lunes, 27 de junio de 2011

Migajas para una despedida

Luis Armenta Malpica



La poesía empieza
cuando ya has olvidado qué es lo que te asustaba
pero aún tienes miedo.
Benjamín Prado

No se ha muerto mi padre
pero casi.

           Es la palabra quieta
de este poema. Es el hijo
incompleto que me calla.
           Sombra del trigo estepa
sin pisadas. El invierno se siente
a cada impulso: un aire
dolorado de espigas
familiares y lobos en las sienes.
            Asombro que demora los relojes en las caras
adultas igual que las abuelas hicieron
con el péndulo (detenido cuando alguien nos dejaba más
solos en el mundo).

Esta su muerte empieza desde hace varios
libros y alguna rasgadura.
(Los que no pueden ver
expresan sombras.)

La tristeza es impropia de los hombres.

La lentitud de lo que no hemos dicho
se nos siembra en los ojos.

          Yo pienso en este frío en el que hundo las manos
con los aullidos párpados.
           Encuentro una palabra que aterida me llama. En la escritura
del corazón hay un empeño
por encontrar la tinta que en el pecho se amase.

Nos rendimos al viaje de polvo
revestidos. Mi padre y sus costumbres
tan dulces y dañinas. Yo y la ceguera por todo
lo que una huella quiebre.

             Desde la oscuridad escapan las palomas. Dejan mis manos
libres para asir el silencio que llegue
con la lluvia. Agua que nos responda
por qué se deja atrás lo que incendiamos
para que hubiera luz.

Un corazón de padre se agita en este poema.

           Por el llanto del pez conocemos los mares y esa suerte
de suponer que todo se renueva si horneamos otro pan contra las olas.

Él entra en la penumbra
guiado por las migajas que he dejado al azar
siguiéndolo en la muerte.

            Porque no sé si cavo (o quepo) en lo que soy de él
nuestro miedo es la vela.

Hierba quemada

Nadia Villafuerte

A causa de aquellos artículos en el periódico, pero sobre todo de los carteles aparecidos una mañana en su casa, Bardem dejó de fotografiar a sus hijos.
No se sintió aludido al principio; al principio quizá fue una ligera indig­nación. Después estaría confundido. La más escueta ficha artística de su trabajo decía:

Bardem Damiani, 1934, Génova. Las exploraciones de la niñez y de la pubertad caracterizan sus imágenes. La mayoría de sus trabajos han sido muy cuestionados. Según los críticos, estos retratos “capturan las emociones confusas de la identidad sexual de una edad transitoria”. El fotógrafo italiano ha redescubierto para muchos una fotografía sin estridencias ni artificios, que conecta nuestro subconsciente a través de imágenes repletas de poesía.

Niente!, vociferó al leer la única nota decorosa; acto seguido se fue a emborrachar. Pasó mucho tiempo en los bares, viendo desde las enormes o diminutas ventanas —si las había— la marcha militar de los demás, desfilan­do obedientes frente a sus narices.
Era verano cuando tres cartulinas aparecieron pegadas a su puerta. Pornógrafo, la palabra marcada en rojo sobre aquel papel. También habían dejado, bajo una piedra para que el aire no se la llevase, una hoja de cuader­no que parecía brillar en mitad del jardín. La leyó una vez y sintió rabia. La leyó dos y fue como si el autor de la nota lo estuviese viendo en ese momento con su ojo acusatorio. Quemó el papel pero él sabía de palabras capaces de quedar sujetas con pinzas en el pequeño tendedero de la mente.
A finales de mes lo despidieron del trabajo. La suspensión, las acusaciones, la tensión por el ominoso asunto en casa o frente al maldito catolicismo provinciano, como él decía, des­moronaron el de por sí frágil la­zo entre ellos. ¿Y quiénes eran ellos? Aldo, Belina, Sera, sus hijos; Dina, su mujer. El circo producto de su infeliz promiscuidad: una esposita más tres chicos ligeros de sangre y cuya virgen maldad flotaba alrededor, enrareciendo el contacto.
Ellos, los que terminaron yéndose una noche. “No por esto, bien lo sabes, es el dinero, el dinero im­porta. Volveremos cuando puedas darnos una noticia mejor”, concluyó Dina y se marchó con aquellos críos que, después de todo, habían mamado la po­drida leche de los pechos maternos. De aquel mes, recuerda la expresión dura de Sera: sabía lo que pasaba —intuyó—, no comprendía exactamente qué, pero su rostro era ya precoz abriendo muy bien los ojos para captar los de­talles: las maletas, el cuarto antes lleno de calor y ahora semivacío, el pa­ñuelo con el que Bardem apretó el cuello de Dina frente a los hijos asustados. “Quiero quedarme contigo”, murmuró Sera, pero sonaba imposible. Incluso para él habría sido una amenaza: las palabras de la nota anónima habrían cobrado sentido. Muchas veces se preguntó cómo transcurrirían los fines de semana de ese acusador que fue capaz de perturbarlo todo con un puñado de letras, ahí donde imperaba una simulada normalidad, cierto sosiego.
Algo fue peor que las líneas escritas con trazo preciso sobre aquella hoja de cuaderno. No el que se hubiera quedado solo, sin amigos ni trabajo, no la existencia evasiva de Dina —eso era bueno, por eso la amaba, confesó en una ocasión a su mujer—. No la fragilidad de Aldo, ni la serenidad de Be­lina (“¡Ya tienes pechos! ¡Ya te nacieron las tetitas como criaturas gemelas!”, le dijo Bardem en una sesión, burlándose de ella; Belina en cambio se mantu­vo imperturbable igual que un ave petrificada en el cielo lácteo). No las cami­natas por el muelle con neblina, ni los paseos al bosque, sin más animosidad que el del latido indócil de sus corazones cuando todos se acostaban sobre la hierba.
Sera no estaba más. Conservaba cientos de negativos e impresiones, quizá las más importantes fotos de su destruida e incipiente carrera, pero a ella no.
“¿Así estoy bien?”, preguntó aquel domingo; tenía seis años y le gustaba de ella la falta de dulzura, la carencia de ingenuidad. En la fotografía (20 x 25, bromuro y gelatina, verano: Bardem recuerda sobre todo que con ellos siem­pre hubo excesivo sol manchando las escenas), Sera está sentada en un sofá estilo imperio. Lleva un vestido negro con escarola de encaje, su cabello largo enfatiza las facciones expresivas (la boca y el filo de una mueca ya amarga, las ojeras bajo la mirada impúdica). Se divirtieron realizando la secuencia que Bardem llamó Velatorio. El detalle estaba ahí si se le veía bien: algo que no pudo ocultar la ojera: un golpe. El moretón rodeaba su ojo izquierdo y ese mínima añadidura transformaba el contexto en el que la pequeña repitió: “¿Así estoy bien, papá?” “Mejor que nunca”, respondió el fotógrafo, aturdido por aquel rostro golpeado y por el cuello suave, flagrante, una invitación a la mordedura o al estrangulamiento.

En 1968 —el año astillado lo llamó él— conoció a Dina. Dina insistió en que viajaran a Milán y así lo hicieron. Ella era reportera pero tuvo que emplear­se en una casa para retrasados mentales. Vino el declive; Bardem, poco a poco vuelto un alcohólico, se sintió protegido por el calor maternal de una mu­jer cuyo trabajo consistía, entre otras cosas, en conseguir algo de calma a los momentos de constante peligro de esos tristes enfermos arañando su pasado en las paredes.
Dejó Bardem que el presente lo intoxicara de sucesos: el matrimonio, la efímera dicha de la celda familiar, los chicos bulliciosos que le recordaban el paso epocal pero tanto removían su entusiasmo, la sencillez con que inició su profesión.
Nada funcionó bien en Milán, volvieron a Génova. 1976, época en que comenzó a fotografíar a sus hijos. Fue una etapa feliz. Una espesura en desor­den creció alrededor. Vino la primera exposición, la segunda, luego la reprimenda: la duda de si en su trabajo había pornografía. Acaeció lo de la pérdida del empleo. Dina no aguantó. De nuevo el fracaso para Bardem. Se sintió en­fermo, infectado de un mal invisible que emponzoñaba lo que estuviera a su alcance. “Toqué fondo”, repetía. Era hora de abandonar Italia. No le intere­saba Norteamérica. Habría podido dirigirse a Nueva York, en donde había estado muy joven, la tierra del nunca jamás y el érase una vez, pero no lo hizo. Recordó que un amigo suyo había partido rumbo a La Habana y se quedó va­rado allá, junto a una de esas mujeres que él imaginaba lo suficientemente fogosas como para incendiar su retorno.
Corría 1979. Cargó la Pentax consigo, cerró la puerta del basurero que habitaba y ya no podía alquilar, pidió a Dina, su ex-mujer, dinero. Fue Dina quien compró su boleto y lo vio partir; un alivio para ella, aunque también sintiera lástima: el hombre era un pobrediablo, un débil de carácter que se había dejado destruir cuando su carrera iniciaba y prometía reconocimiento, en definitiva, un falso provocador o en verdad un depravado. Dina le pregun­tó muchas veces cuál era la razón de su ofuscamiento: Bardem se limitaba a callar y a romperle las medias. Quizás él mismo no lo sabía, tal vez nunca deseó ser fotógrafo y todo fue una circunstancia pasajera, pensaba, sumido en la me­lancolía de no saber qué más hacer, a dónde dirigirse, cómo mirar hacia otros rostros que no fuesen la sombra de Sera, Sera deshaciéndose cuando sus pies descalzos tocaban el lago helado de su insomnio.
Bienvenido a Managua, decía el cartel, a lo lejos; Bardem aguzó los sentidos tratando de entender el abrupto paisaje, igual a un lente que quiere enfocar los contornos sin lograrlo. Se instaló en la casa del periodista, que se había montado provisionalmente en el hotel Continental. Recordó a Dina y ese talante suyo para adaptarse a cuidar niños retrasados, a falta de un tra­bajo estable como la reportera que fue. “¿No te asustan?”, le inquiría cuando ella llegaba y se desvestía para tomar una ducha. “A mí me darían pánico… Los ojos estrábicos, los hocicos babeantes, las mandíbulas desencajadas”. Dina lo escuchaba hablar y lo veía como un desconocido, repitiendo: “Fue un error”, frente a quien había sido, en el flirteo, un “sensible artista”.
Primero fue el muro del idioma. Aquellas bo­cas parlando con la lengua floja le provocaban risa. Des­pués, acostumbrarse a la humedad y sus vestigios de moho, a la devastación de las calles. No tenía ningún sentido el estar ahí, se dijo el primer mes, luego descubrió que la estancia era cómoda. No se ne­cesitaba casi nada para vivir. Había conflicto, por tanto, cierta igualdad de condiciones: todos eran miserables, ningu­na expectativa se imponía en el horizonte, salvo sucum­bir a los repentinos tiroteos. Bastaba con respe­tar el toque de queda, no meterse en lo que no le incumbía; bastaba, para gente como él, con tomar notas de una ruina que no era suya para sacar algún pro­vecho, no un beneficio de trabajo sino uno personal: ocuparse mien­tras se desintoxicaba un poco; llenar, con la música de su trajín nuevo, la inmensidad de sa­berse exiliado.
No hay a dónde ir, nunca, pero algo debe uno hacer mientras tanto, ¿no?, era su frase de no-batalla en su vida nueva, convencido de que las fotografías no volverían a salir de su cámara, no al menos de la ma­nera en que él pensó, no con la silueta que lo tentaba a oscuras.
En la casa del periodista, desde su recámara esti­lo americano, abrió y cerró las cortinas muchas veces, tantas que las cortinas parecían en realidad telones de un teatro donde se representaba continuamente la guerra. Mientras esta se desplegó, Bardem recordó la suya: el trazo de las palabras escritas en aquel papel que apareció en su patio en Génova, acu­sándolo, no lo abandonaban.

Lo que más le incomodó en aquellos años fue el silencio volátil, era como andar en un campo sembrado de minas. Podía estar con la mujer del mercado, o caminando de regreso a su cuarto en el viejo Continental, cuando un estruendo cristalizaba el aire.
Todo era pólvora, eso fue bueno para Bardem, que no tuvo fin ni propósito alguno en la batalla de un país extranjero, más que guarecerse de sí mismo. Pero no era el único, porque Otto Smicks, Eduard Rodríguez y los demás periodistas a quienes conoció, habían llegado a Centroamérica de la misma forma. “No son gente sana”, se dijo Bardem; se necesitaba estar atrofiado de la mente para buscar el peligro latiendo en las esquinas, lejos de quienes poseían una vida colmada y no requerían, como ellos, huir de sus historias personales.
Estaba Smicks: quién sabe qué razón lo llevó a renunciar a su tierra yéndose a México primero, donde dio clases, para embarcarse después en la locura de Nicaragua. Quién sabe qué ocultaba más allá de lo que hacía esas noches: noches de visitar los cuartos de los periodistas, rogarles que le permitieran copiar cintas en que se oyesen tiros para transmitir después —a sus compatriotas holandeses— grabaciones semejantes a una nueva versión de Pearl Harbour. “¿Qué te parece?”, insistía luego, después de correr el caset por quinta vez. “¿Qué crees que le haga falta?” “Una bomba atómica”, concluía Bardem. Nunca supo si el hombre de mentón cuadrado y ojos celestes tenía algún objeto de deseo que no fuese su tarea por leer la cuartilla con pésima dicción y dramatismo, o prender la grabadora convertida en arma, lanzando proyectiles de todo calibre.
Estaba el comisario fotográfico aquél, Eduard Rodríguez (alto y rubio a pesar de ser de México, elegante como embajador inglés, muy formal y también muy prosaico a la hora de los chistes) que una madrugada los alcanzó en el 311 (cada vez más parecido al camarote de los Hermanos Marx), colgó su chaleco en el ropero y abrió la maleta en la que se dejaron ver camisas bien planchadas pero también un tomo de la Editorial Progreso de Moscú. “Servirá para entender esto”, dijo Rodríguez, con el tono heroi­co que sólo puede tenerse en la juventud, y Bardem no supo si sería frívolo conmoverse frente al talante ingenuo de quien estaba ahí, no para desquitar el sueldo sino para sumarse, con su oficio, a la lucha de la libe­ración. Pensó Bardem que aun así seguían siendo sospechosas las nobles intenciones de sus compañeros. ¿Qué hacía en esa ciudad sin centro la muchacha neo­yor­quina Luca Andrei, emergiendo, heroica, de las municiones? ¡Ah, far­santes! Seguramente cuando niños coleccionaron un zoológico de soldados romanos, guarkas etíopes, la caballería de Alejandro Magno y sus legiones moldeadas de plomo, añorando desde entonces los deseos lúdicos de pre­senciar una matanza, se dijo el italiano, riéndose, en el fondo, de la camada de perros en que se convertía el grupo masculino de prensa, cuando para seducir a la gringa, salían con ella a los frentes y sudaban adrenalina, reptando bajo un fuego cruzado, impulsados a competir entre sí por la imagen más aterradora, aunque en realidad deseosos de saber quién ganaba la ba­talla libidinal.
Pero, si hubo de ser franco, Bardem tampoco tuvo tiempo de saber nada sobre los milicos que en el retén decían: “No rechiste. Nosotros le damos o no le damos según nos dé la gana”, ordinarios en sus odios y limi­taciones.
Las horas, los días, los meses constituían un bastión contra la muerte, disipando cualquier otro objetivo. Lo era para aquel coche tapizado de cartulinas con la palabra tv en los cuatro vidrios; como para la mujer que, llorando, obligaba a ver el cadáver de su hija quinceañera, ametrallada la víspera. Lo era para el centenar de niños apuntándole a Bardem con armas inservibles, para que les tomara fotos; como para sí mismo, a veces acucli­llado frente a un hecho que, a fuerza de repetirse, perdía su misterio.
No se lo creía: ese estar a la mitad de lo desconocido, la indiferencia antigua y feliz y, sin embargo, así se mantuvo, no un año sino varios, los suficientes como para aprender palabras nuevas.
Pronunció, por ejemplo, la palabra guapa aunque lo dijera falsamente a los oídos de una mujer y otra, esforzándose en demostrarles que si él no podía convertirse en futuro esposo, al menos podría servirles como antídoto para sus tristezas. Supo pronunciar Masaya sintiendo el desconcertante apego a una tierra ajena que recorría hasta desparecer en la ruina de las construcciones. Ahí, pensó Bardem, daba lo mismo meter la mona que comprar un kilo de azúcar para el café de la noche; ver volar un avión y escombrar la basura, esconderse o decir estoy cansado.

La niebla en San Blas

Jorge Esquinca

Perro, Mike, cuéntame
esa historia de la niebla en el puerto.
No había niebla y la historia
trata de un coquero, hombre
sencillo y afortunado.
Tenía un carrito de cocos,
vendía el agua y la carne
con limón y chile en bolsas de plástico.
¿Pero la niebla, Mike,
no decías que todo estaba
cubierto de niebla?
No. Era tarde soleada.
Antes déjame te digo
en qué consistía su fortuna.
Su dicha era su mujer.
La más bella de San Blas.
Nos tenía hechizados.
Estaba que se caía de buena.
Todo sucedió en una cantina
jodida, como ésta,
con su piso de tierra,
sus mesas de Corona,
su olor a mar, su rocola
y sus canciones de José Alfredo.
¿Pero la niebla, Mike,
no me contaste que apenas
podían verse las caras?
No. Espérate. La mujer
era el deseo de todos,
sí, pero nos lo callábamos,
digo, por un elemental respeto
al coquero, que era buen amigo.
Todos, menos el hijo
del presidente municipal,
ese cabroncito
alardeaba todo el tiempo,
decía que la reina aquella
tenía que ser suya.
Esa tarde, ya ebrio, el muy pendejo
comenzó a cacarear en presencia
del coquero, en su mera cara.
Que si él andaba en Mustang
y el otro en pinche bici,
que si él era galán
y el otro prieto y feo.
¿Pero y la niebla, Mike?
Ya dije que entonces no había niebla.
El coquero aguantaba vara,
aunque de lejos se veía
que se lo estaba cargando
la chingada del coraje.
Era hombre de silencios.
El otro siguió jodiendo, decía
que iba a sonsacarle a la mujer,
que iba a ponerle casa,
que con él iba a saber
lo que es coger sabroso.
Fue demasiado. Sin decir palabra,
en un mismo movimiento,
el coquero agarró su machete
y le rebanó de un golpe
la tapa de los sesos.
Tan fácil como lo cuento,
como quien parte un coco ya maduro.
¿Y entonces, Mike, perro?
Entonces sí. Ya caía la noche
y llegó la niebla, se posó
con su culo blando sobre San Blas.
Sólo se podía ver
el rojo reguero de sangre
y al muerto, sentado en su silla,
todavía agarrando su cerveza.
Del coquero nunca supimos más.
Se trepó a la bici y enfiló calle abajo.
Como si se lo hubiera tragado
la densa niebla de esa noche.
                                                     (M.A.H.R., in memoriam)

viernes, 24 de junio de 2011

La espiral del Ser

José Homero
(Fragmento)


I

La poesía de Hugo Gola es una refutación de los opuestos. No como negación de los seres y accidentes contrarios entre sí, sino de una condición donde esa contrariedad se asiente como inmutable. Con ello quiero decir que para Gola los opuestos son complementarios, uncidos y enlazados en una entreve­ración que los trasciende. Resonancia heraclítea.
Constante en la reflexión poética es considerar el poema, la emoción es­tética, como un momento, un estado, de plenitud y comunión con el universo a través de una intuición, de un arrebato, que descubre la empatía entre todo lo creado y al mismo tiempo la singularidad de cada ser. La poesía, hermana de la gracia y de la revelación, muestra al hombre la unidad del mundo más allá de las apariencias. O al mundo en su esplendor de apariencias.

algo muy tenue
     que se prolonga
más allá de la apariencia
                      (“Rotación”, p. 21)

y cuando llegan
             las palabras
nada te dicen
    sólo habla
         el fervor
que deja atrás
       todas las
       cosas
y los nombres.
(“El tema del poema”, p. 44)

Condición de la emoción poética es su intempestividad, su aparición en medio de la vida cotidiana. Como una de esas espadañas que yerguen su lábil virilidad a través de las oquedades o como ese musgo que tenaz escala la piedra con sus yemas húmedas, la poesía aparece en medio de la historia, en medio de la prisa, ahí donde no se espera esa interrupción que es irrupción. Es el poema como la hoja que detiene el movimiento en su caída y por un momento parece sostenerse en el aire, sin el aire

        la caída de cualquier hoja
                         no se soporta
porque estalla en el aire
      altera el vacío
            y cuando toca el suelo
lo inunda todo
        con su esplendor.
                         (“No es la hoja muerta”, p. 62)

Pocos poetas tan conscientes, como Hugo Gola, de que la emoción es la esencia del poema; que la valencia de la poesía es el registro de esa emoción que no indica, que no enseña, pero que revela. Para Gola, el poeta es un sujeto agraciado con un don que lo separa del mundo como conjunto de singularidades y lo acerca al mundo como unidad. Como otros poetas moder­nos, Gola atiende a esa experiencia como única. El poema es un infiel registro de esa sensación. Por ello el poema más auténtico, más hondo, será aquel que comparta el momento de la experiencia y exprese esa vacilación. Como en la célebre dubitación de Juan de Yepes, el poema, testimonio de una emo­ción inefable, comparte esa oscilación. Musitación antes que titubeo:

¿en algún recodo del subsuelo
         de allí surge
                  sin embargo
     esa chispa inicial
           que nada quiere ser
        que nada quiere
             sino arder
o destruirse
                 en el aire
         o quizá vivir
              en ese encuentro
engendrado
              a partir de allí
       qué?
algo
             algo
que nadie sabe bien
      pero que arde
            arde
     tal vez un
         qué
                (“Nada hay más”, pp. 39-40)

De raigambre mística la emoción del poeta, que niega la realidad y la gra­vedad, el tiempo cotidiano, necesita de los sentidos, de las sensaciones para expresarse. Si “el tema del poema/es el poema”, sin importar si se habla de árboles “o del destino/incierto/o del pesar/y el peso/de los días”, la emoción poética es en su anomalía, en su extrañeza, indisociable de esa emoción que nos embarga ante la naturaleza, ciertos momentos, ciertos instantes. Por ello en Gola el poema se entrevera con esas sensaciones y para describir ese estado único, ese momento de arrebato, precisa justamente de símiles sensoriales. El poema es “inundación”:

de a poco
      siento venir
          el resplandor
        de a poco
            siento subir
            la luz
    quieto
            inmóvil
                aguardo
aquella inundación
     aguardo
           aguardo
tendido en la mañana
                          (“De a poco”, p. 41)

El poema es también una conjunción que estalla revelando la dicoto­mía y la continuidad, tal si se tratara de una banda de Moebius:

y el poema agazapado
             escondido en algún sitio
en algún repliegue
      asoma de pronto

             (...)

estalla en esa conjunción
     afuera-adentro
                         (“Nada hay más”, p. 39)

La emoción poética, con su transustanciación mística, se presenta co­mo una experiencia única; de ahí que el verdadero poeta sea más un sujeto de experiencias que un artesano. El poema surge a través de una larga y a menudo imperceptible gestación. Así, en la segunda parte de Retomas, los varios poemas van configurando esta idea de lenta gestación y al mismo tiem­po de producción imprevisible:

van creciendo
          las ganas
aunque no sabes
        de qué
unas ganas
          difusas
          pero ciertas
    no me puedo resistir
a este deseo
          que viene no sé de dónde
                                      (“Van creciendo”, 46)

        el paso de los días
de esos días
      que parecen vacíos
            y perdidos
       va forjando
         en algún sitio
imágenes sonoras
o rayas oscuras
      trazadas sobre el plano
    figuras que crecen
       o se pierden
visión interna
   o fuego grave
                   (“Con frecuencia”, p. 48)
El poema implica la conciencia de la escritura. El tema del poema es el poema en tanto poema connota aquí conciencia del lenguaje. La revelación de la unidad es indisociable de la conciencia matérica del poema. En su as­piración al silencio, a ese momento de revelación, el poeta, que elige el len­guaje, convierte al poema en una construcción metonímica, en una sucesión. Por ello el poema “pasa y pasa”. El ritmo es consustancial.

Testimonio real

José Alberto Guerrero

Todo empezó a derrumbarse en mi cabeza un soleado domingo de verano. Everything started collapsing in my head one sunny Sunday in the summer. Desperté sudando del cuello y de la nuca. Woke up sweating in the neck and the nape.
Shit. Mierda. Chingá. Fuck.
Ni siquiera me había percatado de lo que estoy haciendo. Trataré de narrar mi extravagante caso en mi lengua materna. Si acaso llego a recurrir al inglés, pido al lector paciencia y mil disculpas, ya que es síntoma de mi grave enfermedad. So, I’m sorry. Mas tiene la ventaja de ser una clara evidencia de la veracidad de mi historia.
Amanecí, como decía, empapado en sudor. Menos mal que Rebeca no se había quedado a dormir la noche anterior, she really hates la humedad de mi cuerpo. Es decir: detesta que transpire tanto. Estaba crudo y con lige­ra jaqueca. It was a hard night la noche anterior y no me sentía muy descan­sado que digamos. Saqué la última cerveza del refrigerador y puse a calentar el desayuno: un plato de pancita sebosa del día anterior. Yumi-yumi. (¿Ese qué idioma fue?) Prendí la tele para ver si todavía estaban las luchas de la Triple AAA pero ya habían terminado. After all, no era tan temprano como había pensado en un principio. Miré el reloj de la pared y marcaba ¡las tres de la tarde! Un nuevo récord, pues nunca había pasado de las doce del me­diodía.
Me serví el plato tibio. Haciendo la grasa hacia un lado con la cuchara, terminé la mitad. Luego, la cerveza me cayó de maravilla bebida en dos tragos. Por cable pasaban una película en francés, pero a mí esa lengua siem­pre me ha dado fuertes mareos, así que apagué la tele. Decidí salir por más cervezas o tal vez una botella. Al fin y al cabo, el lunes era feriado.
La calle estaba vacía y no era para menos, pues el calor era abra­sador. Había que estar loco para es­tar afuera. Loco o sediento. Además, mucha gente pasó fuera el fin de se­mana y la ciudad se quedó desierta. A mí, Rebeca me invitó a Cuernava­ca con sus papás, pero no quise ir porque los viejos me odian y el sentimiento es mutuo.
La mayoría de los negocios se hallaban cerrados y ya que tengo cier­tos problemas con los dependientes de las tiendas cercanas que sí trabajaron, tuve que ir a la licorería, que estaba un poco más lejos, y a riesgo de que también se hallara cerrada. Al llegar y ver la enorme botella inflable de tequila a la entrada solté un suspiro de alivio. La toqué discretamente para ase­gurarme de que no se trataba de un espejismo y entré. Había encontrado un oasis.
Me palpé las nalgas, saqué la cartera y le pedí su opinión: cerveza. Mu­cha cerveza. Mucha cerveza fría, acordamos. Me acerqué al mostrador.
Hi, afternoon. It’s so hot out there, you know? Dije inconscientemente, sin darme cuenta todavía de lo que hacía. El dueño estaba sentado en una si­lla reclinable con la cabeza hacia atrás, inflaba el estómago como un globo ca­da vez que respiraba, tenía la camiseta sudada y sucia y se espantaba las moscas con su gorra de los Pumas. Al escuchar mis pasos se talló los ojos y se levan­tó diciendo algo en una lengua que fui incapaz de entender en ese momento:
Buenas. ¿Qué va a llevar hoy?
Sorry? Contesté, y nos quedamos mirando confundidos el uno al otro, sonreí nervioso y dije Gonna take two six-pack of Modelos, extra cold, please.
¿Va a pedir algo o…? Dijo señalando la salida.
Tal vez está drogado, pensé, y decidí irme más lento y ser más gráfico. Saqué un billete de a doscientos y repetí Give me twelve beers, if they aren’t cold it’s OK. I’ll put them in the freezer. Y apunté hacia mi objetivo.
Oh, latas, ¿cuántas quiere y qué juego trae ora? ¿Quiere practicar su in­glés conmigo? No, yo siempre fui cabeza dura para el estudio. Pero mi herma­no el menor, ese sí salió listo… para el atraco, digo, porque se volvió banquero.
Al ver mi cara de estupefacción, se calló unos segundos.
Está bueno, le voy a seguir la jugarreta, ¿cuántas querer llevar, mister?, ¿guan, tu, tri?
¿Séniorr? ¿Ono, dous, tries? Pobre hombre, estaba tan excedido, que apenas si le entendí eso último. Me preguntaba la cantidad, supuse. Le mos­tré mi palma abierta contando los dedos, Five, ten, twelve… y ya no hubo con­tratiempos, tomó mi billete, se cobró, me entregó la mercancía con el cambio y salí corriendo.


Me gusta el trago, no lo voy a negar, pero soy responsable de mis actos y de mis fechorías, cumplo en el trabajo, cumplo con el casero, cumplo con Rebe­ca, así que no me parece tanto una adicción sino un gusto muy arraigado. Mis colegas lo saben y muchos hasta lo comparten, específicamente Estela y Marco Antonio, él es hijo de uno de los jefes; ella, simplemente llegó por su cuenta. Se conocieron en la farmacéutica hace tres años, un mes después ya vivían juntos. Yo entré a la compañía un poco después, pero de inmediato hice clic con ellos. Era común llamarnos los fines de semana para salir a algún lado, aunque yo aceptaba sólo cuando convencía a Rebeca de ir conmigo, pues nos estábamos dando otra oportunidad mi ex-mujer y yo, por el bien de nuestro hijo.
Aquel fin de semana, ya que Rebeca y el niño se habían ido a una fiesta familiar a Cuernavaca, me sentía libre, tanto como había olvidado que se podía ser. Así que cuando Marco Antonio me llamó el sábado para invitar­me a no sé qué evento, I said immediately “Yes, of course, I’m in”. ¿Cómo iba a pensar que luego de esa borrachera se me borraría el casete? Sin sospechar mi inminente desgracia, me metí a bañar, me afeité y me arreglé. Iba en plan de coqueteo pero sólo eso. Dados los avances en mi relación con Rebe, no quería arriesgarme.
Se trataba del cumpleaños de un primo de Estela. El festejo fue en un bar en La Condesa, no recuerdo el nombre. Alcohol, droga, rock. Todo circu­laba a manos llenas. Yo pasé la mitad de la noche bailando gracias a una pasta de excelente calidad.

Destapé la primera Modelo y le marqué a Rebeca para saber si ya venía de re­greso, me contestó cortante y en un idioma que yo ya no entendía:
Dime, Mario.
Hi. Are you and the boy enjoying yourselves?
¿Perdón?, hubo un silencio largo hasta que me encargué de romperlo con mi nueva lengua.
Are you coming already? I’m waiting for you. Miss you.
Claro que no me entendió. Rebeca y yo nos conocimos en un curso de inglés que abandonamos juntos antes de aprender a decir Good morning. Su teoría era que amábamos tanto el castellano que cualquier otro idioma nos pa­recía simplemente hostil.
Ella dijo en un tono que me pareció más hostil que cualquier lengua del planeta:
No es un buen momento para jueguitos, tu hijo tuvo un accidente. Estu­ve tratando de localizarte toda la mañana pero supongo que estarías bastante… indispuesto. Como sea, me las tuve que arreglar sin ti, para variar.
What’s the matter with you? Is that a kind of code? Don’t understand you.
Sí, no te preocupes, el niño ya está bien, sólo se rompió un brazo. Tú pue­des seguir con tus pendejadas pero olvídate de nosotros.
Y colgó.
Y volví a marcar, esta vez fuera de mis casillas, pues no soporto que na­die me deje hablando solo.
Fucking bitch, I wanna talk to my son. Right now.
Esa primera frase debió de entenderla a la perfección porque me res­pondió Fuck you, bastard, y, en seguida, colgó y apagó el teléfono.
What’s wrong with me. Algo pasaba conmigo. Podía sentirlo.
Prendí la tele y fue cuando me di cuenta de que había olvidado por com­pleto mi lengua materna. Ya ni siquiera pensaba en español.
El reloj de la sala hacía palpitar mi cerebro. Mi corazón rugía y balbu­ceaba algo que yo era incapaz de asimilar. Desesperado, fui corriendo al ba­ño a mirarme en el espejo. No. No me había vuelto rubio ni ojiverde, y, mejor todavía: no me había transformado en una repugnante cucaracha. Al menos no peor de la que ya era.
Eso fue hace seis meses. Perdí mi trabajo, a Rebeca y a mi hijo. De inme­diato compré por Internet decenas de cursitos en video para volver a aprender español (mexicano), pero era inútil, ninguno funcionaba. Mientras más me esmeraba en aprender, más parecían esmerarse los “Doctores de la lengua” en confundirme. Incluso podría haber jurado que yo nunca antes había pronunciado palabra alguna en esa lengua tan arcaica que raspaba la garganta. Estaba desesperado y destruido. Y había perdido las ganas de vivir.
Fue entonces cuando descubrí ¡Espaniol, senior! En tan solo dos meses he tenido un avance asombroso. Como usted podrá notar, mi historia está na­rrada casi por completo en español. Además, al reverso de cada página se encuentra su versión en inglés, para que usted coteje con su diccionario bi­lingüe a la mano. Porque, aunque arcaica y rasposa, ésta es una lengua must have en estos días.
Los doctores aun no han podido catalogar ni tratar mi caso, pero yo encontré por mi cuenta el mejor tratamiento: ¡Espaniol, senior! Lo reco­miendo ampliamente.