeros no se hablaban entre ellos; sólo los tres que llegaron juntos intercambiaban unos papelitos y se reían de mane­ra burlona. Casi ni los miré.
De regreso, caminé el mismo trayecto hasta el bulevard. Abordé el camión, iba lleno y con música horrible a todo volumen, pero daba igual. Yo no dejaba de mirar mi sonrisa en el reflejo de las sucias ventanas. No estaba dispuesto a desaprovechar la última oportunidad. Sólo tenía que sa­car más de ocho y tener aceptable conducta, ni siquiera era tanto. Estaba seguro de que en Atlixco, junto a mis amigos, había dejado lo malo.
En la comida, mi padre me interrogó sobre la escuela. Se puso feliz. Le dije que me había gustado. Entré a la nueva recámara. Saqué algunas libretas de la mochila. En cuarenta minutos terminé la tarea. Esperaba an­sioso las clases, los trabajos y los exámenes: las buenas calificaciones. Por fin olvidarme de lo que había hecho. Cambiar. Demostrar que podía ser una buena persona.
Al otro día, en el receso, me animé a salir. Raúl, el tipo parecido a mí y Claudio, el de cabello largo, estaban sentados en la banqueta. Al verlos me acerqué. Me invitaron a que camináramos hasta una tienda que estaba en la otra esquina. Hablaron de los otros tres tipos que eran nuestros compañeros: se llamaban Cristian, Héctor y Luis. Me contaron que los papelitos que se pasaban y demás palabras que se decían casi al oído eran comentarios despectivos hacia nosotros. Se notaban preocupados, casi con miedo. Hablamos de las ventajas de la preparatoria en comparación con las anterio­res de las cuales veníamos. Éramos parecidos. Ellos también habían repro­bado y ahora estaban entusiasmados con esta escuela. Caminamos al lado de la que yo creía que era una bodega. Conforme avanzamos, descubrí que era una enorme escuela, rodeada de muchos coches estacionados. Raúl y Clau­dio me dijeron que nuestros compañeros y muchos alumnos de la escuela eran tipos que habían sido expulsados de ese colegio, el más caro de la ciudad. Llegamos a la tienda; estaban ellos. Los tres, al vernos, comenzaron a reírse e intercambiar palabras que yo no escuchaba. Al observarlos en esa actitud, también me dio miedo que la escuela se complicara.
En la clase de lengua extranjera, Raúl, a petición del profesor, leyó el fragmento de un libro y los otros tipos se burlaron ya abiertamente de su acento. Se lo quitaron y cada uno leyó en un perfecto inglés británico. El jo­ven profesor no hizo nada. Ellos comenzaron a ridiculizar, también en inglés, nuestro aspecto físico. Me sorprendió la seguridad con que agredían. Hasta el maestro se puso nervioso. Decidió terminar la clase. Ellos también se le­vantaron. Antes de salir, él más alto, Cristian, advirtió:
—Agarren confianza, esto se va a poner divertido —y salió azotando la puerta.
Claudio nos dijo:
—Acusarlos en la Dirección no va servir de nada. Tal vez los regañen pero a ellos les vale madre. Si no les importó que los corrieran del colegio donde iban, el director no puede expulsar a tres tipos de un salón donde hay seis. Acusarlos sólo va a dar más motivos para que nos chinguen.
—Pensé que no iba a haber pendejos así en la escuela —lamentó Raúl.
—Cabrón, estamos atrás de ese pinche colegio de mierda —contestó Claudio.
—Si tú lo sabías, ¿por qué te metiste aquí?
—Está cerca de mi casa. Además revisé la lista de inscritos el último día, sólo estaban ustedes. Yo fui a ese colegio un año, el peor de mi vida. Conozco los apellidos de los güeyes de ahí, siempre son los mismos. Me aseguré de no encontrarme con alguno pero ves cómo llegaron al último. ¡Puta, qué pinche mala suerte!
Al ver a Claudio quejarse así, con sus ojos verdes y melena rubia, en­tendí el nerviosismo de Raúl, que casi lloraba. Preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
—Pues nada, cabrón, aguantarte, si quieres pónteles pendejo, a ver có­mo te va, o de plano perder el año —le contestó Claudio.
—No puedo, ya reprobé.
—Ni yo, cabrón, así que aguantamos.
Estaba sentado en los últimos lugares del camión, apretaba con furia mi cabeza. Mentalmente me repetía que no podía hacer algo. Nada de madreár­melos, ni siquiera responderles con palabras. Me daba miedo de que algo se complicara y terminara arruinándolo todo como siempre.
Conforme transcurrió la semana sus ofensas se acentuaron. Al cuarto día los enfrenté. No pude controlarme. Se quedaron callados con la burla que le solté a uno de ellos, pero en el receso se acercó a mí de manera tranquila y me dijo que yo sí le caía bien, que fuéramos a comer. Me pasó el brazo derecho por el hombro mientras caminábamos, como si realmente fuéramos amigos. Aunque yo estaba alerta, no reaccioné a tiempo, el puño derecho se hundió en mi cuello y advirtió: otra burla me iba a costar una golpiza. Cruzó la esquina para alcanzar a sus amigos, que reían a carcajadas, mientras yo frenaba las ganas que tenía de levantarme y romperle su madre. Miraba fijo al suelo recordando el cuerpo tirado, el tubo, la pie­dra. Logré tranquilizarme.
En los siguientes días im­provisaron otra forma de moles­tarnos en clase. Como si fueran niños de primaria, empapaban bolitas de papel con saliva y las arrojaban sobre nuestros rostros. Raúl y Claudio se habían vuelto más amigos, juntos sopor­taban las agresiones casi sin inmu­tarse, a mí me costaba trabajo. La primera vez que aventaron una de esas bolitas los amenacé: “Se los va a cargar la chingada.” Las carcajadas estallaron otra vez. Provocándome, me decían: “Levántate, a ver si eres tan cabrón.” Con las manos sujeté lo más fuerte que pude mis rodillas para que no realizaran nin­gún impulso, debía controlarme. La lluvia de papelitos con saliva duró toda la sesión.
Las veces en que era insoportable poner atención a lo que algún maestro decía mirando al pizarrón y sin vernos (ellos también tenían fórmulas para no comprometerse con lo que pasaba), me salía al baño. Cerraba la puerta con seguro y no encendía la luz, adivinaba mi expresión contra el espejo, respiraba sin dejar de pensar que lo único importante era seguir es­tudiando. Me duró cuatro veces; a la quinta, al abrir la puerta, ahí estaba uno esperando para arrojarme una manzana.
Días después, sin darme cuenta, coloqué mi mano derecha junto a mi rostro: creaba una muralla que impedía el paso de sus insultos y de mane­ra física cubría algunos de los objetos que me arrojaban.
Ellos se dieron cuenta de que no me molestaban sus palabras y aumentaron el rigor de cada ofensa; es más, no les dijeron nada a los otros dos, se dedicaron a agredirme sólo a mí. En uno de los recesos salimos a la tienda, yo caminaba al último. Casi llegando a la esquina, iban Claudio y Raúl y treinta metros atrás los otros tres platicando. Miraba sus espaldas con ira. Los primeros exámenes empezaban la próxima semana; aunque había cum­plido con todas las tareas de cada materia, no había entendido las últimas clases. Necesitaba subir mi promedio para ingresar a la universidad; sólo podía hacerlo si las notas que obtuviera fuesen casi excelentes. Yo nunca había alcanzado ese tipo de calificaciones. Uno de ellos dijo algo a sus amigos y comenzó a correr hasta llegar a Claudio y Raúl, que esperaban el rojo del semáforo para cruzar la calle. Con el impulso de su carrera, más el de su brazo, le pegó con la palma de la mano en la nuca a Raúl. Hasta donde yo estaba se oyó un chasquido duro, hueco. Raúl se agachó, con las manos se cubrió la nuca. Claudio, a su lado, no hacía nada por defenderlo, y Luis, el que le había pegado, se reía mirando a sus amigos que le respondían con el mismo gesto.
Llegó el fin de semana y mi padre permitió que fuera a Atlixco. Mi ma­dre ya estaba más tranquila. Cenamos, al terminar cada quien se fue a su habitación. Esperé que pasaran dos horas, abrí el balcón, me colgué de él para soltarme y caer sin hacer ruido. Anduve ocho cuadras hasta llegar al bar donde mis amigos se reunían, tenía ganas de verlos. Los encontré repartidos entre una mesa de billar y enfrente de una tele donde pasaban la repetición de algún partido. Saludos, abrazos, preguntas. “Me va bien”, res­pondí mientras me actualizaban de lo chido que se la pasaban esos días y de todo lo que habían hecho. De los seis ya sólo estudiaban dos. Cervezas, cervezas y más cervezas el resto de la noche hasta que, ya entrado en confianza y con la necesidad de ser comprendido por casi iguales, les relaté lo que en verdad pasaba: “Tengo ganas de que me vaya bien, pero hay algo que lo está impidiendo.”
Félix me fue a dejar. Antes de que bajara de su coche, dijo: “Tu pro­blema se arregla de volada; es tan fácil como sacar un ojo. Nada más llamas o nos mandas un mensaje; nosotros vamos.” Se lo agradecí.
El domingo regresé a Puebla. Estudié para el examen de Química, que junto al de Física y Estadística era de los más difíciles.
El maestro repartió el examen y salió. Yo había estudiado muy bien; en media hora lo resolví. Fui a buscar al profesor. Uno de ellos me arrebató el examen: “Cálmate o lo rompemos.” Cerré con fuerza los puños; ya estaba dispuesto a golpearlo: vi la cara de miedo que él ponía, de terror, igualita a la del indigente cuando lo comenzamos a molestar. Eso me hizo sacudir las manos. Me di vuelta, dejé caer mi cuerpo sobre una silla. Ellos lo copiaron completamente. El cuerpo me temblaba. Al final lo aventaron al piso y fue­ron a entregar los suyos. Tardé en levantarlo. Se lo di al profesor, le conté lo que había pasado. “¿Qué, los repruebo a los cuatro?”, contestó irónico. Fui a la tienda: compré una botella de ron. Era la primera vez que lo hacía en Puebla, le di varios tragos hasta que regresé al salón. Ellos ya estaban ahí, me dijeron: “Oye, ya nos caíste bien. Te invitamos a una fiesta, va a es­tar chida.” Tomé mi mochila rápido. Salí huyendo antes de que no pudiera aguantarme.
En la noche, al querer estudiar para los dos exámenes del día siguien­te, me di cuenta: las dos libretas de esas materias no estaban. Física y Es­tadística. No pude dormir.
Me presenté a los exámenes. Los resolví como pude, escuchando a cada momento las risas burlonas de los tres. Ellos terminaron primero. Cuan­do salí, ya me esperaban en la esquina. Al verlos me detuve. De una de sus mochilas sacaron mis libretas. Con el fuego de un encendedor las intentaron quemar. Se dieron por satisfechos con la mitad de cada una y se fueron en sus coches.
No caminé hasta la parada del camión; descansé en una banca del parque que estaba de paso. Agaché mi cabeza sobre las piernas. Cerré los ojos. Imaginé escenarios distintos para mi vida estando en Atlixco, allá con mis ami­gos, en el mismo bar. Matando a otra persona y tomándolo como un accidente. Por culpa de tres pendejos no iba a desperdiciar mi oportunidad. No tardé en buscar alguna solución. La encontré rápido, ya la tenía: la asumí. Fui a la parada de camiones y tomé uno hacia la terminal, donde salen los autobuses a Atlixco.


Excusé la tardanza diciéndole a mi padre que había ido a estudiar con un compañero.
Al día siguiente tocaba un examen fácil; estudié poco tiempo. El resto de la tarde estuve ansioso, ni en las hojas de los libros me podía esconder. Empecé a dudar si lo que había hecho era lo correcto, tal vez no, y sólo me acarrearía mayores problemas. Tenía miedo, qué tal si las cosas se salían de control. Había muchas posibilidades de imaginar a mis amigos excediéndo­se. No logré dormir.
El camino se hizo rapidísimo y, justo cuando me bajaba del camión, vi claramente el coche viejo de uno de mis amigos de Atlixco que venía rumbo de la escuela. Conducía rápido. Di algunos pasos más. Me llegó un mensaje al teléfono: “Ya está hecho.”
Tampoco pude caminar hasta la prepa. Me quedé sentado en el parque, la misma banca. Estaba paralizado. Intenté prender un cigarro pero el cuerpo no me respondió, sentía escalofríos. El teléfono sonó, apenas pude sa­carlo de mi bolsa. Dudé en contestar: era mi padre. Logré apretar el botón y dijo: “Hace rato recibí las calificaciones de la escuela. Felicidades. Llevas puro nueve y diez.” En ese momento escuché la sirena de una ambulancia que venía también de la escuela. El coche del director la seguía. Sólo hasta escuchar las palabras de mi padre me sentí con fuerzas para levantarme de la banca.

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